Me
bastó una mañana al sol para darme cuenta que trabajar no era lo mío. Ocurrió a
mis diecinueve años poco después de morir el viejo en un accidente tonto de
cojones. Era albañil y se apoyó en la barandilla de un andamio que olvidó fijar
a seis pisos de altura. Murió y cerró mis libros y mi vida plácida. Estaba
empeñado en que fuera maestro u otra cosa, yo sabía que no pero no era mala
vida ni tampoco conocía otra. No tuve más remedio que dejar los estudios y mi
madre
que dejar de limarse las uñas. La buena noticia es que tendrían que
indemnizarnos pero eso tarda y en las cuentas y en la arquilla de debajo del
armario no había ni un duro. Mi madre quería otro peón de briega y lo intenté,
quizá pensando que eso era más o menos
como lo que yo sabía hacer pero nada se parecía a cargar carrillos de arena y
repartirlos en unas aceras. Me pareció un esfuerzo inhumano para un físico bien
resuelto, una completa estupidez hacer frente a un sol rabioso habiendo sombra
cerca. No lo pensé. Habría otras alternativas, supuse y con razón. Me costó un
mogollón de insultos de mi madre que veía con horror tambalearse su acomodo. Me
fui de casa. Perdí el contacto con ella. Alguien me dijo que se colocó de chacha con unos señores,
poco tiempo, pronto volvió a limarse las uñas tras cobrar treinta kilos en una
ardua batalla judicial con la empresa que se resistía, abogando, entre otras
cosas, (el viejo le pegaba al tinto) que fue él quién tuvo la culpa al no fijar
la barandilla. Perdieron y mi madre volvió a ser una señora, una señora con un
señor, un avispado que conoció en el juicio. No me interesaba su vida ni a
ella, sé, la mía. Nunca se portó conmigo como una madre ni yo a lo mejor con
ella como un hijo, hay cosas que no tienen solución y para qué darle más
vueltas. Aquel día, el que salí de mi casa sin un duro sólo con la ropa que
llevaba puesta, tenía claro que lo único que no quería ni muerto era trabajar y
que partiendo de esa clara premisa haría cualquier cosa. Tuve suerte, yo era
conocido en distintos ámbitos, también soy muy enamoradizo aunque eso ahora no
tiene nada que ver, sí que conocía a Luisa, una cincuentona divorciada, y me
fui a vivir con ella, sólo unos días, me dijo, porque ella sólo me quería para
eso, para un rato. Aguantó tres meses sin rechistar porque tenía a su favor que
podía hacerlo sin tener que pagarme. Tuve tiempo de pensar, de salir, de ver el
ambiente, de pensar, sobre todo de pensar. Podría explotar mi físico agraciado,
ya lo había hecho otras veces, muy espaciado, con algunas amigas de mi madre porque
con lo que me daba el viejo no llegaba a todo. Pensé que cincuenta euros por un
rato es lo que hubiera ganado aquel fatídico día estirando de la carretilla y
que sólo me hacía falta tener clientela. No fue fácil amoldarme a la carne
flácida de las viejas y a sus manías, no fue fácil pero me compensaba verlas
arrojar al fango sus máscaras de recato para gritar como unas guarras y por
supuesto los cien euros que me daban con agrado y besos. Aquello pasó. Lo
recuerdo con complacencia a pesar de que fue una etapa con días buenos y malos,
tres años de mi vida lentos y pesarosos que me hicieron duro como el hormigón y
frío como un témpano. Conocí a una chica y se derrumbó todo, fui incapaz de
seguir, las viejas eran monstruos y ya no podía ni debía hacer nada con ellas.
Se llamaba Lola y digo se llamaba porque ya no está, porque está muerta, porque
yo la maté. Estuve con ella un año y fue la que me metió en aquello. No fue mal
negocio mientras duró. Dinero fácil y su cuerpo terso y agraciado. Agarré con
dos güevos el volante de un BMW talludito quinientos kilómetros de ida y otros
tantos de vuelta dos veces por semana. Yo no tenía que hacer nada, ni siquiera
hablar con nadie, sólo con ella y follarla cuando tenía ganas. Todo marchaba de
puta madre, parecíamos un matrimonio feliz y vulgar, al menos eso me parecía a
mí que aún guardaba con celo algún retazo inocente. Pasó algo con el dinero, quizá se hartó de
mí, no sé, lo cierto es que la maté con la pistola que buscaba en su bolso para
matarme. Me fue fácil discernir el
dilema: o ella o yo. Fue mi primera muerte y no me tembló el pulso, tampoco al
liarla a una sábana y tirarla a un pozo atada a un trozo de viga de hierro que
encontré en una cuneta. Han pasado años y nadie ha preguntado por ella. Tal vez
esto abra los ojos a alguien y le sirva para inculparme pero no me importa que
tal me da ya una muerte que once. Once son las muertes que atesoro, no es para
sentirse orgulloso. Pero está hecho. Sería absurdo obviarlo ahora que me he
propuesto purgar mi conciencia entre otras cosas porque poco o casi nada tengo
que contar de otras cosas. Pero no se
confundan. Mi vida es una película
aburrida. Un tostón. Una sucesión de situaciones repetitivas, a lo mejor no
aptas para estómagos sensibles, pero terriblemente normal, escandalosamente
aburrida. Una vida como muchas que conozco pero de esas que no se cuentan, de
esas que escandalizan a la gente bien pero que abundan, vaya si sé que abundan.
Vuelvo a lo mío. Después de matar a Lola, de
sacar los cinco kilos del agujero además del kilo que le había robado, podría
estar una temporada al fresco (ya saben que la sombra me gusta aunque ahora la
odie) pero antes tenía que desembarazarme de una inexcusable contingencia.
Nuestro enlace era un tal José. Sabía que vendría a por mí. Tenía el hándicap de que no sabía quién era,
ni cuantos le acompañarían y que ellos sí me conocían a mí.
Me
dejaron atónito el par de idiotas. Como en una película mala de la serie B
confundieron la almohada bajo las sábanas en un cuartucho de hotel de carretera
conmigo y sólo tuve que descerrajarles un tiro a cada uno en la cabeza y por la
espalda mientras ellos dejaban la almohada hecha un colador. En el hotel había
dado un nombre falso además de plantarme una coqueta barba, así que salí
pitando con un 206 con la matrícula cambiada. Un diario local publicó sus fotos
con un escueto “posible ajuste de cuentas” y ni una sola pista sobre el tipo
que les mató, un hombre alto, agradable, con una tupida barba, dijo el
recepcionista, y que conducía un Peugeot 206 matrícula tal. No sabía si
vendrían más y me previne pero pasado un mes creí que no y me dispuse a
destapar la olla de los seis kilos y disfrutarlos. Supe, entonces, las puertas
inverosímiles que abre el dinero porque ya sabía las que cerraba el no tenerlo.
Me
cebé con las mujeres. Lo planteé como un juego. Elegía y no cejaba hasta lograr
mi propósito. El dinero hace milagros.
Me seducía una actitud, un gesto, un trasero bien
resuelto, el pecho (pequeño o grande pero prominente), por supuesto los ojos.
Provoqué muchas fobias porque siempre
miraba a quién no debía, algún rifirrafe con algún celoso marido. Algunas eran mujeres
imposibles que me excitaban sobremanera. Pero había mucho psíquico en eso ya
que una de ellas, Mari, la diosa de mis quince, casada con un policía que mató
una bomba, una cuarentona de bandera, cargada de hijos, y la verdad, no fue para tanto. No era la
misma, claro que yo tampoco tenía las ideas de mis quince años. Fue un polvo
aburrido y anacrónico que derrumbó ese mito que mantenía vivo y abarcaba a
otras muchas. El iceberg avanzaba en mí congelando los últimos reductos. No me
importaba nada, nadie, no mostraba ningún sentimiento. Mi madre murió, me
enteré de casualidad y no fui a su entierro. Sí hice caso de una carta donde me
citaban para abrir el testamento. Allí me enteré que a su pareja la mandó a
hacer gárgaras, que vivía sola, que murió sola, que aún le quedaban algunos
millones en el banco, además de la casa, claro. Me alegré, también me
entristecí al remover el pasado pero no lloré por ella. Ni una puta lágrima
derritió el hielo de mis ojos. Creo que soy un cabronazo y que jamás lloraré
por nadie, no, para qué dudarlo, estoy completamente seguro. Me quedé solo
aunque así estaba y volví pensar. Tenía dinero, el piso en que vivo, pequeño
pero suficiente, y en caso dado podría vender la casa, probablemente por
cuarenta o cincuenta kilos. Pensé que había logrado mi propósito y que salvo
una hecatombe no necesitaría doblar el lomo para nadie, que podría vivir
tranquilo, en ese sentido, el resto de mi vida, también, a ver, que esto no era vida, que necesitaba un
aliciente al que agarrarme ya que notaba un vacío y un frío terrible en las
tripas. Me volví violento y muy irascible. Me giraba a hacerle frente a todo y
a todos, yo que no había hecho otra cosa que defenderme. Nada me parecía
real, las personas me parecían bultos,
estuve desquiciado y salvo alguna hembra, nada lograba despabilarme. Fue la
mano tendida de una de ellas la que agarré con fuerza para intentar salir. No
sé por qué se preocupó por mí. Yo era una piltrafa humana, un huraño de nula
conversación y sólo les valía mi dilatada experiencia sexual. Esta me miró a
los ojos y, me dijo, sintonizó con
ellos. Toñi se llama, o se llamaba, no sé. Logró despabilarme y enamorarme,
aunque eso no era nada difícil, su físico lo merecía. Fuimos a su piso y lo
hicimos hasta salirnos cardenales en ciertos sitios. Salvado el ahogo hablamos
y hablamos mucho. Me pareció un poco pilingui, una leve fachada que celaba a
una activista de cojones. Yo esas cosas las tenía presentes sólo de oídas y por
la tele que las machaca a diario pero nunca me han preocupado. Soy afín a mi
tierra, es la que quiero y me gusta para vivir, no concibo otra pero no mataría
a nadie por ella. Necesito un pequeño espacio para vivir y qué me importa quién
habite el resto. Ella me hablaba con pasión de su partido radical, con aversión
flatulenta de partidos de derechas y de izquierdas y yo la escuchaba con
atención, extasiado pero sólo de ella y de su ímpetu porque para mí la política
es basura ya que todos los partidos,
prediquen lo que prediquen, buscan el
poder y el poder siempre es de derechas. Pero la oigo y me sirve de consuelo
verme emerger del fango, sentirme vivo y tenerla. Daba igual lo que dijera, me
gustaba su tono de voz, sus poses de matarife, me gustaba toda. Hablaba conmigo
como a una multitud y con la misma pasión hacíamos el amor una y otra vez.
Confió en mí y me habló de sus muertos, eran cinco como cinco medallas colgadas
con honor, yo le hablé de los míos con la boca chica, no era lo mismo, a mí
querían matarme, le dije que así cualquiera puede matar a alguien pero nunca
como ella me estaba contando. Yo así no hubiera sido capaz. Ellos nos matan en
cierto modo, decía, son enemigos de nuestro pueblo, esto es una guerra, Patxi.
Fui un idiota pero mi punto débil siempre han sido las mujeres y yo a esta no
quería dejarla. La acompañé a ciertos sitios, me presentó amigos y sin darme
cuenta entré a algo que no quería, que me era ajeno a pesar de mi proximidad.
Yo sólo quería estar con ella y ella estaba allí, con ellos. Me tenía cegado la
insidiosa, ahora lo veo, pero entonces sólo veía por sus ojos. Son ganas de
lamentarme. No se puede retroceder si las pisadas están marcadas de sangre,
devolver la vida a esos cuatro inocentes. Ninguno me conocía de nada, ninguno
vio mi cara, ¿por qué lo hice?, buena pregunta que no sé responder. Lo hice y
no sé si me arrepiento o no porque ya no me vale arrepentirme, ¿quién pensará
mejor de mí si lo hago, pensaré mejor de mí si lo hago? Soy peor que un animal.
Yo era peor que ellos porque no era uno de ellos. Pero lo hice, fui con ella y
la vi de cerca apretar el gatillo como quién toma una copa en una terraza o
come pipas sentado en un parque. Disparaba y le entraban unas hambres
tremendas, siempre tenía que llevarla a comer o a cenar, según la hora. Hablaba
de ello satisfecha y se comportaba como si hubiera pisado a una rata. ¡Dios!,
creo que eso era lo que me tenía atrapado, que hubiera alguien más frío, más
endiabladamente malvado que yo, más una mujer. Y ocurrió sin pensar, como a un
peón aventajado cuando un día falta el maestro, el mío, la Toñi, tenía que
cargarse a uno que había echado güevos a no pagar un impuesto y se levantó resfriadita. El
infeliz estaba alentado a otros a hacer lo mismo y pensaron que clavarlo en una
cruz a la vista de todos devolvería la paz a ese contexto. Me lo pidió por
favor y no supe o no quise negarme. Le pegué un tiro a ese cabrón en la cabeza
cuando abría su coche en el aparcamiento a las siete y media de la mañana de un
veinticuatro de junio, el día de mi santo. Por su culpa soy un asesino, por ese
desgraciado que inició una cruzada perdida de antemano. No se puede luchar
contra nadie, contra alguien que no ves, contra un fantasma. ¡Jodido idiota!
Para ellos fue ella quién lo hizo, al menos eso me dijo la Toñi, y que no me
preocupara, que ella cargaría con mi culpa aunque nadie, jamás, se enteraría de
nada, que esto era como un juego entre nosotros, y reía con ganas bromeando con
ello la muy puñetera. Ahora lo veo, ahora que el mal está hecho. Y fue solo el
principio. Cuando das el primer paso los otros siguen sin pensar porque no
importan. A algunos ni siquiera los recuerdo. Su único pecado fue estar donde
no debían, el mío estar con quién no debía. No se hubieran salvado de todos
modos pero yo no lo habría hecho. Lo habría leído sin interés en los periódicos
y quizá habría acompañado a alguna manifestación sin saber bien para qué. Pero
tuve que fijarme en la Toñi (quizá ella en mí), después de tantas, una hembra
de bandera, como tantas, sin conciencia, como muchas, pero sin alma, como
ninguna. Algunas veces íbamos a cenar con Joseba y con un lameculos que no dijo
su nombre. Parecía alguien importante en la banda y no se cortaba conmigo. Yo,
en el fondo, me sentía un ser superior opinando jilipolleces sobre el futuro de
un pueblo, del necesario lastre que había que ir arrojando a los cerdos,
también les hablaba de mí, exagerando hasta lo inimaginable, pero solo para
estar a la altura. Joseba sabía lo mío, ahora lo creo. No hubiera hablado de
ciertos proyectos, ni de los próximos
trabajitos de la Toñi. Hubo un tiempo de cierta concordia y afinidad pero acabó
como debía ser.
Aquel
día, el que la Toñi me hinchó los cojones y rompí con ella dándole dos
merecidas hostias, Joseba no tardó ni cinco minutos en aparecer y apuntarme con
su Mágnum en la cabeza. Hubiera disparado, lo sé, si no le pongo al tiempo el
cañón de la mía en la barriga. La Toñi sacó la suya y nos apuntó a los dos.
Después nos reímos mucho. Yo no quería seguir con esa cerda y no sé por qué me
dejaron marchar. No he vuelto a verles ni nadie, hasta hoy, me ha molestado. No
he vuelto a saber nada de la Toñi. Hoy la recuerdo con horror, como a un
monstruo y maldigo su existencia. No eximo la mía porque no soy un santo, nada
comparado, no se rían. Tenía treinta y cinco años y me sentí liberado pero sólo
de la Toñi y no de otras cosas. Ya no era el mismo, ni pensaba lo mismo, era
peor si es que peor se puede. ¿Qué iba a hacer ahora, que nueva vicisitud de mi
farragosa existencia sería capaz de encandilarme? Volví a mi piso como quién
regresa a casa después de una guerra y recuerdo que amé esa etapa como a una
mujer. Compré avío y estuve un mes sin
moverme pero no crean que me había vuelto monástico, no, necesitaba una mujer,
quizá para que volviera a flote lo peor de mí.
Visité ciertos lugares y me revolqué con varias putas camufladas de
señoras con traje chaqueta y bolso de domingo. Las huelo a distancia pero me
hacía falta comportarme como un animal y vaciar con recalco toda la miseria que
aún tenía adherida. A alguna le di miedo,
alguna repicó sus campanas, la mayoría me enfrentó con una activa indiferencia.
Necesitaba
más, remover bien el fondo para que el sabor tomara toda la sustancia. Pensé
qué me quedaba por hacer. Pulsé la tecla de mi ordenador mental y fue conciso y
escueto en sus dos respuestas: cambiar de acera, algo dantesco solo de pensarlo
y una niña. Ni soñarlo. Le cortaría los güevos a quién fuera capaz de una cosa
así. Me repugna hacer daño a un ángel. El amor debe ser un combate cuerpo a cuerpo
y no una merienda de negros. Perdonen,
soy un degenerado, es obvio. Mi mente no cesaba. Se me ocurrió algo. Nada
bueno. He mencionado la lucha y era eso, luchar, hacer el amor con alguien que
no quisiera, robar el placer, arrancárselo de cuajo. La idea me sedujo y empecé
a pensar, es lo nunca he debido hacer, pensar. Nunca he lucubrado nada de
lustre. Esto sólo era una más de mis fechorías. Recuerdo que respiré hondo e
intenté frenarla diciéndome: Bueno, vamos a ver, tengo dinero, soy joven, puedo
emprender un negocio, casarme. ¿Casarme, tener hijos, alimentar inútiles con mi
dinero?, me reí y me río. Yo no he venido a este mundo para eso, para nada que
merezca palmaditas en la espalda, tenía siete muertos sobre ella y una
conciencia que había ido a por habas. Esta opción sólo era una nueva
experiencia. La premisa seguía siendo permanecer en el lado oscuro de la
justicia, sin cruzar la línea donde se iluminara mi cara para los flases. Hasta
ahora había tenido suerte y deseaba seguir teniéndola. Pero no le daba a todos
los palos. En esto era un vulgar aficionado y lo peor: no tenía instinto de
violador. Ni necesitaba violar a nadie.
El sexo sabía buscarlo o pagarlo. Esto fue como un juego, como me dijo aquella
vez la Toñi. Pero lo hice, y acabó mal, como todo. La gente creyó que este caso estaba
relacionado con otros recientes en el barrio, consumados y sin victimas, y hubo
una manifestación. Me uní y grité con ellos con brío. Pronto pasó todo. La
gente olvida rápido. Una noticia entierra a otra si no hay continuidad, nada
deseable por mi parte ni, por lo visto, por el verdadero psicópata. No me
tilden de lo que no soy que quién no tiene algo de qué arrepentirse y ya he
dicho demasiadas veces que lo siento. Pisé los cuarenta y me estrené en ellos
con algo que debo empezar a relatar. En estos cinco años que omito pasó de todo
y a la vez nada que edulcorase o gravase mi antología. Anduve solo y con las
mujeres tuve una relación estable tres o cuatro veces por semana. Fue una etapa
sedentaria, digna de vitoreo visto lo visto, y ni yo ahora que planeo sus
entresijos logro verme, pero fue así y así debo decirlo. Eso sí, tuve que
vender la casa de mi madre para no quedarme a dos velas y cuidar los cuarenta y
cinco kilos, libres de gastos, como oro en paño. Era dinero y mirando por él no
me faltaría, además ya declinaba la gana de juerga de mis veinte o treinta ni
tenía con quién. No quería ni pensar que
tuviera que vender mi piso y verme de alquiler mis últimos días o en la calle
como esos pordioseros que pateo, a veces. Ya digo, pisé los cuarenta. Fue un
día de duro invierno. Había nevado durante la noche y podía patinar con la
suela lisa de mis zapatos por las aceras. Estaba contento, eufórico más bien y
no tenía motivo, sólo ese y deseaba tener un día diferente, pleno de las
emociones de antaño. Fui a tomar churros con chocolate al bar de Iñaki, cerca
de la playa. Las vistas desde las cristaleras permitían soñar y era normal ver
a las gentes dilatar sus consumiciones con la mirada perdida, yo no, el paisaje
era el de siempre y a lo lejos no veía nada, ni tenía que pensar nada que no
supiera; me refiero a otras personas, a una señora, no demasiado mayor,
fea, que alternaba el paisaje conmigo.
Me clavaba sus ojos de gata con aplomo, pero como de paso, yo sabía que no. No
me molestaba pero sí comencé a notar ese cosquilleo que sube y me inunda
idiotizándome. Es el preludio de lo que yo llamo amor, esa fascinación que
embriaga mi morbosidad. Giraba en un taburete sus piernas cruzadas, sus pechos
apretujados en el escote, su melena rizada y suelta sobre los hombros. La imaginé desnuda y perdía mucho, vestida
no, bien resueltas sus líneas para mis exigencias. Pocos gestos y pocas
palabras bastaron para que un rato después subiéramos la prolongada cuesta
hasta mi piso agarrándola por la cintura. Se llamaba Olga. Iba yo excitado y
ansioso como hacía tiempo no me ponía una mujer, quizá porque esta era una
señora, nada habitual en mis conquistas. Se rebelaba de su rigidez un justo
contoneo, de su silencio su nombre, su viudez, el flechazo en el corazón que le
clavó mi presencia sin poder evitarlo. Yo la manoseaba sin ningún reparo
sorteando a la gente y me pidió paciencia pero yo de eso no tenía. La arrastré
a un portal y la embestí contra la pared besándola y lamiéndole sin pensar la
máscara de maquillaje, metiéndole mano
por los botones de la camisa hasta agarrar los pechos, blandos,
demasiado blandos. Olga era fea de cojones pero yo no me daba cuenta, o sí pero
me daba igual porque era hora de abrir nuevos horizontes, cotejar otras
ramificaciones. Las feas siempre se quedaron apresadas en el tamiz y no les
valía una silueta perfecta, así lo decidí después de mi periplo con las viejas.
Esta no era demasiado vieja pero fea un rato largo y mal hecha, bien mirado,
como una escultura a medio hacer. Pero ahí estaba yo, no me lo explico,
enamoriscado de un adefesio. Me cegué en el portal y le di caña hasta que un
señor que salía nos dijo unas frescas, recuerdo que le dije de buena fe: usted
perdone, pero se me ha embalado la moto y no he podido frenarla. No me esperaba
la reacción de ese engendro asqueroso diciéndome que bien podía frenar la moto
con mi puta madre. No sé ustedes pero a mí me hirvió la sangre, mi cabeza se
quedó bloqueada, rígida, como una piedra y no pude hacer nada, lo juro de
corazón, no pude calmar mis sentidos, ordenarle a mi mano que no buscara la
pistola en el bolsillo de la chaqueta para que no le disparase en la cabeza a
ese mal nacido cuando ya se iba. Olga se quedó helada, yo por desgracia estaba
curtido y sabía lo que tenía que hacer. El ruido intenso del tráfico amortiguó
la detonación reduciéndola al oído de tres o cuatro personas que pasaban en ese
momento pero ninguna se paró a mirar. Mejor para ellos. Agarré con fuerza la
mano de Olga y temblaba. No temas, le dije, salgamos a la calle con
naturalidad. Seguimos calle arriba. ¿Quién eres?, me preguntó Olga
tartamudeando. Patxi, le contesté recordando el apodo que me espetó la Toñi.
Volví a abrazarla metiéndole mano y su
carne se deshacía como el merengue. No era lo mismo, era lógico. Caminaba
reticente como un cerdo al matadero. Yo no pensaba en eso, la verdad, cegado
por el ansia que bullía. La prioridad era acostarme con ella y tiempo habría de
pensar. Ya sé, ya sé lo que les rondará la cabeza pero no, también sé que Olga
lo pensaba y a pesar que le decía esto o aquello para calmarla la notaba a
punto de desmayarse o de salir al galope. Eso sí, le dije que de correr nada,
que ya sabía como las gasto, que no fuera tonta, que con ella no iba nada. Qué
fácil sería todo, recuerdo que dije a la gente,
no sé si para nadie, si en esta jodida vida la gente se sometiera sin
rechistar al más fuerte, qué sentido tiene que luchen los que no tienen ninguna
posibilidad. Olga me miró y cambió su actitud. No hablaba de farol, nunca me ha
gustado farolear, yo soy de los que sirven para esto, nunca me ha temblado el
pulso para hacer o dejar de hacer porque no he antepuesto ningún sentimiento a
cualquier obligación, sólo me quería y me quiero yo y lo demás era y es todo
mudable. También tengo mi corazoncito, joder, pero sólo para el rato que hay
que tenerlo, sin malos rollos, sin tener que aguantar a nadie. ¿Que qué pasó
con Olga?, pues nada que imaginen, nada que yo hubiera sospechado. Me parece
aún mentira que esa señora desgarbada, con el maquillaje amojonado, por tanto
fea como una mierda, temblorosa, tartajosa, un insignificante desecho humano,
me engañara como a un chino. Quizá me confié porque no la creí capaz de nada
que no fuera abrir los brazos para
abrazar su suerte. Hija de puta. Se repuso de la manera más sorprendente que
era huir hacia adelante, una opción agradable porque se abrió distendiendo sus
músculos, rígidos como un jamón curado. Quizá creí que aquella situación la puso
cachonda, tenía reciente a la Toñi, no sé, yo estaba lanzado y como empezó a
darme chance, no es por justificarme, reduje mis sentidos a dos y desguarnecí
el sentido común. Pudo costarme caro y todo por el mérito absurdo de tirarme a
una fea, porque fea era a reventar, ya digo. Me puso a cien y en el ascensor
estuve a punto de liarla. Entramos al piso, ella con la camisa abierta y las
bragas en la mano y yo con los pantalones bajados. A mi cuarto llegamos los dos
en pelotas y como dos gatos saltamos a la cama. Aún hoy estoy estupefacto y en
vano sigo sus movimientos sin ningún resultado, no sé cómo ni de donde cojones
sacó las esposas y la rapidez para
abrazarme a un barrote de la cama. No tardó ni un minuto en vestirse e ir al
baño a repararse un poco. Yo le escupía una perrería tras otra hasta que salió
con una pistola en la mano que no era la mía. Hijoputa, me gritó sin ningún
respeto, al fin te he encontrado, vas a morir como un perro, como te mereces.
Me vi perdido, fue la primera vez y acojona, para qué negarlo. ¿Qué podía
hacer?, sólo unificar mis fuerzas y atisbar cualquier posibilidad para no
permitir que un monstruo con coño y tetas, cuyo único mérito hubiera estado en
presidir en solitario y con honor mi rol de las feas, me hiciera daño. Nunca se
lo he consentido a nadie, ni de palabra, ya saben, y este engendro no iba a ser
menos, fueran las que fueran sus razones. Sigo. Estaba fija en mí, apuntándome
con una pistola ridícula y yo sólo podía mover las piernas. ¿Quién coño eres,
no te conozco?, le dije para intentar que se moviera o se acercara. Mataste a
mi marido, cabrón, a un buen hombre que no te había hecho nada, estaba en la
ventana cuando le disparaste para grabar en mi mente tu cara de cerdo, y como
tal vas a morir, no volverás a matar a nadie, a nadie. Lo sabía, la emoción no
es buena para estos casos porque está ligada a exponer razones, yo soy frío
como un iceberg y hacía rato que habría disparado, ella no, deseaba recrearse o
se lo estaría pensando porque ya dije antes que hay personas que sirven y
otras, como ella, que no. Comenzó a mover los brazos diciendo no sé qué y se
acercó sin pensar al alcance de mis piernas y yo me la jugué, no tenía otro
remedio. La dejé noqueada de una patada en la barbilla y otra, al retraerse, en
la oreja. Cayó al suelo como un saco de patatas, pero no estaba muerta y tenía
que darme prisa. La siguiente misión, casi un imposible, era soltarme. Recordé
que la cama no serviría para una exposición digna de mobiliario, que me costó
dos pesetas en su día y que debería averiguar a tirones sus defectos.
Elemental. Me costó sangre en las muñecas pero nada era peor que lo que esa
gorila pensaba hacerme. Le busqué la llave en el bolso y se le volvieron las
tornas. Ahora era ella la que ocupaba mi puesto abrazada a un barrote de la
estructura principal, algo más sólido, y volvía a estar como debía haber estado
sin rechistar, o sea desnuda y
dispuesta. Cuando tengo una idea en la cabeza
soy como un toro que embiste y lo de acostarme con ella seguía latente.
Ahora era peor porque sangraba por la boca y el oído y repugnaba mirarle la
cara pero quería oír jadear a una fea y por qué no esta, a pesar de todo.
Sería justo castigo antes de mandarla
con su marido, que por cierto no sé quién demonios era. No fue un polvo para enmarcar
aunque su forcejeo y gruñidos le dieron un regusto inédito. Prefiero obviar la
manera en que me deshice de ella, imaginen lo que quieran, nada bueno, ya
saben. Y esto ocurrió recién cumplidos
los cuarenta, en el día de mi cumpleaños, un día desabrido de enero. Sé que me será difícil remontar el vuelo, les
cuente lo que les cuente, porque algo bueno hay, cosas, pequeñas cosas que
quizá no les sirvan, bondades de un corazón romántico, excelso a veces, ya les
dije que no soy un monstruo del todo. Son las situaciones extremas las que me
buscan y qué puedo hacer sino golpearlas o patearlas sin la menor
consideración. No me meto con nadie, nadie que me ignore, entonces ¿por qué la
gente no me merece?, ya, pero si yo tampoco quiero estar con ellos, debería
haber un lugar para nosotros, no ese que estarán pensando y que ahora visito
por un malentendido y por primera vez, cumplidos los sesenta y por un asunto
leve, un par de noches me han dicho, no más,
me refiero a un lugar abierto, una ciudad, un paisaje, un bosque para
nosotros, no sé, un mundo para nosotros aún dentro de este absurdo mundo que no
me molesta, creo que así nos llevaríamos bien, vale, soy malo, lo entiendo, sé
que no exprimo alguna virtud que sin duda tengo, pero somos tantos que debe haber
de todo, como en cualquier película, buenos y malos, ya digo, yo nací para esto, no sé cambiar, mejor dicho
no voy a cambiar porque no tengo por qué cambiar, porque me gusto así, porque
me mataría si fuera otra oveja más de la manada, así de claro, no, no me enfado
pero vivan y dejen vivir, no es tan difícil. Mejor sigo, ¿creen que debo?,
porque haber hay aunque en la edad uno se aploma un tanto y se va encerrando a
verlas venir. Si lo hago es para que su condena no sea unánime, quizá alguna
disparidad me consolaría, alguna, aún leve, división de opiniones, es difícil
aunque debo reseñar que lo que piensen no me importa, eso sí y de antemano
agradezco de corazón su paciencia. Bien mirado no sé esto por qué lo hago, a lo mejor porque nadie lo sabe y me
hierve dentro y debo contarlo aunque me descubran, ¿que tal me da morir, ya en
las puertas, o que me maten?, no me crean, ni de coña, no les miento si les
digo que no tiene sentido lo que he hecho si nadie lo sabe, sí, he dado en la
diana, soy un jodido narcisista, entre mucho, supongo. Sigo. Han pasado veinte
años desde aquello, veinte largos y cortos años, largos por nada y cortos por
nada, la ilusión de vivir como magnifican
para mí no existe, yo he vivido siempre por vivir y sin más historias,
día a día para cumplir un nuevo día, agarrándome a un clavo ardiendo, a una
frágil ramita colgando en un acantilado, vivir es mi ley y punto. ¿El dinero?,
bien, estricto pero suficiente que no es poco, tuve que racionarlo y sin
esfuerzo porque el apetito, ese que ya saben, mermó sin remedio. Nada grave,
aún sigo en plena forma una o dos veces por semana, de morro o de pago,
normalmente de pago. Las mujeres son mi debilidad, una necesidad, epicentro de
mis desdichas, de mis mejores momentos y jamás prescindiré de ellas. Feas no,
por supuesto, me dan repelús, no me fío, no volví ni volveré a enfrentarme a
las personalidades sumergidas bajo esa enorme frustración, una manzana podrida
jodió el cesto y no quiero volver a recordarla en ninguna otra. Las prefiero
rubias o morenas con el pelo corto, bajitas y por tanto asequibles, frágiles
para desembarazarme de ellas con facilidad en caso dado, con aire juvenil y
dicharachero, como inyección moral y espejo a mi atrofia; rejuvenecen mi
espíritu, qué mas puedo exigirles a las pobres, consuelan mi debacle que no es
poco. Hago memoria de estos veinte años, recuerdo lo bueno y lo omito, sólo
quiero que sepan que está aunque no lo diga, sé que esperan al último si se han
parado a contar, sí, ya saben que hay otro infeliz lapidado y el principal
objeto de esta confesión es el homenaje póstumo de todos esos infelices y mi
purga como una cucharada de ricino. Crean que me siento mejor y este, que no me
afecta demasiado, no va a variar mi estado. Ocurrió hace poco, a mis cincuenta
y seis años. Fue otra mujer, o un hombre, qué más da, para qué cansarles.
¿Serviría decir que amé a ese ser con furor y me pegó una puñalada?, no,
¿serviría decir que encontré un pilar para mi confianza, un oído ávido para mis
secretos?, claro que no, ¿que no supo entenderlo, amar lo que soy, asumir su
papel acurrucada en mi regazo?, por supuesto que no; quiso ser protagonista y hundirme en este
asqueroso lugar para siempre, ¿qué le había hecho?, nada, confiarle mi vida
como a ustedes, mi profunda aversión a las leyes, a las normas establecidas,
todas mis inconfesables neuras y contradicciones. No debí hacerlo. Se llamaba
Adela y sufrí mucho la soledad que me dejó tras su muerte. Estuve tres años con
ella, más que con ninguna otra mujer, salvo con la Toñi aunque aquello fue otra
cosa, y la quise mucho, a mi manera, claro. Éramos una pareja feliz. Ella
trabajaba de camarera y aportaba su parte y parte de la mía no trastocando mi
economía espartana. Era un ángel, hermosa en su madurez, culta y callada,
hacendosa en la casa, una fiera en la cama, incluso se dejaba pegar sin un mal
gesto. Y todo va bien y aparece por arte de magia la maldita confianza, eso que
nos obliga a conocernos para odiarnos. Estábamos bien hasta que cedí, no sé por
qué lo hice, si pudiera volver el tiempo atrás lo haría. Y ahora confío en
ustedes, pero no teman, me he cuidado bien de no plasmar ni un dato, ni un
paisaje, nada real, salvo los nombres, ni yo les he pedido nada que implique
conocernos, yo soy Patxi, el nombre que me espetó la Toñi. Pueden estar
tranquilos y leerme sin ningún trasfondo que les juro no hay. La pistola yace
en mi armario con el cargador vacío y la caja de las balas en mi caja fuerte,
puedo tardar cinco minutos en tenerla a punto pero son cinco minutos para
pensar, el once es mi número fetiche y no quisiera por nada del mundo
superarlo. Cuando salga de aquí mañana, pasado mañana a lo sumo, enviaré estas
hojas a un periódico por correo certificado y lo firmará Patxi y sé que no
pondrán ningún reparo en publicarlo porque los muertos están ahí, en sus
hemerotecas, en los crímenes sin resolver.
Podré ver las reacciones, las opiniones desde un lugar privilegiado,
silencioso, podré verme en ustedes, será estupendo, terriblemente refrigerante,
espero. Voy a cerrar esto. Piso el presente y aquí hay poco o nada que contar.
Sólo reseñar que después de estar toda mi vida controlando el whisky éste se ha
desbocado y es él quién me controla a mí. El culpable de mi arrebato de ira con
aquel fornido guarda jurado de la discoteca y al que le partí las piernas con
una barra de hierro. Me insultó al salir y no me importaba porque llevaba una
tajada de pronóstico reservado pero mentó a mi madre, ya saben. Hurgué en mis
bolsillos y maldije cualquier nombre santo que escupió mi boca, tenía la pistola
sin balas, mala suerte, entonces rastreé el descampado de enfrente a oscuras y
tropecé con una barra de hierro corrugado, me hubiera dado igual un tablón o
una tabla con un clavo, ese deslenguado, que no me esperaba, tendrá que unir
sus huesos si quiere volver a andar. Mi borrachera fue un atenuante importante
y definitivo un buen abogado y una cantidad importante bajo cuerda que le dimos
a ese muerto de hambre, cedió porque juré que le mataría, debí haberlo hecho,
si no declaraba que me apuntó con su arma reglamentaria sin motivo aparente. Lo
que más me dolió es que se llevó casi todo lo que le robé a Adela cuando
desvalijé su piso después de matarla y que guardaba para mis vicios. Tuve que
recortar aunque no para el whisky y las putas, eso es sagrado, a estas alturas
la única razón de estar vivo. Y a pesar de todo he pisado por primera vez en mi ajetreada vida este
antro cochambroso, sólo tres días me dijo mi abogado, y ni un minuto más, le
dije yo. No me ha venido mal, vuelvo a estar sereno, me ha servido para
relajarme y pensar, de nuevo pensar, reflexionar y abrirme de una vez por las
bravas mostrando, algo es algo, una silueta informe. ¿Quién soy, cómo soy?, qué
les importa, soy Patxi y esto que acaban de leer son algunos retazos de mi
vida.
Humm,
retomo mi historia unas horas después de creerla acabada. La vida es perversa,
diabólica, una caja de sorpresas, ¿les suena algo eso que se dice que los malos
siempre la cagan y la pringan?, pues algo así acaba de ocurrirme y con quién
menos imaginaba. Se llama Arnold, es un apodo por lo de Shwarzenegger, aunque
mejor decir que se llamaba Arnold el que hasta hace treinta minutos era mi
compañero de celda. Acaban de llevárselo. Era una niña bajo esa máscara de
increíble Hulk. Eso era lo malo, una niña chismosa y cotorra como todas las
niñas, y yo no me di cuenta. Confié en su aspecto de malo, malísimo, compinche
adecuado para, después de ponerse cansino lo indecible y estar leyendo casi
todo lo que estaba escribiendo por encima de mi hombro, permitirle que
expresara su opinión. ¿Cómo podía imaginar que se quedaría transpuesto, blanco
como la harina un tío malo, malo, malísimo,
hasta hartarme de decirlo?, ¡pero si me dijo que había matado a dos
tipos! Soy un imbécil, qué voy a descubrirles que no sepan. Me pudo el ansia
por divulgar mi obra sin pensar en el lugar en que estaba metido. Estaba perdido. Era una cotorra y tenía que
matarle y arrojar quince hojas, al menos, al váter, no sabía si por ese orden.
Pero no pude controlarme. Tengo ese punto muerto donde la mente se queda
aislada como un refugio en la montaña y actúo como un zombi, no recuerdo nada,
sólo que cuando volví en mí el gigante ocupaba todo el suelo de la celda con el cuello roto. Puse
oído, todo estaba tranquilo, nadie parecía haber oído nada así que me dispuse a
destruir con todo mi dolor esa inconsciente confesión anónima. Pensé que mi
abogado, ese bicho, lo arreglaría todo a su manera. Supongo que les dirá que
este tío se ha vuelto loco e intentó matarme. Un caso claro de defensa propia.
Pero no he tenido tiempo. Haciendo pedacitos la primera hoja con el título:
Retazos y el autor: Patxi, y tirando de la cadena me han pillado con las manos
en la masa. Esto que escribo ahora lo
hago en los bordes de una hoja de periódico recortada de esas que usamos para
limpiarnos el culete. Mi legado está en sus manos. No sé qué va a pasar ahora
ni el porqué sigo con esta vena compulsiva. No debo tener miedo. Diré que es un
esbozo para una futura novela, una novela negra, negrísima, nada que me afecte personalmente
porque no hay datos que me impliquen, al menos eso espero.
El
día se acaba. Las primeras sombras de la noche atraviesan los barrotes. Pronto
oscurecerá. Pronto apagarán las luces y pasaré mi primera noche encerrado. No
merezco esto, yo soy así y volvería a hacer todo lo que he hecho, lo bueno y lo
malo. Lo único que no quería ni muerto era trabajar y lo demás ocurrió sin
saber evitarlo. Quizá sea malo pero ¿qué es ser malo cuando se hace lo que se
cree justo? Yo siempre he hecho lo que tenía que hacer, es todo, joder, esto es
un coñazo, llevo cinco tiras de papel rellenas y se acaban, tendré que
numerarlas o arrojarlas al váter, no sé bien qué, ¿por donde iba?, no sé, ¡ah,
sí, la Toñi, ¿la Toñi?, ¿por qué la
recuerdo siempre?, a ese ser repelente y dañino, para qué mentirme, nada ha
sido lo mismo sin ella, puedo jurarlo... Se acaban la hojas de periódico,
también oigo pasos, un zapateo rítmico. Pongo oído. Son seis pies al menos. Se detienen en la
puerta de mi celda. Dicen mi nombre, yo lo niego. Soy Patxi, les digo, no
conoz…
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