2º
A las ocho en punto la
hormigonera inicia su movimiento, su rugido reiterado de animal hambriento. Nicolás bascula un carro con sacos de cemento
sobre un cerro de arena y agarra la pala dispuesto a amasar la primera andanada.
Pronto empiezan los gritos y las prisas: “Para mí más dura, Nico”, “No, más
blanda, jilipollas”, “más cemento”, “más rápido, hostia”.
El sol flamea sin estorbos y
sus primeras gotas de sudor saltan a la arena. Es una máquina y en un santiamén tiene a las
cuadrillas contentas. Es su rutina diaria.
Dando un fuerte apretón en el agarre las abastece y
luego está más relajado el resto del día. Lleva más de diez años en ésta
empresa constructora sin más aspiraciones que hacer bien su trabajo, viendo a
su alrededor como humanizan y visten de gala esqueletos de hormigón, pasando por
sus manos toneladas y toneladas de material para forjar sus entrañas. Nunca le
ha preocupado aprender el oficio, no le
gusta, entró a esto por descarte porque en los tejares se freía como una boga y
el polvo fino y el humo formaban una masa pegajosa que no podía respirarse,
además de navegar a golpe de látigo y sin un jornal decente. Aquí el calor no
ha mermado, pica en la piel el polvo del cemento, se aburre porque casi no
habla con nadie y las vibraciones de la hormigonera le persiguen hasta en
sueños pero está a gusto porque en la empresa le aprecian, pagan bien y es rey
en su parcela. Es imprescindible en su puesto y Fermín, el gerente maldice los
infiernos cuando Nicolás se acerca a la oficina sobre media mañana a decirle
que vuelve a notarse el pinchazo en la espalda que lo deja enclavijado. No ha
sido la primera vez pero hoy le parece más serio.
-
Vamos, Nico, vuelve a tu puesto, eso no debe ser nada.
Seguro que son los excesos del
fin de semana
Es dócil y cede y pasa el día
rabiando como un perro. Pero al acabar el trabajo sube a la Mobylette y se acerca al
médico de urgencias. Hoy está de guardia su amigo Manolín, que no duda en recetarle unos días de reposo.
-
Debes cuidarte,
Nico, la columna no es de acero
El mundo se le cae encima. Su
vida es el trabajo y el resto un paréntesis aciago hasta el fin de semana
cuando sale a visitar los bares o la discoteca con su amigo Luis. Esto es una
puñalada trapera y le duele hasta en el alma.
-
¿Y cuanto tiempo
tengo que estar de baja, Manolín? – pregunta como un conejo asustado
-
Diez días, mínimo
una semana. No olvides lo que te he dicho: paños calientes y la pomada de la
receta. Avisaré al A.T.S. para que te inyecte un calmante, ¡Ah!, y mañana
vienes sin falta a tu médico de cabecera para que te hagan una radiografía
Sale compungido, dando patadas
al aire. Sube a la moto y se lanza a una carrera sin sentido por imaginarias
callejas desiertas. Casas sombrías desfilan por sus ojos de rabia, personas que son siluetas sin rostro. Circula
solo por una ciudad fantasma. Pero pronto frena y reacciona. El dolor ha
remitido. Parece alejarse y piensa que
tal vez haya sido una falsa alarma, como otras veces. Distiende su ofuscación y
el bloqueo y llega a su casa contento, convencido
de que podrá ir mañana al trabajo, como siempre.
A las cuatro de la mañana lo nota llegar como
un rescoldo que aviva un fuego extinguido, tomando brío hasta estallar una
llamarada que le achicharra la espalda. Grita para nadie y cuando puede moverse
calienta unos paños que logran aliviarle. Batalla durante horas y sin notarlo, casi despuntando
el alba, se queda dormido.
3º
Leticia desciende del R-6
casi encumbrada la larga cuesta de la calle Cervantes. Se despide con calor de
alguna compañera y busca en el manojo de llaves. Es inconfundible la llave
grande de esta vieja puerta de madera.
Mira de reojo la acera y se resigna al pensar que tiene que fregarla. Lo hizo
el pasado viernes y está de nuevo hecha un asco, en parte porque a esta casa
vieja de planta baja se le cae la cascarilla del encalado a trozos.
La puerta chirría al abrirse y roza en el
suelo. Hay que arrastrarla casi a patadas y en las baldosas se marca el surco.
El interior huele a leonera y lo primero que hace es abrir la puerta y la
ventana del primer cuarto. En la casa no hay nadie. Como siempre al pasar por
el salón se desnuda. Cuelga el pantalón y el polo en la percha de costumbre y
va a buscar la bata en la despensa junto a los utensilios de limpieza. Es
entonces, al enfilar otro dormitorio cuando ve a un hombre desnudo sobre la
cama y grita.
Nicolás está sentado en la
cama, mudo, con los ojos como puertas de catedrales, boquiabierto del ritual de
aquel cuerpo menudo, agraciado por doquier, desnudándose en sus mismas narices,
quedándose arropado por unas exiguas braguitas negras y un sujetador blanco y
para colmo dirigiéndose hacia él, desnudo sobre la cama, con el pene erguido, a
punto de reventarle.
Se unen las miradas y los
gritos.
Las manos intentan cubrir lo
que pueden y los ojos escudriñan sin querer entre las rendijas.
Mientras, los dos devanan en un instante lo
que ha pasado.
Nicolás recuerda que vienen a
limpiarle la casa los martes y los viernes y que hoy es martes. Leticia, aunque
sólo de oídas, que aquí vive un mocetón soltero, más corto que las mangas de un
chaleco, que no ha tocado a una mujer ni por error, que está trabajando cuando
ella arregla la casa y es por eso que no le ha visto antes y que tiene, según
dicen, dinero, mucho dinero, algo que ella adolece y últimamente con rabiosa
resignación.
Nicolás quiere hablar pero su
boca petardea como un motor que no arranca. Leticia tiene más tablas (cinco
años desde que desembarcó en España a la aventura, cientos de peripecias de ingrato recuerdo,
sola y a la deriva en un país plagado de inmigrantes, con la continua visión de
sus dos niños en su patria como único acicate para henchirse al sufrimiento),
tablas y también tiene ganas, ganas, entre otras, de que alguna oportunidad
serena palie los golpes de la vida, un haz de luz que ilumine, aún sea fugaz,
esa rutina, esa oscuridad que la ahoga. “Y tantas veces ha sido por nada”,
piensa, “y hace tanto”
Pero se retrae. Sabe que está gordita, que su
físico no es para que un hombre tire cohetes pero también que tiene dos buenas
tetas para remediarlo. Se queda inmóvil, simulando estar patidifusa,
arrastrando la situación a una pendiente sin freno, con las dos manos cubriendo
su sexo y, en la presión de los brazos, abombando sus tetas como globos.
Nicolás tartajea, o sea no
dice nada. Está avergonzado y no sabe como disculparse si no puede articular
una sola palabra. Intenta en vano cubrirse porque con los nervios las manos
suben y bajan. Son instantes tensos en los que de ninguna manera desearía
moverse de allí y a la vez que le tragase la tierra. Los pechos de aquella
mujer son las armas de un ilusionista, y él comienza a notarse en trance.
Los instantes se alargan y se
distienden los ojos que comienzan a mirar de distinto modo, las manos se
relajan y buscan apoyo en otros lugares, los cuerpos se muestran y poco a poco,
silenciosos, se acercan.
Nicolás se levanta y antes de
apretujarla, completamente desnuda, roza con su pecho los pezones de tantos
sueños, baja la mano a su sexo, sacro lugar que sólo conoce de videos y fotos.
-
¿En serio no has
estado nunca con una mujer, chico?
-
¿Y a usted quién
le ha dicho eso?
-
Bueno. Me llamo
Leticia
-
Yo...Nicolás
Rutina del mundo, que no sabe que vive tras la ventana...
ResponderEliminarSaludos y un abrazo.
O viceversa...La soledad del que está detrás de su celosía...del que es incapaz de mostrarse...
ResponderEliminarSaludos Antonio