juanitorisuelorente -

lunes, 6 de febrero de 2012

EL PAÍS DE LOS QUE FUERON


 Casi al anochecer Juan y su ayudante Manolo han acabado el trabajo y salen de la obra. Manolo cierra el candado de la cancela mientras que Juan fija al hombro la cinta de su caja de herramientas y al girarse dirige a la multitud que abarrota la calle una mirada agria.
-          ¿No hay nadie que arregle esto? –  les grita con rabia
-          Vale, hombre – le aplaca Manolo – que bastante desgracia tienen
La gente retrocede. Se apiña. Les dejan paso.
Se dirigen con paso firme a la tienda de Matías, ese menudo y despreciable sujeto, reconocido usurero, con el que suelen guardar las formas por ser el promotor de la obra, quién les paga el jornal a diario.
La gente libera la fachada de Matías,  la casa vieja, la peor de la calle, sin pintar ni reparar las maderas de sus huecos, y el interior, dicen, en amenaza de ruina. Juan empuja la puerta de cristales, la levanta llegado a un punto cuando arrastra en el suelo y tintinea la campanilla que les delata. Matías sale de la oscuridad de la trastienda apuntándoles con una escopeta.
-          Somos nosotros, Matías
-          Si, sí. Perdonad
Sobre el mostrador dos velas casi acabadas iluminan una habitación pequeña atestada de artículos de alimentación y droguería. Matías se acerca a la luz. Cruzada en su pecho lleva una canana sin una falta y en ningún momento suelta la escopeta. Abre un cajón y saca un puñado de billetes que empieza a contar y coloca sobre el mostrador con parsimonia.
-          Hemos rematado los azulejos de la cocina – le relata Juan mientras rebaña el jornal – mañana empezaremos con el suelo del piso de arriba. Lléguese usted que tengo que explicarle…
-          Bien, bien, iré, intentaré acercarme a primera hora, ¿necesitas algo de la tienda?
-          No, creo que no – responde Juan sin pararse a pensar
Manolo cobra su dinero y tampoco quiere nada. Y susurra:
-          Da cargo de conciencia salir con comida
Matías se altera y apunta la escopeta al cristal de la puerta.
-          ¡Esos hijos de puta!..., ¡van a destrozar el país, van a joderme la vida!
-          Tranquilícese usted, Matías – dice Juan y se aparta por si acaso – qué culpa tienen 
 Se despiden. Al salir la multitud que se agolpa en la puerta retrocede. Juan y Manolo salen.  Van en direcciones opuestas.
-          Hasta mañana, Manolo
-          Hasta mañana
La gente se aprieta a uno y otro lado de la calle formando un largo pasillo. A Juan no le amilana la perspectiva de cuerpos inertes, de brazos caídos y manos vacías, de miles de ojos que siguen sus movimientos, e inicia la marcha hasta su casa al final de la calle. Camina con buen paso pero pronto se siente aislado en ese silencio invadido por el murmullo. Nadie se dirige a él, nadie avanza a increparle, sin embargo la sensación de agobio le acelera, desata sus nervios, la ansiedad empieza a ahogarle, la necesidad de salir de allí cuanto antes. Camina más deprisa, empieza a correr. Golpea sin querer cuerpos con su caja de herramientas, tropieza y cae. Su boca besa el asfalto y queda así un instante, presionado por la impotencia. Y vuelve a serle patente ese olor a ciudad sitiada, asolada, extinta, vacía de todo sentido, de cientos de calles sin salida, de paisajes oscuros y siniestros, de cielo muy lejano. Y vuelve a acuciarle la desolación, la sensación terrible de deja la soledad más amarga. Levanta la mirada y vive el clímax de un sueño repetido donde un cúmulo de sombras lúgubres como alimañas pretenden devorarle, donde una red de araña de miles de manos temblorosas y frías se posan y aprietan su cuerpo desnudo.
 De un salto se levanta y huye a través del largo pasillo humano. Llega a su casa. La mano le tiembla al fijar la llave en la cerradura. Al fin logra abrir y entra. Está asustado, tembloroso,  exhausto. Cierra la puerta, echa la aldaba, y abandona poco a poco la impresión de ser perseguido. Ese murmullo de la multitud que atruena en su cabeza y se debilita quedando como un leve silbido. Dentro la oscuridad es absoluta. Su mujer se acerca con una vela encendida. Y le besa. Un fuerte beso en la mejilla. Apenas hablan. Sólo esa mirada intensa y descorazonadora. Entran al salón. Sobre la mesa aún están los platos, los restos de la comida del mediodía, una lata de mejillones sin abrir.
-          No he tenido ánimo de limpiar – dice su mujer lamentando su dejadez al tiempo que sonríe levemente – He traído mejillones
Juan se irrita y la regaña:
-          Sabes que no quiero que salgas
-          Lo sé. Ya lo sé. Pero son para la cena
Juan resopla al dejar la caja de herramientas en el suelo, en un rincón. Sus ojos críticos no evitan revisar la mugre, la suciedad de todo.
-          No te preocupes – calma la mirada compungida de su mujer – entiendo que no tengas ganas de hacer nada
Juan se acerca al aparador. Apura en un vaso la botella de whisky.
-          Mañana te traeré otra
-          No. No se te ocurra salir. Yo la traeré
Cae a su sillón y cierra los ojos un momento, respira hondo antes de empezar a beber con prisa, sorbo a sorbo, sin tiempo para pensar. Luego va al cuarto de pila. Vacía en el depósito del generador las últimas gotas del bidón de gasolina y lo arranca. El ruido ensordecedor se amortigua al cerrar la puerta. Enciende las luces del salón y el televisor. Su mujer le mira con fijeza. Está sentada con las manos sobre las rodillas. La primera cadena emite como las últimas semanas videos musicales. Ya no hay programas de ningún tipo ni falsas informaciones. Sintoniza entonces la CNN donde repiten una entrevista a alguien que no le interesa.
 Sube a ducharse. Abre los grifos por instinto aunque sabe que el agua lleva varias  semanas  cortada y hace días que se acabó el butano. Se ducha con agua del aljibe y está fría.  Está sudoroso y tenso y el agua le relaja. Se pone ropa interior limpia, el pijama de rayas descolorido de siempre, y se afeita. Luego  revisa las contraventanas, la rosca del puntal metálico que  presiona el tablero de madera sobre la puerta de la terraza, el lugar más vulnerable.
     Baja al salón y su mujer no se ha movido. Pronto empieza las noticias. Pronto las de España.  Ambos asisten en silencio a las noticias confusas sobre el caos que allí reina, la disolución del gobierno, su huida, la huida atropellada de las cúpulas de todas las empresas nacionales y extranjeras, el cierre de los aeropuertos, el corte de todos los servicios, el cierre de todas las fronteras terrestres, las reuniones infructuosas de Naciones Unidas en poner en marcha un plan humanitario, y mientras tanto, las cifras supuestas del desempleo, además de sobre ese muro humano que poco a poco avanza en cada ciudad haciéndose más denso y indefenso.
-      Casi diez millones…
-      Es una barbaridad…
Juan se queda frío, sin ánimo ni fuerzas.
-   Tenemos que irnos, Carmela. No sé cómo pero tenemos que irnos de aquí
-   A mí de mi casa no me echa nadie
-    Entonces unámonos a ellos. Los de la obra de al lado han cerrado. Somos los únicos que trabajamos en la ciudad. Dos personas, Carmela, sólo dos personas, ¿qué pueden hacer dos personas, qué vamos a solucionar?
-          No desesperes. Esto así no puede seguir. Tendrá que arreglarse…
-          ¿Y si ocurre una desgracia?
Carmela gimotea. Llora a ratos sin mirarle.
-          Puedo seguir uno o dos meses más – susurra Juan en tono grave – pero no sé si lograré cobrarlos
-          Matías es un tacaño pero te pagará. No va a fallarte
-          Matías está asustado. Como todos. Y quiere irse
-          ¿Sí, y adonde va a ir ese mezquino?
La cena espera sobre la mesa. Se sientan. Juan abre la lata de mejillones con su navaja.
-           Se va a América…, a Sudamérica…, a Argentina, aunque dicen que también está muy mal. Él tiene dinero y cualquier lugar le irá bien. Nosotros también podríamos si el dinero no se hubiera quedado en el banco
-          ¡América! – ruge Carmela – ¡Yo nací aquí. Ésta es mi casa. Aquí nació mi madre, mi abuela. No me iré así como así. Nadie va a echarme de ésta casa!
-          La cosa está muy mal, Carmela, hazte a la idea
-          Pero no para nosotros. Hemos tenido suerte. No has parado de trabajar
Vuelve a reinar el silencio. En las noticias hablan de otros países y de la crisis que les acucia y de la que intentan deshacerse. De los países fronterizos con España y su contundencia al afirmar que repatriarán a cualquiera que ose cruzar sus fronteras.
Juan apaga la tele y continúa  una novela. Su mujer se acuesta.
Lee hasta quedarse dormido.
Son casi las doce cuando un fuerte golpe en una de las ventanas le despierta. Le parece una pedrada. Pone oído. Trozos del cristal de la ventana caen a la calle y se hacen añicos. La contraventana es fuerte y no se inmuta.
-          ¡Hijos de puta! – grita con rabia contenida
Enciende la vela, apaga la luz, el generador y se decide a acostarse. Se acurruca a su mujer.
Juan tiene los ojos muy abiertos. Y el oído agudo hasta que el hondo silencio le devuelve la calma. Pero ha perdido el sueño. Y nada grato gira en su cabeza. Las imágenes se superponen  confusas. No lo entiende. Ésta situación no la entiende. Jamás ha vivido algo así. Es de locos. Se siente un delincuente. Alguien que jamás hizo daño a nadie deliberadamente, que trabajó lo que debía trabajar, que vivió como creyó que debía vivir, se siente un ser ruin y despreciable.
-          Un pobre superviviente - susurra
De reojo mira la hora en el reloj de la mesita. Las dos, las tres, las cuatro. Pronto su zumbido persistente a las siete de la mañana. La oscuridad es absoluta. Busca las cerillas sobre la mesita y enciende la vela. Su mujer duerme profundamente. Hace semanas que no hacen el amor. Se le revuelve como un gato cuando se lo propone. Pero él tampoco está sobrado de ganas. Le calma algo el pensar en otros momentos donde la vida les parecía normal, en algún viaje de juventud donde desnudaron todos los placeres conocidos. Pronto la mente diluye la nostalgia y se centra en otras cosas. Amanece un nuevo día y con él la angustia de sentirse aún más solo. La obra de al lado hoy estará cerrada. Estarán solos. Sólo quedan ellos. Él, y su fiel ayudante Manolo. Un buen hombre que decidirá lo que él decida. Además de José en la taberna como un capitán en su barco, y Matías defendiéndose con uñas y dientes en la única tienda abierta en la ciudad y donde sólo ellos compraran  apurando conservas y congelados.
Se asea. Diluye en un vaso de agua una buena cucharada de leche condensada, se cuelga su caja de herramientas y sale a la calle.
Son las siete y media. La calle está vacía de gente. Es una calle larga, ancha, de paredes bajas y blancas.  Sin gente resurgen los coches aparcados. Coches con cristales rotos y ruedas pinchadas. Hace más de un mes que cerró la gasolinera por falta de combustible. El furgón de Juan está en su garaje, impecable, pero no le sirve para nada. Desde hace un mes hace a pie el recorrido hasta la obra, a casi un kilómetro de su casa. Con parada obligada en el bar de José. Allí se reúne con Manolo, y a falta del buen café que le reportó una fiel clientela se consuelan con una copa de sol y sombra.
Hoy en la taberna no hay nadie. Los tres albañiles de la otra obra que aquí se reunían antes del agarre hoy no han venido.
-            Buenos días, José
-            Por decir algo, Juanito
La copa de sol y sombra brilla sobre un mostrador muy limpio de ocho metros de largo. Juan bebe un trago antes de adelantarse a decir lo que los dos están pensando:
-          Esto tiene muy mala pinta
-          Mala no, peor. Hoy eres el primero. Aquí no viene nadie.  Ya ves, si no tienen esas criaturas dinero para comer como se van a tomarse una copa. Si los que tienen el dinero se han ido, si de esos no ha quedado ni Dios, si el hijoputa del alcalde fue el primero que salió huyendo.  Y sin ellos qué podemos hacer. Si nadie invierte, ni gasta, si no ofrecen trabajo poco podemos hacer. Esto es una cadena y se ha roto. Está hecha picón. Y así éste país se va a la mierda
-          Los pobres sólo tenemos las manos para trabajar. Y siempre seremos pobres aunque a veces nos hagan creer lo contrario
-          Tuvo que llenárseles los ojos de billetes a todos esos cabrones – sigue bramando José – gastaron lo nuestro sin tocar lo suyo. Ahora mírales. El gobierno se ha ido. Todos se han ido con las manos llenas. Tanto prometer, tantas obras por hacer, que si el turismo, que si nuevas industrias, que si qué crisis, mentira, todo mentira, y venga subvenciones para ellos mismos, y venga millones para salvar a los ricos…
Son las ocho y Manolo tarda.
-          Y Matías que también se ha ido… – recuerda José
Juan se queda boquiabierto. Lo intuía, alguna vez se lo había comentado pero no esperaba que fuese tan rápido.
-          Se fue anoche cuando se despejó la calle, sobre las diez. Ese listillo guardaba  el coche con el depósito lleno de gasolina y salió disparado. Llevaba un remolque  tan cargado que iba tirando cosas a la calle. Me lo dijo su criada.  La pobre pasó por mi puerta llorando.  Quería irse con él y hasta la empujó de mala manera. Después de vivir con ella como si fuera su mujer.  La pobre se fue a buscar a la gente llorando. Me contó que ese cerdo iba a Cádiz. Que de allí sale un barco todas las semanas. ¡A América! – suspira -  Muchos españoles se han ido. A los últimos es ya el único sitio que les queda. Los que han tenido suerte de tener dinero guardado en casa. Otra vez a América. Vuelven a América.  Como en otros tiempos. Emigrantes otra vez, Juanito. La vida solo da vueltas y vueltas. Gira. Siempre es lo mismo. Aunque estos emigrantes sean de otro modo.  Bueno, de un modo u otro sólo buscan escapar. A otro mundo, lejos de éste que ya no les vale para nada…
De debajo del mostrador saca un álbum de fotos de tapas desteñidas. Lo abre y muestra a Juan las primeras fotos y más antiguas con una intensa emoción.
-          Son mis padres. Éstos mis abuelos. Y ésta – señala a una niña enmarcada bolígrafo en la cubierta de un barco – ésta, Juanito, era mi abuela Mati. Emigrantes, Juanito, de aquellos de entonces que buscaban una vida mejor para ellos y sus hijos. Y no como éstos ladrones cobardes. Mis padres regresaron a España con una pequeña fortuna. Y yo ahora vuelvo a ser pobre como mis abuelos, pobre como una rata. Maniatado, preso como un delincuente

  Juan le escucha distraído. Está helado. El trabajo le espera pero no tiene sentido trabajar para alguien que se ha ido y no va a poder pagarle. Tiene ganas no sabe si de llorar o si de golpearse la cabeza, si de golpear a alguien.
-          Se estaba haciendo una casa preciosa, joder. De un lujazo impresionante. Solo quedaba rematar el suelo, las escaleras…, revocar la fachada…, joder
José se sobrecoge de verle hundido. También de lo que a él concierne. Esto es el fin para los dos de algo a lo que han resistido sin inmutarse. Un problema generalizado de esos que siempre flotan en los telediarios, que ocurren sólo a otras personas, y a lo que se creían inmunes. Un río de lodo que veían desde la orilla, una inundación que al fin les ha atrapado.
-          Es duro aceptarlo – suspira Juan – Durante toda mi vida no he hecho otra cosa que trabajar y vivir dignamente del fruto de ese trabajo. Trabajar y vivir. No es justo que me ocurra esto si yo no he tenido nada que ver – mira a la calle. En la acera de enfrente empieza a reunirse gente. Y les señala: ¿qué tengo yo que ver con ellos?
-          Son buena gente, sana, buenas personas, Juanito, tú lo sabes como yo. Conocidos, amigos, incapaces de hacer daño si no les apretara el hambre. Está todo patas arriba. No nos engañemos. Somos demasiados
-          Ya, ya
-           Sólo cogen lo que está abandonado, entran en las casas, en los comercios de los que se han ido
-          Ser inútil en una razón convincente para dejar de luchar. Quisiera seguir como sea, no soporto la idea de perderlo todo. Es muy triste bajar los brazos y esperar
Juan gime. Pronto se rehace y apura la copa. José la llena sin preguntarle y llena otra para él.
-          Carmela no quiere irse. Pero al marcharse Matías no tiene sentido trabajar por trabajar. El banco quebró con mis ahorros. No tenemos nada. Cuatro pesetas escondidas y poco más. Y de nada servirán si pronto no habrá qué comprar con ellas
José señala a Manolo, su fiel ayudante durante años, entre la gente que se reúne en la calle. Manolo percibe que hablan de él y se acerca. Apega su corpachón a la puerta de cristal. Les mira con una pena honda, intermitente de culpa.
Retrocede unos pasos. Lo piensa mejor y entra.
-          Yo…, no quería dejarte solo, pero…- balbucea, no es capaz de elevar la mirada -  Anoche les abrí la puerta de mi casa…, les di lo poco que tenía…, a esos niños…, se lo di todo a esos niños…, todo para esos niños – se rehace, clava en Juan una mirada profunda - Ya no tengo nada porque no hay nada que tener. No imaginas lo que hay detrás de esa gente. Se están muriendo. No queda apenas comida, ya no les queda nada, ni un pobre animal que llevarse a la boca.  Y es muy duro verles morir por nada. Yo al menos no podía seguir así, qué quieres que te diga 
-          ¿Pero y tu dinero? Podías haberte marchado
-          No te enteras. Son mi gente. Les conozco a todos. ¿Adonde voy a ir yo? Si ellos sufren aquí estoy para ayudar o para sufrir con ellos. Sólo quiero estar como están todos. Y no hay otra
Sale. Cierra la puerta. Recuerda algo y vuelve:
-          Que… tu mujer ha salido a la calle, y les ha abierto las puertas. Que… la gente está entrando en tu casa…
Juan cede. Sus piernas le fallan un instante. Con gusto caería al suelo de rodillas. Se ofrecería en sacrificio. Que ese sueño de sombras que le acucia todas las noches le aplastara de una vez. Morir en silencio y no ver nada ni a nadie.  Pero por qué, se pregunta. Respira hondo. Se sobrepone. Mira a José y ambos vacían sus copas de un trago.  José vuelve a llenarlas.
-          ¿Celebramos la despedida de alguien? – bromea José sin ánimo
-          Celebremos aquello que fuimos – exclama Juan
-          Bien, amigo, me parece bien. Brindemos por aquello que alguna vez fuimos, y por toda esa gente y por todo lo que algún día fueron
Alzan sus copas y beben. Se miran y gritan los dos al tiempo con vehemencia:
-          ¡Tenemos que irnos de aquí!
Vuelven a apoyar el cuerpo a la barra.
-          Y mi furgón en el garaje sin una gota de gasolina – desfallece Juan
-          Y mi coche hecho una mierda en la calle  – se derrumba José
-          ¡Si en América hace mucho frío, joder…!
-          Y aquí  mucho calor aunque el frío bulle por dentro – sonríe José
-          Te confieso que no he salido nunca de aquí. Que Andalucía es el único mundo que conozco. Y yo para empezar de nuevo ya no tengo aquellos veinte años. Ni esa edad ni tampoco ganas
-          Y mis millones  a plazo fijo en el banco. A un buen interés – ríe José – Solo me queda lo puesto. No, te miento, también ésta casa, y la taberna, y las pocas botellas que ves y algunas que guardo en el sótano. Algún buen vino – reconoce. Luego  mira lejos y sigue: Soy de Madrid, ya lo sabes -  le insta a apurar la copa con él y las llena de nuevo – que vine a Andalucía a casarme. Ésta buena tierra. Hace treinta y cinco larguísimos años. Éste es mi hogar por mal que me pese ahora. Yo, Juanito, tampoco sabría vivir en otro sitio. Ni América ni otro sitio sería un destino acertado para mí. Además, estoy solo. Suerte que no tuvimos hijos
-          De esa suerte también presumo. Así sufriremos sólo por nosotros
José sale del mostrador, se acerca a Juan y le abraza.
-          Bebe y salgamos fuera. Es nuestra gente. Salgamos. Vayamos con ellos

Apuran las copas y salen.

La multitud es espesa. Miles de ojos siguen sus pasos, brillan, miles de labios esbozan leves sonrisas, tristes gestos les saludan, miles de miembros  aplauden, abren sus brazos para recibirles.
Juan mira al fondo de la calle. Allí está la obra con la fachada si revocar, allí su trabajo, allí su vida abandonada.
Y unos metros antes en  la tienda de Matías una hilera de gente entra y sale de ella  en procesión silenciosa.
-         Si salimos de ésta te invito a una cena – bromea Juan apretándole el hombro
-         Mientras que logremos cenar, Juanito, saldremos de ésta.

4 comentarios:

  1. Como hay que tragar….al menos tienen trabajo…

    Un saludo

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  2. Estremecedor relato, Juan, y muy bien llevado. Me lo he leído sin parar atrapado por la historia. El que la suframos en nuestras carnes es una posibilidad muy alta al paso que vamos. La crisis es mundila y no se vislumbra la salida.Países como Grecia no podrán jamás pagar la deuda y quebrarán, arrastrando a otros. Por otro lado somos 7 mil millones de habitantes en el planeta, y si calculamos que en diez o quince años se ha doblado, imagina cómo comeremos, dónde habrá trabajo y alimentos para 14 mil millones de personas.
    Los que creen que esta crisis es momentánea, coyuntural, se van a llevar un chasco tan tremendo que los va a matar.Esto no hay quien lo arregle, y más bien pronto que tarde, se cumplirá tu relato de ficción. Un abrazo.

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  3. Hola Sneyder.
    Sí, la verdad es que por trabajar se traga demasiado. Somos así.

    Gracias por seguirme en tu blog.

    Saludos

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  4. Lo escribí hace tres o cuatro años para el concurso CERDAYRICO. La base era una imagen de éste genio jiennense de la fotografía en la que plasmaba la cubierta de un navío atestada de inmigrantes. Y no sé el porqué se me ocurrió esto. Ya empezaba la crisis y yo seguía trabajando a pesar del paro que empezaba a asolar mi ciudad. Quizá me viese un poco así como ese Juanito del relato. Espero que no ocurra pero si así fuese -Dios no lo quiera- sí sé que no acabaríamos de un modo tan pacífico, tan humano.

    Un abrazo, amigo Juan

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