1.981
No existe mayor alivio que la maestría de la costumbre
frente al sol que brota rabioso y flamea, acrecentando laureles de julio, ésta
atmósfera densa e irrespirable.
Son las siete menos cuarto de la mañana. La ciudad se
despereza con aparente calma.
Salvador asiste indiferente a un reiterativo delirio
crepuscular y pisa con firmeza el polvo del camino que le lleva hasta la
fábrica. Con una mano sujeta el cordel de la talega
que pende en su espalda,
con la otra presiona un Ducados que chupa con ansia.
Su mirada se eleva sólo al acercarse a la densa humareda de
las chimeneas que atiborran un cielo plomizo. Nubes de humo y ceniza que pueden rozarse. Nada nuevo. Le cuesta respirar pero
apura el cigarro hasta caldear sus dedos.
En la explanada hasta la nave sus pisadas despabilan el manto grueso de polvo fino, surcado como
canales por el paso de los camiones que desde la madrugada hacen cola esperando
su carga. Salvador no ve huellas de pisadas y sonríe. Siempre llega el primero
y nadie le ha pisado la oreja en eso. Entra al lugar donde se reúnen antes del
agarre y, como siempre, no hay nadie. Entonces enciende otro cigarro y se
recrea en su dulce amargor, en el humo que inunda sus entrañas.
Poco a poco van llegando sus compañeros, se apelotonan y
unos minutos antes de las siete no falta ninguno. Está incluso Pedrito que
empezó ayer y creían que no aguantaría. El chaval no para de reír a cualquier
gesto mostrando sus dientes sucios y mellados, y fuma, como todos.
Dan las siete y las miradas escudriñan, entre las cintas
transportadoras y las vagonetas, la excelsa figura del encargado. Se llama
Felipe y a la mayoría le parece vago y tonto pero es familiar del jefazo y como
tal el poderoso enemigo al que conviene aliarse. Aparece tras las sombras y
cubre la distancia con su andar patoso y atropellado, ajustándose una y otra
vez los pantalones de pana, tieso, como un junco. El pelotón se desmiembra por
inercia y se forman los grupos: Dos cuadrillas de cuatro para cargar camiones y
el resto para las máquinas. Felipe no saluda y vocea con la pasión de un
sargento chusquero.
-
¡Los de
Salvador al trailer, los zagales al cuatro ejes, vosotros tres a la máquina,
los demás a las vagonetas!
Se aleja como ha llegado, no se sabe bien adónde, puede que
a echar una cabezada detrás de un rejal o al acecho de un instante de escaqueo.
Es imprevisible y aparece y desaparece como un fantasma. A Salvador le da igual,
no le importa este buen hombre, así le parece aunque venido a menos, porque a
ellos no tiene que arrearles ya que su sueldo se incrementa por las toneladas
que cargan. A pesar de todo nota, en su voz ampulosa, un sirimiri agradable al
pronunciar su nombre como muestra, quizá, discreta de respeto merecido.
Salvador lleva aquí veintidós años y no ha fallado un solo día ni siquiera
cuando nacieron sus hijos. Tiene cincuenta y cinco años y nota que en ésta
fábrica hay algo suyo, que tiene un trozo de fábrica ganado. No le extraña esa
leve muestra respetuosa porque cree que es una potestad que le pertenece. Hay
compañeros veteranos pero ninguno de su rango. Sabe que le admiran y se siente
halagado. Nadie acaricia y eleva los ladrillos del rejal al camión como él, sin
levantar una brizna de polvo a la cara, con una cadencia imperturbable.
Se despojan de las ropas y semidesnudos (sus pieles calcinadas al amparo de un
sombrero de paja, Salvador al de una gorra militar que conserva con pasión),
están dispuestos a salir al tajo, a enfrentarse al sol que inicia con brío su
rutilante andanada.
Salvador saca tabaco y le ofrece a Tomás el primer cigarro
del día.
-
Toma, mamón, a ver si ardes con él
-
Serás hijo puta
Los dos ríen y arrancan una mueca a Bonifacio y a Antonio,
la otra pareja de veteranos. Tomás es su compañero de carga desde hace muchos
años, hacen buena pareja y envejecen con armonía y ritmo. Hablan poco, lo
justo; algún comentario sobre el tiempo, el fútbol, los chicos y poco más.
Ponen el alma en el trabajo, un afán que llevan inyectado en la sangre.
Salen y el polvo
inicia su baile al tam-tam de las pisadas, acrecentándose por las maniobras de
los camiones en los rejales. Dan gracias a que no corre aire aunque el sol
campeará a sus anchas, tamizado sólo a
ráfagas por las nubes de humo y ceniza. Nada que les amilane.
El trailer para el
motor y se disipa la polvareda en el rejal del hueco triple, el más fácil de
manejar. Salvador agradece en silencio a Felipe, el encargado, la deferencia,
un detalle más por su parte. Más de veinte mil ladrillos colmarán la caja del
trailer en corros de a cuatro. Hay que ponerse a la faena que no se alargará
mucho más de una hora con alguna exigua parada para ofrecerse un cigarro o
tirarse al pecho un trago de agua fresca del botijo.
Al chofer vasco le ayudan a cerrar los laterales augurando
buena propina mientras los zagales entre risas y chácharas sólo han mediado el
cuatro ejes. No pueden con los veteranos y quizá ni se lo propongan. Para ellos
el trabajo es importante y el dinero, como para todos, pero no hasta esos
extremos rabiosos e inhumanos. Son jóvenes y tiempo habrá, cuando urja la
necesidad, de dejarse arrancar la piel a tiras. Piensan que no tiene sentido el
esfuerzo extremo ahora que aún pueden escurrir algo el bulto.
Salvador no necesita trabajar, como antes, hasta caerse muerto. Ahora está bien. Su
hijo, Salvi, tiene dieciséis años y trabaja de camarero, su hija, Mari, está
novia con Juan, un muchacho trabajador y cose en casa para la calle. Su mujer,
María, es la jefa de la casa y sabe administrar el dinero. Ella agarra el
jornal, aparta una nimiedad y esconde el resto donde es imposible arrancárselo.
Y no necesitan nada. No falta de nada donde sólo escasea lo innecesario. Atrás quedó la agonía de
vivir, los tres o cuatro jornales extras que sumaba a la semana (ya excesiva
cargando camiones de sol a sol), cavando a golpe de azada en la terrera del
barro a la luz de la luna y un farol para pagar un préstamo de treinta mil
pesetas a su jefe, dinero que le faltaba para cubrir la parte de sus hermanos
al decidir comprar la casa de sus padres. Todo había pasado, ahora no era
necesario pero su cuerpo acelerado no sabía frenarse, ahora trabaja cómodo y es
imposible seguirle. Tuvo en su piel maltratada marcados todos los huesos y en
su cara sumida el protagonismo para los ojos y las orejas. Ahora ha engordado
aunque no demasiado, dice siempre que es de poco comer, que comer mucho es de
lobos. La verdad es otra y la sabe pero ahora que puede tampoco lo hace y en la
talega abulta poco un trozo de pan y jamón o tocino. Siempre vuelve la mitad
junto con una naranja que nunca se come. Eso sí, sus dos paquetes de Ducados
nunca le han faltado aunque en algunos años difíciles tuvo que bajar a un
paquete y algo.
-
¿Qué, Salvador, ya tenemos aquí las fiestas? –
le dice Tomás dándole la primera calada a un nuevo cigarro
-
¿Las fiestas?, que le den por el culo a las
fiestas
Nunca le han hecho tilín y sólo se arregla para las
descargas y la procesión de la
Virgen. Odia ver a tanto panzón comer pollos asados en los
chiringuitos y él a los suyos tener que conformarles con el olor. Ahora podría
pagarlos y tras la misa de campaña comerse una rosca de churros con chocolate y
que otro le hiciera la foto a él pero
era un lujo y como tal innecesario.
Pronto habrá que casar a los chicos y ahí sí podrán darle en la boca a las cotillas.
El chofer vasco del trailer, orondo y bigotón, carga todas
las semanas y suele dar buena propina. No defrauda y les alegra el primer
esfuerzo del día. De ese cuerpo corpulento, que muestra sin pudor su torso
desnudo con pruebas palpables de su apego a la buena vida, añoran todo y ansían
un instante su mundo inalcanzable.
Son las ocho y media y el sol enfurece; hoy no especula,
favorecido por la desidia ambiental, y
muestra sobre la mesa su póker de ases. No hay opción a la réplica, sólo
enfrentarse con las armas de la
indiferencia, con las corazas vidriadas del sufrimiento.
Hay que seguir y un
Barreiros de tres ejes maniobra en el rejal de los huecos de ocho. El chofer es
un “perdiciones” del pueblo que nunca escurre ni un céntimo. Todo es poco para
sus vicios. Se encaminan resignados. “Todo el monte no es orégano”, comenta
alguno. “¿Sabéis que su mujer fuma y bebe como un cosaco?”, escupe otro.
Salvador ríe pero calla. A él no le importa la vida de nadie porque bastante
tiene con la suya. Le toca sacar tabaco a Tomás y la da con el codo para que no
se haga el loco. Entre carga y carga sabe mejor el tabaco y puede aspirarse con
hondura y hasta expulsar el humo con algo de gracia.
Hoy estarán cargando
todo el día, casi sin descanso. Salvador se frota las manos. Unos por otros
incrementarán su fondo por las propinas para
sus dos únicos vicios que son el vino y el tabaco. Nunca ha tocado un
jornal para eso ni su mujer le ha preguntado jamás cuanto tiene o deja de
tener. “A un hombre con dos cojones para trabajar no debe faltarle el vino y el
tabaco. Es de ley”, piensa y se siente orgulloso aunque tiene claro: “Nunca
borracho al trabajo. Eso no”.
Él se cuela un poco en la cena donde cae un litro como si
fuera agua. No hay problema porque la pela en la cama y cuando se despierta a
las seis lo manda todo al “Matadero”. Otra cosa es la noche del sábado donde le
rinde culto como a un Dios. Es sólo un día a la semana, un día en el que hay
que dejarle como cosa perdida.
Son las nueve y media y paran a comer buscando una sombra al
amparo de los rejales. Comentan con alborozo que el grupo de los jovenzuelos
ponen las primeras paredes a su segundo camión. “Los jóvenes son como las
“Marías”, rabia Tomás que siempre está metiéndoles el dedo en el ojo.
“Necesitan una mujer en casa que les grite y no las enaguas de sus madres, le
sigue Alberto, ¿tú qué dices, Salvador?”. Salvador intenta dominar un trozo de
jamón, duro como el pecho de un santo, y
con la boca llena hace un gesto que viene a decir como que le importan una
mierda.”Ya sé, ya sé, sigue Alberto, a mí me pasa igual pero es que me hierven
la sangre”. “No digáis tonterías, ¿cómo os puede dar lo mismo?, increpa Boni
mientras da cuenta de una morcilla a mordiscos, si este es el futuro aviaos
vamos”. “Si yo mandara les haría trabajar a patadas, ruge Tomás”
Los zagalones paran a comer y notan que los están poniendo a
caldo. Y entre ellos, quién más, quién menos, tiene tablas sobradas para hacer
bailar a cuatro abuelillos como un trompo. “Me han dicho que falta uno para
jugar a la ronda en el Hogar del Jubilado”, dice uno sin mirar a nadie y
Salvador que es el más viejo se ve obligado y sigue la broma: “Nene, me cago en
tu padre”. Los jóvenes se entremezclan con ellos y no tienen pudor en contar
sus líos con las muchachas. “Una jartá
de embustes”, piensan los mayores aunque ponen orejas de conejo y se les
alborota la sangre.
El sol está dispuesto a derretir a quién ose darle la cara y
hay que pensarlo bien antes de abandonar la sombra recién comido. “Vamos a
echar humo, Salvador”, le dice Tomás cogiéndole del hombro cuando ya se iba el
primero al corte.
Le toca el turno al
remolque del tractor de un chapucero que se está haciendo la obra a ratos. Son
macizos de diez y no está mal para postre. No augura propina pero pronto tocará el turno a los forasteros. Con dos o
tres que se comporten puede darse el día por bueno y ya ha caído uno.
Salvador se conoce bien y sabe que no está como todos los
días. Apenas ha comido porque se nota el cuerpo un poco raro. Por eso está más serio que otras veces. Es poco hablador
pero hoy se lleva la palma. Anoche se despertó dos o tres veces con dolores
hasta en el alma pero lograron calmarse. Hoy no sabía qué tenía pero sí que era
algo, algo que le ponía el cuerpo angustioso y la sensación de que le faltaba
el aire. Nunca había estado enfermo y esto, pensaba, sería una mala digestión.
Los macizos los coge de cinco en cinco y los eleva con
soltura. Está acostumbrado y a pesar de todo este tipo de ladrillo se clava en
las manos y te parte la cintura. Es en la cintura donde nota un pinchazo fuerte
y apenas puede respirar pero sabe que se le quitará cuando cargue unos cuantos corros.
Doce años antes
Es domingo y María ha resuelto la merienda con unas migas.
Ella aprovecha todo y el pan duro no es una excepción. Salvador, al lado de
ella en la chimenea, se calienta por
fuera y por dentro en este sábado de crudo invierno cercano a Navidad. Los
niños juegan en el salón con la atenta mirada de la abuela, sentada en la mesa
camilla al abrigo del brasero.
-
Ya has oído a tu madre, ¿qué hacemos? – dice
María que acaba de dominar el pan para que no se queme – a mí esta casa me
gusta. siempre ha pasado de padres a hijos y tus hermanos ya sabes que no la
quieren. Creo que es una buena ocasión.
¿Tú qué dices?
-
Que no tenemos un duro
-
No seas tonto y piensa. Tenemos el pisillo...
-
¿Tantas ganas de piso y ahora no lo quieres?
-
No aguantaba a tu madre. Ahora no es lo mismo.
Ha cambiado, además, aquel sitio no me gusta
-
Podemos dejarlo para los chicos
-
Si no me gusta para mí menos me gusta para ellos
-
Nos darán dos pesetas por él y esta casa estará
por las cuatrocientas. No podemos, María
Salvador empina la botella de vino blanco que escurre bien
por un pitorro de caña.
-
Por poco nos darán treinta mil duros por él
- sigue ella
Salvador está nervioso y lo paga con el vino.
-
Esta mañana me dijo tu madre que doscientas
cincuenta o trescientas mil estaría bien ya que ella se queda con nosotros
-
Pero, mujer, ¿y lo otro?
-
Como mucho serían tres partes a veinte mil duros
y si quitamos la nuestra, con el pisillo y rebuscando en la taleguilla casi
llegamos, ¿no te das cuenta?
-
Si limpias la talega y pasa algo, ¿qué?
-
¿A qué puedes temer con cuarenta años, es que no
tienes fuerzas para trabajar?
-
Ya sabes que si hace falta reviento
-
Pues tú trabaja y déjame a mí
Las migas están casi a punto y María le añade un plato con
trozos prefritos de chorizo y tocino.
-
Sube a la cámara y baja un melón. Ten cuidado de
no caerte que hoy te estás colando
Salvador le hace burla sacando la lengua como un lagarto
pero al levantarse parece una bailarina. Eso sí, cuida la caída de la botella
hasta la mesa con parsimonia. Son pasos medidos y no hay problema. “Ya está la
botella. Que hay que subir la cámara
pues a la cámara que subo yo”, farfulla poniéndose manos a la obra.
-
¡Niños, a comer!
María coloca la sartén sobre la mesa y sirve un plato para
su suegra. Lo cuida con mimo colocando varios trozos de chorizo y tocino bien
visibles. Le falta la rodaja de melón y se asoma a la escalera para ayudar a su
marido que hoy, reconoce, no está para muchos trotes.
Salvi, de tres años, se desgañita en el salón con una
excavadora que le regaló su primo y Mari, de seis, peina a su muñeca de cartón
como a una hermana pequeña.
-
¡Soltad los juguetes que se enfrían las migas!
-
Mamá, yo no quiero – replica Manolita con morito
de enfado – no me gustan
-
No te pongas tonta que ya verás como enfades a
tu padre. A comer sin rechistar. Vamos, Salvi, levántate del suelo. Venga, a
comer
-
Sí, mamá – dicen casi al unísono y salen
corriendo uno tras el otro gritando
-
Qué ganas tengo de que crezcan, madre
-
Todo a su tiempo – dice la abuela
-
Mire las migas que buenas han salido
La abuela hace un guiño. Le parecen bien pero no va a
decírselo para que hinche la barriga. María está acostumbrada a no hacerle una
derecha y sonríe como si tal cosa. Intenta ponerle una servilleta de babero
pero se la quita de un estirón diciéndole que no está manca.
Pero las migas tienen buena pinta y la abuela se deja de
pamplinas.
-
¿Qué te ha dicho mi hijo? – pregunta con la boca
llena
-
Le parece bien
-
Mañana mismo hablaré con mi Manuel y mi Manuela
y tú pon el cártel en el piso sin falta. Pasado mañana me llevas a la Notaría para que vayan
moviendo papeles
1.981
Quiere hacerse el duro, no gritar, pero el traqueteo del
coche por el bacheado del camino le parte en dos. No puede moverse. Le ha
crujido algo, o salido de su sitio, “¿Qué demonios sé yo?”, piensa con los ojos
traspuestos y las manos abrazando y apretando con fuerza su cintura. Felipe
conduce y le mira de reojo sin dejar de preguntarle. Sabe, conociéndole, que
tiene que ser algo serio y está sobrecogido de verle gritar y llorar como un
zagal.
En el pequeño hospital D. Antonio lo tiene claro tras
palparle en la camilla:
-
Esto son los huesos desgastados, Salvador. Lo
único que piden es reposo y calor, reposo y calor, nada más. Te pondré una inyección para calmarte el
dolor y te mandaré a Jaén para que te hagan unas radiografías.
Le cuesta respirar pero el ansia le roe por dentro:
-
¿Y trabajar, cuándo podré trabajar?
-
Tienes
que esperar unos días a ver qué pasa. Cuando tenga los resultados ya te
diré. Tú, ahora, tranquilo. Lo importante es que te pongas mejor
Salvador respira un extraño presentimiento.
Acurrucado en la
camilla, notando el liquido abrasivo expandirse en él, tiene miedo. A sus
cincuenta y cinco años se siente indefenso y asustado. No recuerda nada
parecido. Nunca ha temido a nada ni a nadie, nunca ha estado enfermo y esto es
superior a sus fuerzas. No ve derecho, ¿qué ha hecho él para esto?. Se siente
un desecho, como un desahuciado en la plenitud de su madurez, retorciéndose en
aquella camilla como un perro, a los ojos del inútil de Felipe, de D. Antonio,
ese médico amable, gordo y gandul.
Once años antes
Retumba el timbre en el palacete como un eco histriónico.
Demoran la respuesta y crece la ansiedad de quién está allí, impertérrito,
disminuyendo por momentos su autoestima, deseando marcharse, escurrirse por las
sombras sin ser visto. Está muy alterado pero respira hondo para remediarlo y
se repite una frase hecha que explicaría el motivo de esta visita intempestiva,
un domingo, a ésta hora nocturna.
Primero, recuerda, el
saludo, las disculpas sentidas por importunarle y a continuación al trapo, con
laconismo, sin estridencias.
Ha hablado dos o tres veces con él cuando el tejar emergía y
se movía a pie de los rejales, hace años, después solo de paso, respirando
entre el polvo de su coche su saludo afectuoso. En una de ellas, evocar sus
palabras escuetas: “Ésta fábrica necesita brazos como los tuyos, Salvador”,
acunando su hombro derecho donde aún puede notar la presión de su mano, elevaba
su orgullo hasta lo inimaginable. Son
personas, estaba convencido, que están destinadas a una misión muy distinta en
la vida y en su concepto la desarrollan con dignidad, así debía ser, cada uno
arraigado a su suerte, qué remedio, por eso rabiaba y solía enfrentarse a esos
que hablan, que chismorreaban a sus espaldas porque le parecían la evidencia
más ruin de la envidia y no lo toleraba,
le hervía la sangre. Es un acto reflejo que no controla y que le ha
metido en más de una gresca.
Salvador no era
infeliz, claro que podría estar mejor, evitarse estos malos tragos pero no era
infeliz. Decía, si le preguntaban, que no era capaz de asegurar si era feliz
pero que sí podía jurar por su madre, para él lo más sagrado, que no era
infeliz. Su vida estaba plagada de
colores, como la de todos, y su lado positivo se impregnaba de un
amarillo pálido (odiaba el tinto), ese que calmaba cualquier dislate apremiante
de la vida, que le dejaba roque y sumido en la paz más absoluta. Solía decir cuando la borrachera estaba a más
de medio camino y su lucidez claudicaba con estrépito: “Sólo me falta un trago
para irme”. Y se lo bebía y se iba, se iba sin moverse a ese lugar donde el
deber y las obligaciones carecían de sentido, a ese lapsus solitario y
silencioso.
Deshacen su cacao mental unos pasos al otro lado. Abre la
puerta un niño de cinco o seis años y al ver esos ojos eruptivos, esas orejas
prominentes, esa cara chupada y negra como el carbón huye gritando aterrado. Al instante se acerca
una mujer treintañera con modo contorsionista y vestimenta moderna.
-
Perdone – le dice aireando la puerta para
cerrarla – No podemos darle nada, lo siento
-
No, no, señora, no cierre, soy Salvador
-
¿Salvador, qué Salvador? – pregunta con voz de
pito
De la atonía de su voz desertan destellos hilarantes y como
en un flash fotográfico, al tiempo que intenta explicarse, Salvador reflexiona
que esto es la consecuencia, el grano en el culo, de lo que ha estado devanando
antes. Toda esta estupidez la destila el dinero, éstas vidas a su arropo, cuerpos vacíos con un hilo
conductor a su núcleo del que se alimentan. La señorita en cuestión es su hija
y la conoce. Sería una persona normal si la despertasen haciendo añicos esa
máscara de alegato a la hipocresía, si hablase como sabe y no como intenta
hacer. Salvador sabe que se engañan a sí mismos porque, se recuerda a menudo el
refrán: Sólo oro es lo que oro vale.
-
¿Y qué dice usted que quiere de mi padre, es que
no sé..?
-
Dígale que soy Salvador y que necesito hablar
con él
-
Bueno, espere un momento, por favor
Le cierra la puerta en sus narices y la oye alejarse. Hace
frío. No se ha puesto el chaquetón y el relente pulula por su anatomía
cosquilleando sus huesos. Pasa alguien conocido y le saluda, alguien del tejar
que se sorprende al verle. “Ya tienen comidilla esos cabrones”. Frunce el ceño pero le da igual porque no está
haciendo nada malo, nada que vaya a salpicar a nadie.
De nuevo oye los pasos y aparece tras la puerta la señora
descoyuntada.
-
Pase usted, Salvador
La sigue y cruza un patio circundado por arcos rebajados,
con una fuente central atiborrada de figuras
y muchas, muchísimas macetas.
-
A mi mujer le encantan
-
¿Cómo dice? – pregunta la señora volviéndose con
un requiebro
-
Las macetas. Le gustan mucho a mi mujer. La
vuelven loca. A mí no tanto
-
Ya, ya. Por aquí
Una puerta mastodóntica de madera labrada daba paso a un
hall que a Salvador le parece como el solar de su casa y desde allí, siguiendo
el tamborileo de los cubiertos en los platos vislumbra el salón y bastante
ajetreo de gentes a la mesa.
-
Tenemos invitados pero no se preocupe. Espere
aquí y llamo a mi padre
Una mezcla de inferioridad, de inseguridad le revuelve el
estómago. No ha escogido el momento adecuado. Pero no hay otro. Mañana firman
las escrituras y debe restregarle en la cara las treinta mil pesetas que le ha
exigido su querido hermano, de improviso, habiéndole dicho reiteradas veces que
podría esperarse para cobrarlas. Lo pensó de repente y aquí estaba, pidiendo
ayuda a quién sabía que no podía negársela.
Mientras, se recrea
en algún cuadro calculando que valdrá más caro que todo el mobiliario de su
casa, sin mencionar los muebles, las sillas, esos dibujos en las cristaleras...
-
Pasa, Salvador
La voz recia, conocida, asorda el murmullo y al entrar a
aquella habitación monstruosa (como una nave del tejar, calcula groso
modo), nota con estupor que es el
centro de las miradas de catorce o quince personas, la mayoría desconocidas
para él.
-
Pasa, hombre, no te cortes. Acércate
Se levanta el jerifalte de su sillón presidencial y de
reojo, Salvador, advierte que en su perfil se ha acomodado el exceso, y sonríe
por dentro al estar convencido que ese
cuerpazo no aguantaría ni dos minutos la solanera en su fábrica. Está como un
flan y no coordina los movimientos de
los pies y las manos, menos mal que el atavismo de su voz logra relajarle.
Se acerca a su altura
y desde allí, ambos, presidiendo de pie
la mesa y con la mano, de nuevo, en su hombro respira sonriendo a una
perspectiva siniestra de cabezas asimétricas.
-
Señoras, señores, les presento a Salvador, el
mejor trabajador de mi empresa. No pueden imaginar lo que es este hombre, es un
mulo para el trabajo, una fiera, alguien incombustible
-
No, yo...
-
No seas modesto, hombre. Solo digo la verdad
Se despierta algún murmullo, también alguna palmada.
-
¿Quieres cenar con nosotros, quieres un vaso de
buen vino?..., ¿y a qué debemos el honor de tu visita?
-
Quería...hablar con usted de algo...importante
-
Adelante, que si está en mi mano
-
Pues, yo...
-
Di lo que sea, amigo Salvador; aquí no hay nadie
extraño, son todos de la familia, hijos, consuegros, primos...
El prólogo estudiado no parece el adecuado, tampoco el rollo
familiar a tanto oído ávido de cotilleo y opta por la simplicidad.
-
Necesito treinta mil pesetas
-
Serán para algo serio. Lo supongo conociéndote.
Es mucho dinero
-
No sé si le ha dicho el encargado que mañana
tengo que perder un rato por la mañana. Es para firmar las escrituras de la
casa de mis padres, para quedarme con ella…, ese dinero es lo que falta para
completarlo todo..., al final ha habido un sobreprecio y no puedo volverme
atrás
-
¿Y lo necesitas para mañana?
El jefazo se sube los pantalones para volver a apretarle el
hombro y vocea con petulancia, pensando al tiempo que no hay ningún riesgo:
-
¡Señoras, señores, hoy soy feliz. La presencia
de todos me conmueve en este día especial para mí! - Y gira la cabeza a
Salvador para susurrarle: Hoy es mi cumpleaños, Salvador
-
Ah, feliz cumpleaños, señor
-
Gracias. Decía que vuestra presencia y en
especial la de este hombre me hacen sentirme feliz y generoso. Y creo que es de
ley lo que voy a hacer
Saca de la cartera un fajo de billetes de mil pesetas,
cuenta treinta con teatralidad, y se los pone a Salvador en la mano,
apretándola. Todas las personas se levantan, incluso una abuela ñoña, y a las
palmadas de alguien le siguen todos. Se calma el jolgorio y Salvador debe decir algo para evitar
malentendidos, aparte de desgañitar palabras de agradecimiento.
-
Se lo devolveré lo antes posible. Déme trabajo
en la terrera para cavar la tierra fuera de horas y con la demasía de las
toneladas...
-
Claro, claro, ¿porque la nómina es intocable?
-
La familia tiene que comer, pero yo le juro...
-
Ya está, ya está, no te preocupes, lo sé
Está hecho, hay demasiados testigos para arrepentirse.
-
¿Quieres vino?
-
No, gracias, señor, debo irme, es tarde. Tengan
buenas noches todos ustedes y a usted, señor, gracias, gracias otra vez
Sale de allí con rapidez acompañado por la hija que hace
movimientos circenses para seguirle. Sale a la calle y respira aire, su aire,
aire de pobreza y humillación. Está demasiado rígido para pensar, demasiado alterado
para enjuiciar nada. El dinero está en su mano pero a qué precio. Intenta
calmarse. Se ha sentido como un mono en un circo pero jamás se lo contará a
nadie. Tiene que olvidarlo, sellarlo como una tumba, abrir la puerta de su
mente solo a esa mano generosa, a su agradecimiento de por vida.
1.982
Salvador tiene frente a él al gestor de su empresa, a
Santiago, un pájaro de cuentas y a Pepe, su no menos avezado ayudante. Suelen
reír y gastar bromas camuflando su verdadero talante.
“No tiene ni media hostia”, le define Salvador y a primera
vista su baja estatura, su aspecto apocado, su voz aniñada e ininteligible, le
dan, seguro, la razón porque su virtud no está en la superficie.
Salvador está alerta y aunque ríe sus bromas no se fía ni un
pelo. No sabe de letras pero de números está sobrado y aunque la nómina la adornan unas bonitas
palabras lo importante se encuentra al final
donde si es lo que debe ser entonces firma, una firma por llamarla de
alguna manera pero es lo que sabe hacer y se siente orgulloso. Santiago le
ve animado en la rúbrica y le acerca una
hoja que saca de un cajón.
-
Firma ésta hoja también para la empresa, amigo
Salvador
Salvador apunta el bolígrafo a la hoja pero duda y lo
retira.
-
¿Esto para qué es?
-
Es una formalidad. Me han dicho que es un simple
control para ellos en la fábrica
No se fía. Ha hecho demasiadas y muchos se la tienen jurada.
-
Léemelo
-
Si esto no es nada, hombre
-
Dime lo que dice ahí para que sepa lo que firmo
-
Bien. Vale. Al día de hoy, 16 de Febrero de
1982, en la ciudad de tal, el trabajador tal, tal, tal, recibe como pago por
sus servicios seis mensualidades de la empresa tal, tal, quedando al día con
ella y para que conste firmo tal, tal
-
¿Quedando al día con ella, cómo que quedando al
día con ella?
-
Pero, hombre, si esto es como un regalo
-
Dame el papel para que lo lea mi hija
-
Esto no puede salir de aquí
Salvador se lo quita de las manos. Santiago quiere
levantarse del sillón pero le empuja y vuelve a sentarlo. Dobla la hoja y la
mete en un bolsillo. Pepe se levanta a forcejear con él pero Santiago le frena.
Sabe que Salvador tiene malas pulgas y no quiere problemas.
-
Quitádmelo si tenéis cojones. Cuando lo lea mi
hija si debo firmarlo lo firmaré. Pero si esto es lo que creo os rajo el
pescuezo a los dos
-
Tampoco es para ponerse así
-
¿No?
Sale de allí descompuesto. Son unos miserables pero no
harían algo por su cuenta. Querían echarlo a la calle de un puntapié, después
de casi treinta años. No puede ser, está delirando. Ha construido parte de ese
tejar con su sangre y ese pago le dan o eso cree porque debe confirmárselo su hija.
Ella le deletrea con paciencia hasta la
última sílaba.
-
Si firmas esto te echan a la calle como a un
perro - le corrobora horrorizada
Salvador se
sienta en una silla sin decir una palabra, mudo, gritándose por dentro que no
puede ser, que es mentira, que no puede ser cierto.
Un mes antes
Dilata el verano su hegemonía plegando las huestes otoñales.
Mañanas gélidas, paisajes blanqueados y sol que achicharra hasta la tarde en
pleno mes de noviembre.
A partir de las once las esquinas de más tránsito reúnen a
grupos de hombres, viejos en su mayoría, jubilados por edad o prematuros.
Es reacio Salvador
pero harto de deambular por la casa acompaña, a veces, alguna tertulia. Su caso
es distinto al de la mayoría y eso le ayuda a sobrellevarlo. No es un jubilado
ni un viejo sino una persona con un problema en vías de solucionarse. Tiene
derecho, piensa, pues nunca ha parado, ni siquiera un domingo ya que siempre
esperaba alguna tarea, suya o ajena y no le vienen mal, qué remedio, éstas
pequeñas vacaciones, pagadas para su consuelo.
La ciudad ha cambiado. Se da cuenta ahora que puede mirarla.
Lijando una pared con su espalda le sorprende el fluido trasiego de ésta
travesía empedrada, cinturón de la ciudad. Personas que ni imagina, agarradas a
un volante, saludan, alardean su suerte.
-
Será desgraciado. Con un Simca 1000
Ricachones pasan con sus imponentes cochazos.
-
Eso es un Mercedes. Será hijoputa
El que los pone a todos a parir es Fabián, cojo desde que se
le volcó un rejal a sus veinte y pocos años. Tiene en su cabeza las vidas y
avatares de todas las personas de ésta ciudad, por supuesto su estatus
social, incluso el nivel de su libido o
abstinencia. Es un espectáculo y todos sonríen dándole la razón con
complicidad.
Desciende la prolongada pendiente un sesentón en bicicleta
con escultural estabilidad y da tiempo a que Fabián construya su árbol
genealógico y relate algún episodio rocambolesco de infidelidades y cuernos.
Pasa una jovencita entre ellos aireando la felicidad de su carne y algunos no
conocían con exactitud la lista completa de sus novios, uno de ellos sobrino
suyo y que le ha asegurado que ha hecho todo, todo con ella. También tiene algo
para los allí presentes y emerge puntualmente en el mismo instante que doblan
la esquina al marcharse. Es un ambiente distendido, simpático, como una broma y
aunque nadie está a salvo de verse inmerso en algún malentendido su cojera es
un guardaespaldas incómodo y nadie se atreve a tocarle.
-
Mira, Salvador, ahí viene el cabrón de tu jefe
-
Tú sí que eres cabrón
-
¡Pero, hombre!, ¿vas a compararme con ese
explotador?
-
¡A ese no le llegas ni a la uña del dedo gordo dl
pie, hijoputa!
-
No sabía que fueras un pelota
-
Tu puta madre
Fabián sabe cuando tiene que callarse y tragarlas sin pelar
pero por si acaso algunos hacen de pared para calmar los ánimos. Salvador es como la gaseosa y se
arrebata dos minutos para comerse a alguien. Todos le conocen y nadie se altera
oyendo lo que escupe su boca, ni siquiera Fabián que da el asunto por zanjado.
-
De ese hombre no vuelvas a decir delante de mí
ni una palabra o te corto el pescuezo – sigue rabiando con las cuerdas vocales
tiesas
-
Bueno, bueno, vale, vale, fiera
-
Cuéntanos, Salvador como va lo tuyo – corta la
tángana de raíz José, otro al que el techo de su casa no se le cae encima
-
¿Eh?. Mañana voy al médico. Viene diciéndome que
todo va muy bien pero los dolores no se quitan. Me levanto todas las mañanas
partido de la cintura y gracias a las friegas de alcohol de romero puedo arrancar
-
Eso te jubila
-
Calla, hombre, no lo digas ni de broma
-
Así empecé yo y ya ves. Con cuarenta años sólo
sirvo para estar tirado en las esquinas
Salvador no le escucha. Son casi la una y tiene que irse.
Debe ir a la gestoría que lleva los papales de la empresa y que está cerca de
su casa. Entregar los partes médicos de baja de este mes, cobrar y firmar la
nómina. Algo que le escuece así en el alma y va para tres meses.
-
Cuando me dé la vuelta cuéntale a estos algo de
tu madre – se despide de Fabián y del resto con un saludo
-
Adiós, león, que te mejores
Claro que aquí no les libra ni Dios de un regalo.
-
Es un malafollá.
Suerte que tiene a esa mujer y esos hijos que no se merece. Lo que no entiendo
es que defienda a ese cabrón – comienza a aguijonear Fabián
-
Tuvo un problema y le ayudó – dice uno que tose
como un tísico y fuma como un carretero
-
Sería serio – insiste Fabián
-
Un problema de familia – sopla otro
-
¡Si yo fuera joven! – maúlla uno sin venir a
cuento
-
Ni has valido de joven y ahora menos – le receta
Fabián atendiéndole sin demora al tiempo que sigue con el tema de Salvador
abriendo la oreja como el pabellón de un gramófono - ¿Y cual problema?
-
Yo sí lo sé – vocea José - el otro día estaba
cabreado y me lo contó todo
-
No nos tengas en ascuas – suplica Fabián, pero
siempre con un ojo en otra parte – Mira, mira, mira, ¿no es ese Jacinto?. ¿Con
un Simca 1.200?, ¡pero si el otro día fueron a embargarle!
Que palabra más bella: talega...
ResponderEliminarSaludos y un abrazo.
Cuando yo empecé a trabajar llevaba el bocata en una talega, esas preciosidades que compraban y bordaban nuestras madres. ¿Y la capacha, la recuerdas, Antonio? ¿O el cesto con estructura de madera y cinta de plástico? Y ahora lo que prima son los cestos baratos de los chinos.
ResponderEliminarUn abrazo