- Hola Javi
Es Javi, no puedo
creerlo
-
¡Diana, hostia, cuanto tiempo!
Cinco años y no ha cambiado nada éste chulito que me tuvo
idiota un tiempo, y yo, que he salido al súper a toda prisa, hecha un adefesio.
-
¿Que tal, cómo te encuentras?, no has cambiado, chico
- le digo siguiendo la broma con
alegría; es cierta, de corazón
-
Soy el mismo de ayer, ¿ya no te acuerdas? - me suelta
así, sin pensar, rompiendo el hechizo, con un poco de sorna y me sienta como
una pedrada pero me rehago porque le conozco y para qué
-
El mismo, el mismo, tú siempre el mismo, tonto - le
recrimino
Se calla, siempre lo hace y me revienta, yo soy guerrera y
necesito que me respondan para crecerme y desahogarme, con él no, él se calla y
sonríe, quizá porque me conoce y es su manera de atacarme.
-
¿Quieres un café? -
me dice al fin como siempre.
“Un café, un café, estallo para mí, pues claro que quiero un
café”.
-
¿Un café? - le
digo - ¿Y el súper?
-
- Hay tiempo, Diana, son las nueve, tienes todo el día
Le sigo. Me gusta ir
detrás de él sorteando a la gente y así fijarme a conciencia en todos sus
defectos y alguna virtud que aún percibo. El tiempo marca y yo tampoco he
podido frenarlo aunque me cuido lo que puedo; tengo tiempo y ganas pero a veces
me aburro porque es imposible camuflar
la vejez moviendo las arrugas de un lado para otro. A él, a lo mejor, le pasa
lo mismo y es por eso que va tan desaliñado. Entra en Los Arcos sin girarse
dando por hecho que le sigo y busca la mesa de la ventana. Una señora
gorda y frente a ella una señora
enclenque pero bien erguida nos obligan a sentarnos tierra adentro donde no nos
gusta pero qué remedio.
El bar de Isidro está
sujeto al tiempo con unas pinzas, sonrío al pensar que como nosotros, con el
entrañable encanto de lo antiguo, en otro tiempo, recuerdo de niña,
espectacular, innovador, a años luz de aquellas tabernas. Tomó fama y sigue
agarrado a ella aunque eso ya a nadie le importa. A mí me gusta así pero
reconozco que está demasiado antiguo y abandonado, que hay que tener un cuidado
enorme de no tropezar en los trancos de las baldosas, de no cortarse con el
zócalo de azulejos. Están hechos trizas, mal rematadas sus faltas con cemento o
silicona, sin hablar del estado de la vajilla y los cubiertos y lo obligado,
quién lo sabe, de revisar lo que se come por si se ha colado alguna visitilla.
No nos hemos
acomodado y Isidro coloca los cafés sobre la mesa. Uno sólo y el otro, para mí,
con unas gotas de leche. Nos saluda con la mirada y se marcha. No es muy hablador,
tampoco Javi que hoy parece estar en Babia.
-
¿Cómo están los chicos? - le digo para romper este
silencio tonto
-
Gordos, gordos - responde sin mirarme
Creo que está fijo en
la gorda, sé que siempre le han gustado así, quizá no tan gordas.
-
Ayer parió
María, ¿te lo dije?, tuvo tres, no sé qué hacer con ellos.
-
¡Matarlos no! - le suplico - yo hablaré con Laura o con
Luisa, ya les buscaré acomodo, tú déjame a mí, pero matarlos ni se te ocurra
-
Vale, vale, mujer, ya sabes que de eso no soy capaz
Ahora me mira y sonríe, yo, en cambio, le miro con gesto
agrio aunque sonrío por dentro.
-
Eres la hostia,
Diana, no sé qué coño hago aquí contigo
-
¡Qué harías tú sin mí! - le digo sabiendo bien lo que
digo
-
Vivir, que no me dejas
No le cambio el gesto porque no se merece otro, “vivir, que
no me dejas”, como si lo tuviese atado, claro, él quisiera estar floreando con
las que yo me sé, hoy en una, mañana en otra y yo para los ratos muertos, y
para eso no he quedado, ahora que se aguante que ya tuvo aquellos cinco años
para hacer lo que le dio la gana.
Le miro a los ojos y
está ausente, con toda seguridad desnudando a la gorda, no hay quién me lo
quite de la cabeza y lo que es peor - lo confirmo al girarme - que la gorda
parece acompañarle mientras la enclenque está ocupada devorando un buen plato
de churros mojados en una gran taza de chocolate, espero que con la compañía de
alguna cucaracha bien criadita.
-
Se te enfría el
café, Javi - le hago este inciso por si cae la breva y lo traigo de vuelta, y
me mira que ya es algo
-
Está hirviendo,
Diana
-
Y eso de ayer - digo tensando el hilo - lo del
estómago, ¿estás bien?
-
¿Lo de qué? -
responde preguntándome con cara de tonto
-
Ayer dijiste que te dolía el estómago - le digo
poniendo un tono seco como molesto
-
No, mujer – sonríe - sólo eran unos pinchazos
No tengo más remedio que reírme y le digo:
-
¡Ah!, pero eso te pasa porque tienes el cuerpo loco, yo
voy todas las mañanas recién levantada y no tengo problemas hasta el día
siguiente, ni me preocupo, ¿sabes?, deberías tomar canela que es fenomenal para
la diarrea
-
Pero, Diana, si
no tengo diarrea
Bueno, bueno, misión cumplida, me digo porque oigo a la
gorda llamar a Isidro pidiéndole la
cuenta. De nuevo Javi se me disloca viéndola levantarse. Reconozco que la buena
señora, a pesar de su obesidad, no está mal del todo y bien que lo aprieta. La
enclenque se bambolea tiesa como un junco con gestos precisos y ataviada con
multitud de adornos como una gárgola . Ésta, así, con esa lisura, no le
interesa a nadie, ni siquiera a Isidro que siempre ha sido un salidillo. A mí,
en mis buenos tiempos, intentó tirarme los tejos pero ya no, mis setenta largos
no perdonan, pero ni a él y no digamos a Javi, y ahí sigue, con el cuello
descoyuntado, animoso, como enfebrecido. No entenderé nunca a los hombres. Alientan
un mundo paralelo, pleno de potencia y fantasía, y que a la hora de la verdad
no aparece nunca, al menos yo no lo he visto, ni en Javi, que aquel rollito que
tuvimos sobre los treinta no fue para tirar cohetes. Después, no sé, tampoco le
he dejado ni él, que yo recuerde, me lo ha pedido.
Isidro ha limpiado la
mesa de la ventana y sin pensarlo nos cambiamos. ¿Qué importa si en el bar no
hay nadie?. Es nuestro sitio y lo noto al sentarme, yo a la derecha y él
siempre a la izquierda. Vuelvo a mirar el bullicio en la calle a mi derecha a
través del cristal rallado y regreso a la oscuridad del interior a mirar a Javi
a los ojos. Ésta silla guarda retazos de buena parte de mi vida, ¡he vivido
tanto sentada en ella!. Isidro gruñe limpiando la otra mesa y vuelve a sentarse
en un extremo de la barra. Doy el primer sorbo al café y le noto raro, parece
que la leche tiene más de cuatro días, suerte que es poca. El próximo lo pediré
sólo, siempre me digo. Javi me mira con
fijeza.
-
¿Qué? - le pregunto por si quiere algo
-
No, nada - responde mirando ahora al infinito
-
A mi amiga
Maruchi le ha dicho el médico que tiene cáncer, me llamó anoche - le digo por
decir algo - figúrate, a los ochenta años
-
¿Qué vas a comprar? - me responde sonriendo
-
No sé, algo de
fruta y comida para Misi
-
¿Cómo está? - me pregunta con la pasión de siempre
Casi se me saltan las
lágrimas de acordarme de ella y le respondo:
-
Hace compañía,
que no es poco.
Vuelvo afuera. Hace un día precioso y la gente camina muy
deprisa. El mundo va demasiado deprisa. A nosotros hace tiempo que se nos acabó
la prisa, y a Isidro, y a esta cafetería que ha logrado lo imposible que es
detener el tiempo. La vorágine de los días aquí no tienen sentido y por eso nos
gusta, por eso pasamos dos horas largas con el café de la mañana y de la tarde,
los tres, salvo algún despistado como la gorda o esa señora enclenque y tan
tiesa.
Tenemos que irnos, son más de las once y espera el súper y
la comida a Misi. Nos despedimos de Isidro con un gesto y noto la cálida mano
de Javi en mi hombro. Abro la puerta y aumenta el sonido del zapateo de la
gente y el runrún de los coches, la luz de esta hermosa mañana.
-
¿Y tú, adonde vas? - le pregunto
-
A la ferretería,
necesito unos clavos y alambre para arreglar una jaula para un canario
-
¿Tienes un canario? - le grito con enfado - ¡pero,
hombre, cómo no me lo has dicho!.
-
No lo tengo
todavía, Diana, lo trae mi primo de Córdoba que viene a visitarme este fin de
semana, por cierto, será el domingo y quiero que comas con nosotros
-
Ya, como siempre, la cocinera
Él sonríe y se aleja, yo sigo mirándole hasta que dobla la
esquina y no puedo evitar emocionarme.
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