juanitorisuelorente -

martes, 27 de diciembre de 2011

CUENTO DE QUIÉN QUISO VIVIR DEL CUENTO


Bartolomé quería ser importante.
 Lo tenía claro. Jefe de algo, presidente de cualquier cosa.
Y dio un paso al frente como un soldado en una formación para quedarse solo, en tierra de nadie, sacando pecho ante  las miradas de asombro,  las lenguas viperinas.
Su mujer, Laura Antonia, estaba encantada y ensayaba poses ahuecando vocales con estilo. Y enseñaba a sus dos niñas a comportarse. Saldrían en la radio, en la tele, en los periódicos y debían estar acorde a la responsabilidad del cargo.
Sólo faltaba el cargo. El qué, el cómo y el donde.
 A Bartolomé el qué le traía sin cuidado, el cómo era el verdadero problema aunque lo creía controlado y el donde estaba claro pues descartadas sus aptitudes en su oficio, chapucero a domicilio, aprendiz de todo y maestro de nada, y en sus estudios, primaria por los pelos, sólo podría encontrarlo en la política, en la política
municipal de su pueblo, Garifante de la Vega.
El consistorio era un hervidero de hermanos, tíos, primos y amigotes  con ideas tajantemente moldeables en función de la necesidad  apremiante.
 Bartolomé no tenía ningún vínculo al que agarrarse pero sí los conocía a casi todos y bien porque era el manitas que los sacaba a menudo de apuros y a veces de alguna situación escabrosa.
A Ambrosio, el concejal de Deportes, lo tenía bien cogido por los güevos  y sabía a conciencia que cuando le expusiera su idea de formar una nueva concejalía que podría llamarse. “Concejalía amigos de la patata” (que no estaba pillada), la acogería con entusiasmo. Ésta era una tierra prolífica en ese tubérculo y bien, ¿por qué no? Y el sería el sufrido concejal o presidente, o como hubieran de nombrarle, claro. Eso para empezar porque tenía otras ideas extensivas a Laura Antonia, su mujer. Para ella bien se podía crear la “Concejalía de mujeres…, yo que sé –piensa -…mujeres…amigas de sus amigas, por ejemplo, más que nada por tenerla distraidilla y que no interfiera en su tarea.
-          ¡Pero, Bartolo!, ¿y para las niñas? – le recrimina su mujer
Sus niñas, Laura Josefa y Antonia Luisa, están para comérselas a sus cuatro y cinco años.
-          ¡Mujer! – le responde muy serio, experimentando su nuevo papel, poniéndose firme y bajando la mano como una guillotina – primero  lo mío, y después ya veremos

Ambrosio, el concejal de Deportes, se rió en su cara pero reculó al no tener más remedio que recordarle  el rollo que tiene con Felisa, la mujer de Antonio, el perpetuo Alcalde de la Villa serrana y próspera de Garifante de la Vega y también algunos detalles de aquella dichosa nochecita  lluviosa donde le llamaron porque a la parejita no les arrancaba el coche en el barranco “La Cobaila”.
-          ¡Bartolo!, ¿no serías capaz?
-          No, hombre, ¡por Dios!,  claro que no
-          ¿Y por qué de la patata? – se interesó Ambrosio resignado
-          No sé, es lo primero que se me ha ocurrido
-          ¿Pero tú eres de nuestro partido, Bartolo?
-          Yo soy del partido que haga falta
Todo arreglado. Laura Antonia, su mujer, saltó de júbilo y subió como una bala al armario a probarse vestidos con desencanto. Debía cambiar el vestuario y no sólo eso sino el mobiliario, más que eso, incluso la casa porque un cuarto piso en un bloque de cincuenta vecinos no era lo adecuado para el nuevo estatus. Y los amigos -esa era otra-  no les servían porque ahora debían relacionarse con personas que tuviesen cultura y dinero, y esas cosas. Evidentemente pensó en el coche, un Megane con tres años al alcance de cualquiera del montón:
-          Que no, que no, Bartolo -  le grita - qué menos que un BMW
-          ¡Pero mujer!
-          Ni na, ni na – se da cuenta y rectifica:  ni nada, ni nada… de nada

Antonio, el perpetuo alcalde de Garifante de la Vega, no daba crédito a la petición de Ambrosio para Bartolo, ese burdo chapucero que a veces iba por casa, y mandó llamarle.
 Bartolomé, con todo el respeto merecido pero con aplomo, se plantó frente a él y sin dejarle hablar le dijo que era muy amigo de Felipe, el único constructor por excelencia de esta Villa Serrana, y que le dijo después de jurarle silencio que tuvo que darle al Alcalde una comisión de sesenta mil euros para que le firmara un permiso de obras para construir un Hotel en el parque protegido “La Jarana” (ésa conversación la oyó en la taberna cuando Felipe, borracho,  alardeaba con un amigo), y también le recordó algo de ese hijo que por ahí rueda sin apellido.
-          Pero tú eres un hijo de puta, Bartolo
-          Aprendo rápido, Antoñico
-          Y bien, ¿qué cojones es lo que quieres?
-          Joder, pues lo que todos vosotros, un sueldecico,  estar por ahí, reuniones,  salir en la tele…, esas cosas…, tú ya me entiendes
-          Podría denunciarte por chantaje – intenta amenazarle sin voluntad
-          ¡Pero, Antoñico, si media España vive de la política!
-          Y de la patata… - condesciende sin remedio
-          Sí, ¿qué te parece?
-          Bien, bien, adecuado, adecuado

Y así, Bartolomé, cambió el mono por un traje con corbata, y Laura Antonia, su mujer,  los mandiles por vestidos de marca, y las niñas, Laura Josefa y Antonia Luisa, las amigas por la Playstation.
 Y tuvieron paz, y dinero, y cultura, y fueron felices en su urna de cristal ahumado.


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