Busco algún indicio, una luz en
la niebla, el final en la espiral de una pesadilla, una mente, un cuerpo, una
trama. Busco un tenue hilo hacía otras mentes, un freno obligado a su prisa, su
duda hasta que fijen la mirada, su gesto absurdo ante mi idea, una porción de
su tiempo. ¿Qué soy?, ¿quién soy?, ¿quién deseo ser sin perder un ápice de
terreno ganado? ¿Y a quién le importo? Así, tal cual, a nadie, estoy seguro.
Pero basta que deslice mi mano hasta confundirme en el bullicio y decidirme,
discernir la inclinación o dar un giro drástico y ser original para ser otro y
yo mismo. Es un riesgo, porque no hay una idea, un resquicio que no esté
desollado, estrujado hasta arder la hoja en las manos. Debo pensar. Tal vez vea
donde otros se han cegado. Mi mente infrarroja ausculta un desierto, grano a
grano, cernido
de otros. ¿Habrá palabras no dichas, hechos no recreados, deseos
no correspondidos, algo distinto para las mentes dispuestas? La biblioteca es
inmensa. Parece que no. Queda la opción de las modas. Alguien remueve la bolsa
y nos ofrece la tendencia. Es así y veré qué nos seduce ahora. Qué mueve la
templanza o el desconcierto. Pero no me agrada la idea.
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Me llamo Jaime y soy
policía, ¿indica eso que soy servil y mi voz se diluye? Induce a pensarlo. Soy
un uniforme, un número en una placa. Aquí, en la ciudad, un conocido al que
muchos saludan con remilgos. Soy policía y no puedo sino descargar mi rabia
sobre esta hoja en la que escribo. Lo he tenido en mis manos, frente a frente.
Era mío. He estado a un solo paso de la gloria. De qué hablo, se preguntarán.
Será el desenlace y no voy a desvelarlo. Sí es cierto que estoy aquí sentado y
mi pistola humea. He matado a mi mujer. Está
tirada en el dormitorio con un disparo en la barriga y otro en la
cabeza. A su lado hay un hombre desnudo boca abajo. Para él ha sido un tiro
limpio en la espalda y le ha atravesado el corazón. Creo conocerle pero no he
tenido la curiosidad de mirarle la cara.
Qué importa. No pensaron que mi mano se mueve durante buena parte del día al
lado del gatillo, dos polos opuestos que se atraen a la mínima afrenta. No lo
siento, en serio, no siento nada. Mi mano escribe firme y no tiembla, síntoma
de que lo he superado. Es mi trabajo. No debería removerme la conciencia. No
debería tener conciencia. Disparo al malo y ya está. Siento al que le toque
pero nada más allá. No es mi problema. En el mundo hay a diario crímenes
horrendos y a nadie le importan, ¿por qué esto a mí? Hoy he tenido un día
movido y para ellos no ha sido la primera bala. Para ellos (cuento) ha sido la
cuarta y la quinta. A las tres de la madrugada no la esperaba un galgo desde el
coche patrulla. Me lo ha pedido, juro que me lo ha pedido. La soledad y el
abandono desorbitaban sus ojos. No es un delito liberar almas. En este mundo
basura es un pájaro a tiro el que
abandona la estela. Es cuestión de tiempo para ellos estar muerto. Sus días son
un lastre, ¿qué importa si les libero de esa carga? No lo digo por ese chucho,
evidentemente sino por Flora, una puta con cuerpo de chica Playboy y cara de váter, siempre abierta por
seis euros, mamadas incluidas. No disfruté esta madrugada viendo a mi compañero
revolcarse con ella, encularla hasta colorearle los cachetes, ahogarla con su
semen como si fuese algún elixir mágico. No sé qué vano arrebato me ha hecho
ponerle el cañón de mi arma no reglamentaria en la sien y apretar el gatillo
cuando hurgaba resignada en mi bragueta o sí pero ¿por qué tengo que ser juez
de mi idea y no preguntar si la comparten? No le di tiempo a pensar. Murió como
una perra, sola en el silencio de la noche. No me siento un monstruo, ni un
ejecutor, sólo pateo lo que no sirve aunque hoy tal vez me haya excedido, hoy
que he estado a punto de lograrlo, de acariciar mi trozo de cielo. Venía a
compartirlo con mi mujer y estaba lejos de mí, compartiendo con otro la ilusión
de mi pensamiento, mis dulces lugares, el aliento que aspiraban a menudo mis
labios. Ya no compartes nada, guapa. Ya no necesito tu compañía. Pensaste que
me escurriría gozoso en el semen de otro, que compartiría espasmos. Craso
error. Por eso estás muerta, cariño.
¿Y ahora qué? No importa. Sólo me duele no poder revelarte
mi secreto. Quedará sólo para mí. No lo compartiré con nadie. Nadie, ¿está
claro? Divino refugio mi ser múltiple y volátil. Se preguntarán el destino de
mi tercera bala. No sé si debería contarlo. No ayudaría a mi imagen de hombre
justo y equilibrado aunque sé que cualquiera puede tener momentos de debilidad. Raras veces los siento
y me dilato en ellos. Tengo que retroceder en el tiempo. Odio hacerlo pero sé
que de otro modo no lo entenderían. Y tiene su sentido, algo grabado a fuego en
mi memoria, en mi niñez, sobre mi espalda blanquecina y núbil, apaleada a
gritos de “cagón” por el cabrón de mi padre. Jamás encontraron su cuerpo aunque
eso ahora no importa sino el efecto de esa palabra maldita (¡cagón, cagón!,
¡Dios!) en la aceleración de mi sangre, en la rigidez de mis músculos, esa
palabra que paraliza mi coherencia hasta
desembocar en un embudo hacia los labios delatores.
A esa niña no la conocía de nada, lo juro.
Volvía a casa
abducido por la palabra mágica que encajaba en el enigma y forzaba la puerta
que llenaría de luz mi oscuridad más absoluta. Años de búsqueda infructuosa, de
una simple palabra que casi cerraba el círculo y tanteaba el mecanismo
chirriante pero impertérrito para mostrarme su primicia que no es otra que la
gloria efímera. Fue una puta, gitana
creo, a la que pisé sin querer en comisaría y voceó la infamia al tiempo que el
rayo de luz en mi noche oscura. “¡Capraia, Capraia!”. No sé que quiso decir.
Creo que tenía un pearcing en la lengua. No sé, o sí pero me sonó a campanitas
celestiales, flautas y violines hasta sentirme merecedor del aplauso unánime de una sala abarrotada.
Corroboré en un diccionario el significado. ¡Dios, era increíble! Besé a esa
puta y me escupió en la cara. No importa, hoy era flexible, inmenso en mi
generosidad y sólo la golpeé en la nariz. Creo que se la he roto. Y eso que
retraje el puño. No fue mi intención pero debía justificarme. Mis compañeros
sonrieron al ver a aquel engendro con los morros reventados y mi jefe sólo me
dio una leve reprimenda. Pido que me perdone porque sin proponérselo fue el
adalid de mi ejército en plena deserción abúlica. Compruebo ahora, de nuevo, la
hoja recortada de periódico descolorida y arrugada, casi rota en sus pliegues.
Veo remarcada “Capraia” de tinta azul
incólume entre las demás letras ajadas en las casillas y busco el periódico con
las soluciones bajo la ropa en el armario y la p culpable de mis desdichas, de
mis noches de insomnio en el eje cardinal de “Apulia”, no “abulia” como golpeaba una y otra vez la lógica en mi memoria. Sólo queda un hueco libre pero
esa será otra victoria con la traca final y esta no desmerecía nada en
absoluto. Indescriptible regalo para mi integridad herida, para mi cuestionada
intelectualidad. Ya sé que es una nimiedad pero soy obcecado hasta la médula. Dos años, dos largos años
buscándola, ¿entiendes ahora, cariño, la
felicidad que deseaba compartir?
Y más tarde esa estúpida niña jugando bajo el puente, de
regreso a casa, con ese estúpido globo que explotó a mi paso y provocó que me
encogiese como por un resorte. Su risa
mellada, su palabra verdugo: “cagón”, esa palabra que quemaba mis oídos. No era
ella, era mi padre el que salía de su tumba
a pronunciarla, machacona en su acento hasta desesperarme, hasta
cegarme. Él fue quién motivó mi instante de locura donde no soy yo. Por eso no
me siento culpable. Fue la rabia hacia mi padre la que apretó el gatillo, un
solo disparo, certero, seco, como la
explosión del globo. Un camión oportuno sobre el puente difuminó la descarga y
la soledad en mi perspectiva fue también mi afortunada aliada. Sé que esto
restará credibilidad a mi defensa. Ya está hecho, ¿qué puedo hacer sino
lamentarme? Los traumas sólo buscan victimas inocentes y este en mí entró a
palos, ¿quién es culpable entonces? Soy una victima como ella. ¡Pobre niña! No
así mi mujer que cabalgó en mi orgullo. Diez años casados y un hijo maravilloso
para clavar sus espuelas en mis tripas. Me hierve la sangre, suerte que estoy
solo. Noto una extraña bruma que se eleva y tiñe de negro mi sangre. Saldría a
la calle y descargaría bala a bala hasta el último hijo de puta que me lo
pareciese. Tal es mi dolor, el muro que ahora se erige en mí vida. Pero no soy
un degenerado, ni un psicópata alelado que se dejaría acribillar a balazos por
cualquier aspirante a medalla. Debo pensar. Esto es tan simple como el
crucigrama. Sólo pensar la pregunta y encajar la respuesta entre las piezas.
¡“Capraia”, jodida gitana! ¡Mil euros! Hubieran sido para un regalo a mi hijo
pero ya no sueño su premio caduco, es mi soberbia la que clama la solución.
Toman el mando “Cáliga y Voluta”, cruzadas como una espada. No hay prisa para
ellas. El tiempo ya no me importa. Ahora apremia en otra dirección. Pero lo
tengo fácil. Mi arma no está fichada y tengo enfilado a un rumano drogadicto
que nos trae a menudo de cabeza. Comete
robos y algunos con arma blanca. Una navaja pequeña y mellada que sólo
intimida a las mujeres. Es un pobre hombre al que siempre hemos soltado sin
cargos. Una avispa sin aguijón. Un desgraciado sobre el que a veces descargo mi
rabia. Ahora sé que está loco, que se ha vuelto loco, juro por Dios que se ha
vuelto loco. Encontró una pistola y su vida cruel clamó venganza, calmando
primero su ira en un perro, después volándole la cabeza a una puta; tal vez
maldiciendo su juventud perdida mató a una niña.
Luego fijó la vista
en mí, en mi risa cuando le apaleo, en mi casa. Rompió el cristal de una
ventana y entró dispuesto a matarme. Yo estoy haciendo el amor a mi mujer. No
soy yo pero está mi foto sobre la mesita. Los mata por mí. Yo llego en ese momento.
Oigo ruido. Subo la escalera. Estoy a su espalda. Desenfundo mi pistola
reglamentaria. No le permito girarse.
/////////////////
Y todo esto dilatado en ciento cincuenta o doscientas
páginas. ¿No les suena ha visto u oído? Es cruel pero está trillado. Ni
siquiera una leve trama sobre mi hijo que tal vez sospeche algo, la
incertidumbre de un objeto, que pensaré, y que cayó cerca de Flora al sacar la
pistola, ¿y una amante?, la mujer de mi jefe, sería perfecta la posibilidad de
revelarle algún dato clave, sin proponérselo, a su marido. Creo que no
solucionaría gran cosa. La gente está cegada con Leonardo y los enigmas del tres
al cuarto, con Potter, el regreso de El Quijote o los anillos, ¿qué importa la
psicología de un criminal, de un psicópata, mil veces ideada o recreada? Me
devano los sesos y pierdo mi tiempo. Recuerdo un sueño a mis catorce años.
Ahondaré en él aunque haya olvidado sus orillas. Puede que deformado alcance
forma. No hay sueño coherente pero éste me dejó pensativo un tiempo. No. Creo
que olvidaré quién soy y me sumergiré en lo piélagos del pensamiento de alguien
desconocido. No pierdo nada con intentar deslizarme por la corriente sin mover
un solo remo. Dejo correr la sangre y olvido. Presiento que creen que no me
será difícil. La confianza da asco. Mis palabras han sido una muestra de
amistad no correspondida pero así deberá ser para quién desnuda su pecho a una
multitud que no puede ver. Da igual. Me centro en mi idea. E insisto.
No es ahora un paisaje inexistente, oscuro el que me atrae
sino que imagino espacio, viento que sopla sin obstáculos salvo algún vaivén
agradable, un lugar emblemático por los siglos pasados y venideros. Imagino
grupos que se concentran en él para admirar y escuchar su historia
descafeinada.
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El calor es como una
losa que oprime. No vuela un solo pájaro. Quizá nos miren agazapados alacranes
y serpientes.
Se eleva ante mí la Gran Pirámide.
El destello de sus
perfectos planos de mármol pulido hoy son irregulares peldaños que no deslucen
su majestuosidad. No me impresiona, ya he estado aquí otras veces. Baste decir
que no soy un insigne sino un animoso y fantasioso egiptólogo. ¡Dios, si viese
mi padre desde su tumba en qué dilapido su dinero! Pero tengo ante mí la mayor
pregunta de la humanidad y la historia más absurda jamás contada. ¡Si supiesen
lo que sé! Tuve claro desde niño que todos nadaban en la superficie y que
ninguna teoría se alejaba lo suficiente. En una excursión de la universidad a
mis diecisiete años, al ponerme por primera vez frente a ella, reconocí mi
destino, el sentido de mi vida.
Hadmed me pone sobre aviso.
-
Es el momento, Sahib
-
No me llames así
-
Me gusta, Sahib –
ríe mostrando sus dientes desajustados y amarillentos
La multitud se agolpa en la entrada para iniciar el ascenso.
Varios guías intentan controlar a su grupo y entre los turistas hay una mujer
de perfectas proporciones. Se llama María y esta mañana me deslicé por su piel
suave y sudorosa. No tenemos una relación formal. Por ahora sólo exploramos
nuestros secretos y saciamos nuestro ímpetu. Por su gesto al mirarme sé que no
hay ningún problema. Todo va bien. Ha pasado una semana desde mi última entrada
y vuelvo a temblar como la primera vez. Estoy cerca del final del laberinto.
Sólo me quedan por explorar dos galerías. Creo que ésta semana será suficiente.
¿Qué habrá allá abajo? No puedo imaginar que nada. ¿Qué mente caprichosa
crearía ese intrincado laberinto, cientos de metros, de ángulos en cada galería
donde palpo piedra a piedra, buscando algún signo como el que hace casi un año
me abrió la entrada a ésta maravilla? Un laberinto por el que circula el aire y
aunque parezca increíble la luz en algún instante. Entramos. Me rezago del
grupo admirando la pulcritud de los ajustes en la cámara de la Reina y el guardia trasero,
mi buen amigo Hassán, se adelanta.
Introduzco el ojo de mi anillo de oro en el ojo grabado, casi imperceptible,
del sillar que apega al inicio del pasillo más bajo. Apoyamos
Hadmed y yo, la espalda sobre él y en una rotación sobre su eje, rápida
y perfecta, nos vuelve a pasar al interior mostrando al pasillo su otra cara
gemela. El mecanismo es silencioso, rápido; son instantes y nadie percibe nada.
Tenemos otra semana para salir, un poco antes de la entrada del grupo de
turistas e integrarnos con ellos. “¡Hasta el próximo sábado, amigos, María,
cariño, te quiero, un beso! - grito a nadie”.
Hadmed ríe y tiembla. Encendemos
las linternas y sé que trescientos escalones sin un solo rellano continúan
donde muere la luz. Calculo que descienden a cuarenta metros y que los pasillos
del laberinto (de tres metros de alto y
uno de ancho, exactos en cada medición) ocupan toda la base de la pirámide. Es
asombroso. No recuerdo ahora cuantas veces he bajado, sí que bajo confiado.
Esto debe tener algún significado diabólico y no sólo el de proteger una tumba.
Es tan simple, tan natural, tan lineal en sus giros y tan enrevesado que parece
construido por mentes sobrenaturales.
Ésta semana al
revisar los planos de los pasillos
pateados reduciéndolos a escala, sentí
un escalofrío al comprobar que forman la silueta de un rostro, que dos galerías
mueren a pocos metros entre sí en una
perpendicularidad perfecta formando los ojos, que partimos de lo que parece la
boca y si es así poco o casi nada queda, quizá la barbilla, también la nariz,
muy pocos metros para los ya recorridos. Hadmed parece un conejo asustado pero
me sigue fiel. Está solo en este mundo y le quiero como a un hijo. El lo sabe.
No necesito decírselo. Las linternas, al fin,
alcanzan el final de la escalera y comienzan a dilatar su presencia en
la gran sala circular y sus diez pasillos. Ocho hacia nada. Escrutados palmo a
palmo, donde no asoma un solo signo, una sola grieta. Llegamos. La sala está
plagada de signos que ya he copiado y esperan en mi oficina tiempo para
dedicarme a ellos. Los resucito de nuevo para mis ojos porque no dejan de
impresionarme.
Dejamos las mochilas en un rincón y cogemos lo
indispensable: agua, bocadillos, una piqueta, pilas para las linternas, una
pequeña cámara de fotos digital, una cinta métrica, mi libro de notas. Nos
ponemos en marcha.
-
Decide tú, Hadmed – le digo
Seguí la luz de su linterna auscultando planos
interminables. El aire es limpio y fresco. Inaudito. Ni un solo hueco, ni un
resquicio en ningún bloque salvo alguno en el techo que el sol taladra en algún
instante del día. Nada. Primero acostumbrábamos a recorrer sus cientos de
metros algo a la ligera y cuando la
desolación tropezaba frente a un muro regresábamos midiendo y acariciando las
piedras como si fueran la piel de una
mujer, acelerándose nuestra sangre ante cualquier resalte o hendidura. Cuento
los pasos. Diez y giramos a la derecha, cinco y a la izquierda, veinte y un giro drástico, creo que debe
ser la nariz. Nada nuevo. Exasperante.
Tengo fe y eso mueve mis piernas. Estoy cerca del Olimpo para mi nombre. Deberán
encender una hoguera y arrojar todos los libros sobre ésta pirámide y sus mentiras.
Yo escribiré su historia, su sentido, impensable para un limitado y reciente
hombre llamado Keops. Él fue un okupa y un aprovechado. Yo, en cierto sentido,
tomaré el relevo. Hadmed se adelanta. Creo que ha visto algo. Falsa alarma. No,
no, algo ocurre.
-
¡Ven, corre, Sahib!
Su luz se expande por una nueva sala circular, algo más
pequeña y cerrada. Calculo que de ocho metros de diámetro. Mi corazón acelerado
sabía que aquí podía estar la respuesta. Las paredes de bloques forman la curva
cada metro, bloques de al menos cuatro metros de altura. En el techo sólo una
línea de unión entre dos bloques colosales. Ni un resquicio, ni una grieta y el
aire fresco acaricia mi cara. Cruzamos nuestras linternas y observo en la cara
de Hadmed sus ojos desorbitados y en su risa sus dientes nauseabundos. Me río
con él. Parece el final de ésta pesadilla. Pasamos al interior y el suelo falla
a mis pies aunque puedo agarrarme. Es un hueco en el suelo. En el ansia por
descubrir algún signo en las paredes no iluminamos el suelo. El hueco es
cuadrado, de no más de ochenta centímetros. Suerte que pisé el borde. Ilumino
su interior y no veo nada.
-
¡Hadmed!, ¿Hadmed?
¡En la sala no hay nadie! Me desespero gritando su nombre,
aguzando el oído y no oigo respuesta, ni un quejido. Debo tranquilizarme pero
mi corazón trota desbocado. Debo coger las riendas. No puedo ceder al primer
infortunio. Ilumino el suelo y veo dos huecos abiertos de idénticas
dimensiones. Por el que cayó Hadmed y del que logré salvarme caen en vertical
más allá de la luz. Mi voz angustiada se pierde en ellos. ¡Pobre Hadmed! Son
agujeros hacia lo desconocido, demasiado profundos para intentar explorarlos
con éxito. El tercer agujero, ¡Dios, no tiene más de dos metros! En su fondo
veo grabadas algunas figuras dentro de un círculo. No puedo creerlo. Me tumbo
en el suelo y acerco la linterna. Son pequeñas y no las aprecio bien. Adivino
un pájaro, un río, una escalera, no sé, no veo nada claro. La base del agujero
parece firme y de dos metros podré salir con cierta facilidad. Suelto la
mochila, sujeto con los dientes la linterna y me escurro por la pared. Tanteo.
Esta firme, no hay duda. El círculo no tiene más de treinta centímetros de
diámetro y parece serrado del resto. Tiene cuatro símbolos que no son ninguno
los que había supuesto. Están esculpidos: el sol, una pirámide , la silueta de
otra pirámide o una A mayúscula, no estoy seguro y ondas como si fueran olas, sí creo que es
el mar, ¡qué simple o qué extraño significado! Nada que una mente simple no
pueda entender o admirar por separado, sólo en su superficie, tal vez como la
pirámide, nada de sus recónditas entrañas, nada. Todo está aquí enterrado,
sumergido, esperando. La respuesta a demasiadas preguntas de la Humanidad. El
círculo es como una llave o una trampa e induce a pisarlo. Pongo las manos
sobre el borde y mis dos pies sobre él.
Dudo. Pero al tercer amago suelto las manos. La piedra desciende unos
centímetros. Mi corazón estalla. El suelo sigue firme. No noto nada. Oigo deslizarse
en la sala un bloque de piedra y el sonido seco de un acople perfecto. Es todo. Nada más. No se cierra éste agujero
atrapándome en su interior. Desde aquí miro la sala. Permanece incólume. ¿Qué
ha ocurrido? Salto como un gato de éste agujero y me tiendo sobre el frío suelo
de granito. Mi corazón bombea a toda máquina. El aire ha arreciado y limpia de
mi cara las gotas de sudor y relaja algo el miedo que me atenaza. Abro los
ojos. La linterna rocía de luz las paredes
y nada ha cambiado o sí. La fijo al suelo y los dos agujeros están
sellados, ¡pobre Hadmed! La puerta de acceso no se ha alterado ni observo
ningún hueco nuevo en la sala, sin embargo, el viento es fuerte y salado. ¿Qué
ha movido la piedra? Algo, estoy seguro, ¿pero qué? Me pongo en pié. Me sitúo
con la referencia del único agujero abierto y mi corazón de nuevo en
desbandada, ¡la puerta del pasillo se ha movido! Ilumino el interior del
pasillo del laberinto y ahora es una rampa suave y descendente. Estoy agobiado.
No sé qué hacer. Salto de nuevo al círculo para volverlo todo a su estado
primitivo y no ocurre nada. La confusión me envuelve. No puedo recuperar mi
mochila y si me aventuro por ésta puerta a lo desconocido no sé si podré
regresar. Tengo tiempo pero no suficiente
comida ni agua. Mi alma es la linterna, ¿qué haré sin ella? Analizo al
milímetro los sillares y me pongo en camino resignado, ¿hacía qué?, ¿hacía
donde? El techo desciende perfecto a la rampa. Tres por tres metros y las
líneas son asombrosamente perfectas, los acoples milimétricos. Tengo miedo
aunque pienso que aún respiro y podría estar muerto. Debería, entonces,
enfrentarme a esto sin importarme lo que ocurra. Sea lo que sea. Sea lo que sea
debería tomarlo como un regalo. Sin ningún temor. Jamás entenderé al ser humano
y su miedo a todo. La vida es sólo un paseo para distraer el alma. El alma es
inmortal. Somos, por tanto, inmortales. Los cuerpos son un lastre que dejamos a
su suerte cuando ya no nos sirven. ¿Qué estupidez estoy diciendo?, me resisto a
creerlo.
¡Eh!, ¿y esto, qué es esto?
¡Dios, parece el cristal de una luz empotrada en la roca!,
no es cristal, parece plástico, muy duro a mi piqueta, metacrilato, más duro
aún, ¿y dentro?, parecen los filamentos de una luz pero no veo cables, la concavidad
no tiene ninguna entrada. Me recorre un escalofrío. Continúo. Hay una luz cada
diez pasos. No sé lo que llevo recorrido, quizá sólo los primeros diez metros y
me han parecido cientos. Contaré las
luces y así lograré distraerme. Nada cambia. No hay ángulos ni curvas. No me
sitúo. En el maletín está la brújula. Puedo estar bajo El Cairo o encaminándome
al desierto, tal vez hacia el mar. El aire me parece salado, puede que hacia el
mar. Lo más probable que hacia el
secreto de una tumba a la vez que hacía mi propia tumba. No varían los grados
de la pendiente, sí mi ansia por alcanzar el fin de este claustrofóbico pasillo. Pienso en María, ¿para qué?, jamás
volveré a verla, jamás golpearé sus entrañas sellado a sus labios. Ella no
puede ayudarme. Conoce el secreto y puede dar la voz de alarma pero no le he
revelado en qué piedra está grabado el sello ni tampoco tiene el anillo. Este
anillo fundido a la cerámica de un ánfora que compré en un mercado y rompió
Hadmed sin querer en la oficina, que reconocí por casualidad en una de mis
visitas diarias en el pasillo hacia la cámara de la Reina , grabado muy tenue en
un ángulo de un sillar de las mismas dimensiones del anillo, que ajusté sin
saber que activaba el mecanismo que hoy me tiene aquí, animoso y atrapado. Ya
está hecho. No puedo volver. Cuento más de cincuenta luces y desisto. La luz se
difumina y golpeo la linterna para apurar hasta el último instante. Aún me
queda una carga en la bolsa. Camino un poco más pero estoy cansado. Son las
ocho de la tarde y no he comido nada. No tengo hambre pero debo comer. Muerdo
un bocadillo de jamón y apago la linterna. La oscuridad y el silencio son
absolutos. Me siento. Aguzo el oído y no
percibo nada. Así deberá ser la muerte, el alma vagando por una inmensa
oscuridad, buscando desesperadamente la luz. Pero mi cuerpo se alimenta para
continuar y al presente lo ilumina mi linterna, ¿hasta cuando? Elevo mi
pensamiento al universo y me siento una estrella. Ilumino mi espacio oscuro. La
veo confusa, lejana, sin nombre. ¡Mi nombre! La historia la cimientan los nombres,
¿quién recuerda una cara?, ¿qué importará mi cara tras rellenar mi foto las
portadas en los periódicos la primera semana?, quizá ni eso. Será una noticia
escueta, perdida en el interior: “Aficionado egiptólogo perdido en los confines
de la Gran Pirámide junto a su secreto”. Deprimente, desolador.
Estoy aquí atrapado hasta el cuello en mi locura y ya he provocado un muerto
(¡perdóname, Hadmed!), pero ya no hay paso atrás. Debo tranquilizarme. Pienso.
El aire que me acaricia gratamente debe tener alguna entrada del exterior, tal
vez una gruta. No parece factible que sean conductos de ventilación a esta
profundidad. Eso espero, porque está claro que este interminable pasadizo debe
conducir hacia algo. Nadie construye esto para nada, lo ilumina para nada, ¿por
qué estas luces no aparecen en el resto de la pirámide?, ¿qué misterio
encierran? Continúo la marcha. Tengo fe y lucharé hasta el último aliento. Las
luces continúan cada diez pasos y a riesgo de equivocarme creo haber pasado el
centenar. Compruebo la pendiente y la calculo de un cinco por ciento por lo que estaré a cien metros de
profundidad. Nada cambia y troto como un caballo desgarbado. Libero mi ansia y
alejo mis temores. No me importan. No tienen sentido. Nada está en mi mano.
Sólo puedo deslizarme por mi destino y esperar a ver qué ocurre. Miro el reloj.
Son las seis de la mañana. Es mi segundo día y el paisaje no cambia. Un haz potente de luz ilumina un pozo sin fondo o una broma. Creo
que esto va a continuar y apago la linterna. Decido ahorrar pilas. Camino ahora
hacia nada. Flotan mis ojos en el aire, también imágenes en mi memoria, retazos
de mi cabezonería, así soy desde niño;
veo a algún psicólogo arrojando la toalla, a la hermosa Marta que abandoné
con veinte frescos años, la madre de mi hijo de meses, hoy un mocetón de catorce
años, ¿qué pensará de mí? Que soy un loco, seguro y desde ahí sumará adjetivos a cual más descorazonador. No tengo
remedio. Lo merezco. Merezco esto. Lo he buscado hasta desollarme las manos y
los sesos. Es la justa recompensa. Allá arriba la vida florece y yo me hundo en
el pozo más oscuro. Tropiezo en la pared y enciendo la linterna. Creo que no
voy a apagarla. Puede que haya alguna trampa y caiga en ella. Son las cinco de
la tarde y sueño el fin de esto. La luz se atenúa. Corro un tramo gritando y mi
eco se pierde en la lejanía. Nada cambia. Pienso en lo absurdo de todo esto.
Calculo el tiempo transcurrido y que habré recorrido quince o veinte kilómetros,
¿hacia qué secreto lugar? No puede ser hacia una tumba. No es lógico, ni esta
perfección en los planos de la piedra, ¿hacia qué extraño lugar conduce éste cordón
umbilical de la pirámide? Algún soñador habla de la Atlántida como la madre
del Egipto crepuscular. Yo no lo creo. La Atlántida es como Shangri-La, un oasis de nuestro
deseo. No existen. Todos los conocimientos
planean desde las estrellas. En la Tierra no hay maestros, sólo receptores,
profesores más o menos avezados. La verdad está arriba, muy lejos. Aquí armamos un puzzle y faltan piezas. Así es
imposible. Somos unos ilusos, yo me cuento además de llamarme gilipollas. Un
avaricioso que no ha querido compartir su secreto.
Es terrible esta soledad. La luz se aleja de mí. Miro el
reloj por última vez a las tres de la madrugada. Da igual. Aquí no hay sol ni
luna, qué me importan ya el día o la noche. Mi vida se aleja de la luz. Paso
otro foco y sigo casi a oscuras. El destello de la linterna es ya un guiño al
futuro que me aguarda. Se apaga al fin. Continúo, no sé hacia donde ni para
qué. ¿Tengo alguna esperanza? Aprieto mis dientes y afirmo mis pasos. No tengo
hambre ni sed, tampoco comida ni agua. Despierto todos mis sentidos. Sólo el
aire fresco y respirable, el tacto de mis pies y mis manos a la roca acarician
este mundo que aún no he abandonado. Pasa el tiempo. Horas. Estoy cansado. Es
el fin. ¡Dios, qué muerte me espera más oscura! Qué incongruencia, Señor, no
creo en ti y siempre te nombran mis labios. No sé qué creo. Puede que te tenga
como una mano tendida donde apoyar mi debilidad, como un refugio para mi miedo,
porque tengo miedo, un miedo terrible a morirme y es a lo que me enfrento
ahora.
¿Qué es eso?, ¡Dios, no puede ser, no puedo creerlo!, ¡un
sonido nuevo entremezclado con el aire es música celestial para mis oídos,
tenue como el soplido de una flauta, irregular como una corriente de agua! Mi
corazón despierta y bombea a mis piernas que corren desmedidas. Percibo nuevas
notas y un fuerte olor a árboles y a flores. Corro cientos de metros
golpeándome con las paredes y cada paso acerco algo nuevo a mí. Noto, al fin,
espacio, un plano a nivel para mis pies doloridos. ¿Dónde estoy? La oscuridad
ciega mis ojos pero percibo un espacio abierto. Percibo ramas que se mueven y
crujen con el aire. El suelo es resbaladizo, me arrodillo y lo palpo apartando
un manto de hojas. Es liso como el mármol, con uniones casi imperceptibles.
Tengo que situarme. Retrocedo mis pasos hacia la entrada y no doy con ella. Me
abrazo a algo que parece una columna. Mis manos se escurren en ella, en sus
perfectas hendiduras. Lanzo al cielo mi
piqueta y no golpea nada. Puede que la haya lanzado a cinco o seis metros y la
oigo caer a lo lejos. Al fin descubro la entrada y me sitúo. Camino en línea
recta con mis manos extendidas y mis pies notan un resalte o hendidura en el
suelo. La radiografían mis manos. Me describen un triángulo o una pirámide
dentro de un círculo. Creo que me importa ahora encontrar una salida más que
desnudar cualquier hipótesis. Me centro en mis pasos al frente y en los
sonidos, que intento dar forma. No estoy
loco si afirmo que percibo una cascada y nuevos sonidos extraños entre los
movimientos de las ramas y las hojas. Sea lo que sea está cerca de mis manos y
se mueve, tal vez por el aire. Me roza y me pincha hasta que logro cogerlo. Es
el tallo de un rosal o de una zarza. Cojo la botella de agua vacía de la
mochila y rozo un muro de zarzas y matojos. Quince o veinte metros que rozo
tallo a tallo buscando algún hueco para cruzarlo. Nada. Es un trenzado
infranqueable. Oigo correr el agua cerca pero no puedo acercarme a ella. Es
terrible estar ciego con mis ojos abiertos. Retrocedo y a los dos lados de la
entrada descubro y acaricio las paredes
curvas revestidas de mármol. Está frío y reconforta mi cara. Cerca, a pocos
metros, hay una hilera de columnas. ¡Qué misterioso y extraño lugar!, ¿qué
misterio encierra? Es cruel estar aquí de esta manera, encandilado a la
oscuridad y al silencio a la vez que a un paso de mi propia muerte. No me
importaría morir si pudiera contar ésta hazaña, así de qué me sirve. ¡La Atlántida , La Atlántida !. ¡La he
encontrado! Yo la encontré. ¿De qué me sirve? Ni siquiera puedo verla. Es real.
La tengo delante de mis ojos y no puedo verla. No podré enriquecer ni siquiera
a mi alma. Moriría con placer. Lo juro.
Mis súplicas no caen en saco roto.
De pronto recuerdo que está mi cámara de fotos en la mochila
y que el flash pueden ser mis ojos. Un instante de luz que los abra y los
cierre para siempre.
La visión es maravillosa y desoladora.
Fotografío una ciudad vencida por el tiempo, abandonada a su
suerte, al tiempo inclemente que no deja piedra sobre piedra. Veo a ráfagas una
cascada de agua entre un muro inaccesible de zarzas y arbustos, cientos de
columnas ahogadas entre ellos, alguna techumbre que aguanta. Nada que me reporte
paz, ilusión, esperanza. Pulso, pulso la cámara hasta que su luz agoniza,
entonces la arrojo a los arbustos con desesperación.
Estoy atrapado, es imposible cruzarlo y absurdo volver por
mis pasos. Retiro lo dicho. No quiero morir. Haberla visto no merece una vida.
Tengo un sudor frío. Mi estómago es una cavidad insurgente y redime mis
fuerzas. Mi mente se hunde en sus piélagos. Me desespero. Abrazo mi
piqueta e intento cruzar el bosque por
las bravas. Desisto. Acuchillo mi piel con cientos de espinas de las zarzas.
Creo que me acurrucaré en un rincón y esperaré paciente su llegada. Cojo mi
bloc de notas y decido escribir a oscuras todo lo que recuerdo. No sirve de
nada escribir para nadie pero lo hago para mí, para sentir, de nuevo, mis
emociones y redimirme en ellas, cerrar los ojos lentamente recordándome,
apoyando la cabeza en esta pared fría, terriblemente fría, deslizando mis manos
sobre el papel hasta que caigan mis brazos. Quizá alguien lo encuentre. Otro
descerebrado aventurero. Quizá vea la luz esto que escribo. Quizá algún día
eleven mi nombre a la gloria. ¡Mi nombre!, ¡mi nombre!
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Podría ser. Lo pensaré. Quizá contrastando datos y
extendiendo el inicio. No sé. Es tan terrible y absurdo. Es terrible enfrentarnos cara a cara con la
vaguedad de nuestras ideas, de nuestros sueños, absurdo morir por ellas. Vivir
y morir por nada.
Sabemos sólo lo que
logramos entender aunque prendemos, disonantes, fuegos de artificio. ¿Quién
somos?, ¿qué somos? Exploramos nuestro paisaje pateado y enseñamos lo que otros
ya saben, ¿de qué preocuparnos?, ¿para qué estropear una bonita novela? La
ignorancia nos reporta seguridad, la rutina sosiego. No se puede sufrir por lo
que se ignora.
Les aburro.
Me enfrento a una nueva hoja en blanco y debería apostar por
una nueva bifurcación. Una novela es una parte muy importante de mi vida para
decidirme a la ligera. Bato la mente.
Escisión de personajes. Amalgama compleja, variopinta.
Todo mío, nada aún de nadie.
(De "En cierto sentido", 2007)
(De "En cierto sentido", 2007)
Vaya relato duro, los celos son malos acompañantes. Escribes de maravilla.
ResponderEliminarun fuerte saludo
Gracias Fus. Perdonad la longitud, pero he pensado que como hay fiestas...
ResponderEliminarUn abrazo