Mariana analiza su vida ahora que su novio ha estado a punto
de morirse. Ha sido permisiva como un soplo de aire fresco a una infecta
agonía, piensa, aunque no por Jorge que ha despertado como de un sueño sino por
todos sus días y sus noches encadenados, colgados en el abismo.
Observa lo que ha quedado tras el expolio y no conoce a esta
otra mujer superviviente que no ha visto ni sentido, que ve más allá de sus
ojos, el paisaje nuevo que esconde el
paisaje que mira desde su orilla, sentada
en una roca, después de otra noche de ojos abiertos. Ve más allá de las horas,
del día que vive con la tranquilidad de saberse a salvo, y sin embargo con la
plena convicción de estar más atrapada que nunca. Respira honda la felicidad y
la angustia, y ríe y llora a la vez sin entender nada.
Río adentro se
arrebujan los extremos ofreciendo una salida airosa. Sólo hay que cerrar los
ojos y continuar, no hacer preguntas ignominiosas. Todo ha pasado, qué sentido
tiene martirizarse. Qué importa la fragilidad del hilo que une el sentido o la
realidad.
Ha llegado a puerto tras el tormentoso infierno siendo un naufrago a la deriva en un remanso
ampuloso y un cielo inmaculado. ¡Qué terrible contradicción! Es en esa extinta
soledad donde atisba espacio y esperanza, la esperanza de estar atada sólo a su
vida y a ella misma.
Se pregunta si le quiere y se contesta profundamente que sí,
con toda la fuerza y el ardor que puedan expresar en sus labios las palabras, con
todo el amor que desprende o sobra del amor que se ha sellado como una roca,
con la pasión del instante que despierte su pasión y no volviendo a ser jamás
sombra o esclava.
Se ha redimido al silencio y los sueños compartidos aletean
afuera sorprendidos. Un nimio paso la mantuvo presa de la sima donde hundirse
para morir viva. Ahora pisaba firme, todo había pasado, pero esa sensación no
iba a volver a repetirla. Necesitaba amurallar su soledad y hacerse fuerte en
ella, alejarse de esa otra Mariana vulnerable, a corriente de todo con la que
ya no quería cuentas. “Venimos solos a este mundo, para qué estropearlo,
piensa, ¿por qué el amor nos succiona el alma y nos inutiliza?, ¿por qué
debemos agarrarnos a la serpiente de agua, por qué cegar los ojos a la luz de
los días nuevos?” Está confusa pero
decidida a rebelarse, a hacer preguntas a este mundo de dudas, sórdido y
despiadado. “¿Por qué presiona su cuchillo afilado en nuestro pecho inocente?”
La imagen de Jorge emerge del río y se le acerca. De nuevo
la sensibilidad ablanda sus flancos y cede. Le ama, estaban a punto de casarse
cuando les sorprendió la enfermedad, cuatro meses angustiosos como un solo día
interminable. Hoy ve amanecer tras su imagen que crece. Es un nuevo día como no
recuerda, quizá sí, lejos, de niña, cuando su mente aún jugaba en la orilla y
veía a los demás mecerse en las aguas del río, saludarla y perderse en la
lejanía. Hoy había regresado otra vez a la orilla, casi ahogada en sí, notando
como un escalofrío la llamada de Jorge en el río que le abría sus brazos. Podía
ver el reflejo, como entonces, de su cara en las aguas cristalinas, admirar el
paisaje, fijarse en los pájaros, las flores, mirar en el cielo una nube
imperceptible, un avión que pasa….Volvía a sentirse ella y libre y martilleaba
en su cabeza su nombre, sólo su nombre. Recordaba como el despertar de una
pesadilla los siete años que había vivido como le enseñaron que debía vivir,
que había sido, sentido, amado de otro, “¿Por qué esta mezcolanza, este guiñol
para las mentes satisfechas?” Tenía claro que no le importarían las respuestas
ni la opinión de nadie porque no pensaba hacer preguntas, sabía que el camino
que tomaría a su espalda era un oscuro bosque sin manos abiertas ni caminos,
también sabía que tal vez tenía miedo.
Sus pies aún están mojados y Jorge desde el agua le acaricia
los dedos. Sabe tocarla, llenar su vacío de respuestas vanas, cubrir su
rebeldía de poética mansedumbre. Le acerca su cara, luminosa, radiante, sana.
Emerge su cuerpo, de nuevo poderoso y tierno, su cuerpo entrelazado, sus brotes
y raíces.
Sus manos fuertes cogen su cuerpo helado, dudoso, de la
orilla y lo acerca a su pecho dándole calor.
Mariana no se resiste. Se escurre y desciende de sus brazos.
De pie a su lado le coge la mano. Se deslizan suavemente entre miradas tiernas
y arrumacos hacia los piélagos del río.
A su alrededor la naturaleza dibuja el mismo paisaje.
Afuera, presionando la burbuja, ruge una fuerza
ininteligible.
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