Vuela mi mirada por los últimos badenes de la Sierra Morena
jienense, por las últimas laderas donde el monte se entremezcla con las tierras
de labor y los olivos.
Llueve. La lluvia refresca un día caluroso de primavera. Son
los primeros cúmulos de una tormenta que viste el cielo de un gris rabioso, que
comienza a usurpar tiempo a la noche.
Allí, entre la
autovía y la antigua carretera general que divide el pueblo de Guarromán, hay
dos fanegas de tierra que cubre una viña y un prospero huerto. Allí está Cosme
labrando las matas con la fiel compañía de Matías, su perro, labor que frena
para darse prisa en alcanzar el porche
de la casa y no mojarse.
La lluvia arrecia.
Le parece una locura marcharse al pueblo
aunque está cerca, a menos de un kilómetro. Por eso tapa el Pasquali con un
plástico y al rato bufa en la chimenea una buena lumbre.
En esta caseta de su viña ha pasado más de una noche por
diferentes motivos. Hoy la tormenta que ruge cercana es suficiente motivo.
No tarda en aliviarse con el vino y pela la mona al calor de la llama con la
escopeta a mano y con Matías, su galgo, algo fondón, rozándole la pierna.
Crepitan las cañas de la cubierta del porche y el viento
traquetea la puerta y las ventanas.
Un cubo de agua hierve en la lumbre. Cosme mantiene los ojos
muy abiertos perdidos en la llama y desatasca del fondo de su memoria algunos
recuerdos.
En esa mecedora, con la tela vencida, cerrará los ojos
cuando le venza el sueño. Tiene otra en su casa. Jamás se acuesta en una cama.
Se ha acostumbrado a ellas y son la causa de su ostentosa joroba, “¿Qué
importa, a quién le importa?”, gruñe siempre. Desde hace años, le ha ocurrido
que se duerme en la mecedora sin querer o no tiene fuerzas de irse a la cama y
ahora es incapaz de dormir en otro sitio.
Un trueno revienta la tarde y un rayo cae cerca iluminando
la ladera. Matías ladra. Colgados en la pared tamborilean algunos arreos y
baila un gabán. Una foto, que adorna sin marco la campana de la chimenea,
aletea en un ángulo que no está clavada.
Cosme gruñe. La tormenta está justo encima y comienzan a
caer goteras. Ésta caseta es un parral y ahora
lamenta su pereza en no reparar la cubierta. Se levanta sin ganas y
coloca todos los cacharros que tiene. Palia la riada aunque debe estar
pendiente de vaciarlos. Tiene frío y se echa el gabán, también se tira al pecho
un buen trago de la bota. Mira de reojo la foto de su mujer, “Ya ves, Jacinta,
para lo que he quedado”. Fija la mirada, penetra en sus ojos descoloridos y ve
un paisaje roto, momentos y sentimientos ininteligibles. No puede centrarse. La
presión de la tormenta en la choza y el chapoteo en los cacharros reculan la
borrachera y el ansia de abandonarse.
Está solo, desde hace
demasiado tiempo y no necesita cosas nuevas, ni ver a nadie, ya tiene
suficiente con intentar vivir. Sólo cuida algunos recuerdos. Le acompañan siempre, y puede escogerlos o no
pensar. Es viejo y lo que es peor: se siente viejo. Sabe que ya no le queda
mucho, que esto que vive no es vivir, que vive sólo por vivir, como una
fracción de algo muerto que bulle en su rutina mientras fluya la sangre.
Una olla rebosa. Al
abrir la puerta para vaciarla, la fuerza del viento lo tira y se le derrama
encima. El agua asalta el interior y se da prisa en levantarse y cerrar la
puerta. El suelo de tierra es un barrizal y se ha puesto perdido. “Que se jodan
las goteras”. Busca una postura a salvo para la mecedora y atiza la lumbre. No
puede solucionar nada y para qué sofocarse. La ropa mojada humea al calor de la
lumbre y la bota calienta por dentro. Matías lame su mano caída y Cosme le
acaricia el lomo. “Mi buen amigo”, le susurra.
Se abandona, desciende a los tibios lugares, lentamente,
buscando algún sitio, algún refugio en el tiempo y se mece en un pasaje que se
le acerca, lejano. Lo recuerda todo y rejuvenece. Respira de otra manera. Le
gusta verse como era entonces, cuando tenía a alguien cerca para gritarle sus
torpezas y posarle su semilla. Tiene cinco hijos. Todos viven y han muerto.
Viven en su recuerdo como éste que evoca ahora sin querer donde podía taparlos
a todos con su sombrero de paja. Eran como hormigas laboriosas que seguían sin
dudar la voz de su amo, “¡Qué tiempos aquellos!, ¿por qué crecerán los hijos?”,
se lamenta. Oscila en su caída al abismo del sueño, sumergido en un remolino
etílico del que no puede zafarse, sin agarraderas para frenarlo, ni siquiera a
su imagen de florido patriarca, ni a su protuberante Jacinta que aparece, de
nuevo hermosa. Es tarde, gira, gira, le engulle y sin notarlo desaparece.
El ladrido insiste, toma fuerza desde la lejanía. Despierta
helado, “Tranquilo, tranquilo, Matías”, le acaricia. Matías le devuelve una
mirada cálida, a la vez un gesto amargo de fiel resignación, “Tranquilo, nos
iremos en cuanto estire los huesos”. Le ciega la luz que acuchilla los
cristales. La lluvia de luz, por las filtraciones de la cubierta, le da al
interior un aire místico. A Cosme así le parece aunque cambia el gesto al bajar
la mirada al lodazal, al enorme charco formado por el escalón de la puerta.
Mira el reloj. Son las once. Tiene cosas que hacer, también piensa que nada. Se
estira con fuerza y crujen sus huesos como una nuez. Devana y se rasca la
cabeza. Debería lavarse, al menos los pies que le olerán a zorruno. Pero el
agua del cubo está helada y desiste. Tampoco va a encender la lumbre y
calentarla. No sabe por qué insiste y siempre se queda en el amago. Lleva meses
sin cambiarse de ropa. Se ha acostumbrado a su calor húmedo y se siente cómodo.
Balancea la mecedora
para levantarse y tras varios intentos lo logra agarrándose a un saliente de la
chimenea. Mira a Jacinta, “Dios, Jacinta, no sirvo para nada”. Descuelga la
bota de la alcayata. Arruga con sus dos manos el pellejo hasta que escupe aire. Se enfrenta, pues, al
primer trabajo del día. El suelo se escurre y tiene cuidado para acercarse a un
rincón atestado de sacos vacíos y leña. Está todo empapado y se le escurre de
las manos. Aparta lo justo para introducir su mano en un saco de plástico y
saca una botella. Vuelve a introducirla y palpa las que quedan. Se tranquiliza.
Matías gruñe, “Tranquilo, león, ya nos vamos”. Trasvasa la botella con temblor
pero sin derramar una gota. Enrosca el tapón de la bota con parsimonia y admira
su rostro rejuvenecido, pepón, la promiscuidad incombustible que vuelve a
regalarle. Hay que catarla. El vino está fresco y reconstruye por dentro.
Matías le recrimina. Cuelga la bota y sale de la choza con cuidado.
Un sol primaveral se refleja en los charcos de los surcos de
la viña. El cielo es un manto inmaculado. Acaricia el Pasquali. El plástico que
le cubría ha volado pero está seco, como si la tormenta no hubiera pasado por
él.
Recorre el campo con la mirada. El viento silba entre el
ramaje de dos eucaliptos cercanos y se embelesa con el bailoteo de unos
pájaros. Matías le roza las piernas y lo trae de nuevo a éste mundo. Le suele
ocurrir, desde no hace mucho, que se queda pasmado como viendo algo pero sin
verlo, sin pensar en nada, con la mente en blanco, como si se le parase el
tiempo o el corazón. Así cree que deberá llegar la muerte, eso que nunca ha
temido y ahora menos, invisible y traicionera, sin darle opción a enfrentarla.
Le da igual si no logra verla, si desciende su hacha y corta éste miserable
tubérculo sin razón ni sentido. “Que se joda la muerte, que me joda yo, que se
joda ésta mísera existencia”.
Entona un fandango desde lo hondo aunque no es lo suyo ni ha
sido y le sale un vagido acuoso. Berrea y oye a Jacinta entonarlo desgarrando
su alma y arrancando de cuajo, a unos pocos privilegiados, sensibilidades y
sensaciones muertas. Es un monstruo del cante, era dice él, siempre envuelta de
una caterva absorta y entregada. Flema y poderío. Densa y apabullante en el
modo, soez, ordinaria en las formas, autoritaria hasta el terror desde su trono
de reina pero, eso sí, un portento del cante. “Chácharas y chirimbolos, reniega
Cosme siempre, nada de lustre”.
Él sólo quería una mujer, una mujer, y atrae su mente a aquella tierna chiquilla que temía levantar
sus ojos a su voz madura, a aquella oronda moza que tenía siempre la ropa
limpia y los platos en la mesa. Él sólo quería una mujer, ¿tan difícil era de
entender?
Le asquea mirar el pasado al no poder cambiarle una imagen
ni una sola palabra, ni pronunciar las que se quedó con las ganas y debía.
Sigue destrozando el fandango y la recuerda, buscando restos
que le reconforten. Hay una parte que ama, y trota la sangre en sus venas, y se
le riza el vello, y sus ojos se dilatan, pero se diluye aplastada por la mole
implacable, más cercana, más viva en el tiempo. Desentona y sigue su baile
arropado de palmas, a su cuerpo rotundo estilizarse despertando la sintonía y el deseo. Ve,
entornando los ojos, acompañarla en su cante a Fabiano, enfebrecido, al que
creía un buen amigo, “¡Maldita sea su estampa, maldita sea su alma!”.
Calla y rabia. No ha podido superarlo. Han pasado años y lo
vive cada día. No le importan sus hijos, hacen su vida lejos, a sólo unos
pasos, como buitres esperando su caída. Le da igual lo que hagan después de
muerto. No estará aquí para verlo. Pero lo otro es diferente. Corroe por
dentro, día a día, minuto a minuto, segundo a segundo, “Jacinta, la
fandanguera, Jacinta, la fandanguera, ¡Mierda para él y para ella!”, proclama a
los cuatro vientos.
Sólo siente ésta
Jacinta y no la otra, la que le acompaña en silencio y por la que llora, a
veces.
Matías le ladra, supone que estará harto de tanta monserga.
Respira hondo y mira de frente la vida que vive. Debe seguir. Aquí no va hacer
nada, está todo empapado, por lo que va a irse. Antes, saca un martillo de las
herramientas del Pasquali y rompe el escalón para desaguar la casa. Hay un buen
charco y el agua se escurre a los surcos. No olvida la bota, que se cuelga, ni
atrancar la puerta y las ventanas. Mira el reloj y sólo por curiosidad
cronometra el tiempo que le llevará subirse al tractor, sacarle del porche y
enganchar el remolque que está en un chambado lateral. Tarea de diez minutos
que no hará en menos de media hora, siempre con la atenta mirada de Matías,
estorbándole.
Son las doce y cuarto cuando petardea el Pasquali por el
corto camino que accede a la carretera, con Matías, firme a su lado, apoyado en
su espalda. El pueblo se asoma sobre la loma y la cabeza sesgada de la imagen
de Nuestro Padre Jesús, que preside el paseo que parte el pueblo junto a la
carretera, emerge como saliendo de las entrañas de la tierra.
Cosme se cruza con personas conocidas, y no saluda a nadie. Jamás
saluda a nadie.
Cree que ya ni siquiera chismorrean a su espalda porque lo
han dejado como cosa perdida. Llega al pueblo y circunda la rotonda que preside la estatua de Nuestro
Padre Jesús sobre un atril. Preside el largo paseo que divide el pueblo, un
paseo que acoge a pocos niños y demasiados viejos.
Pero es domingo y hace una bonita mañana que invita a la
gente a salir de sus casas.
No sabría decir si le molesta no importarle a nadie, tal vez
porque a él no le importa nadie. Alguna vez le jode y no se explica el porqué. “Así es como estar
muerto. Nadie me echará de menos”, discurre convencido y da por zanjado el
asunto.
Enfila su calle, una calle ancha, salpicada de coches. Mira
su terreno vedado, el espacio que necesita para dar la vuelta con el tractor en
la calle y aparcarlo. Está vacío. Como debe ser. Nadie tiene güevos a ponerle
ahí un estorbo. Hace años que dijo a los vecinos lo que tenía que decir, les
gritó lo que tenía que gritarles. Llega y con una lentitud irritante inicia el
giro, justo y sin maniobra, de acera a acera. Queda aparcado en su fachada, sin
ocupar sitio de nadie.
Mira y en la calle hay dos o tres viejos sentados al sol
como quién saca una maceta para que espabile y dos viejas, de espaldas,
chismorrean. Dos niños cruzan, corriendo, la calle de una casa a otra.
El sol de primavera quema y se quita el gabán para echarlo
sobre un brazo. Aflora la camisa de cuadros, con una gran mancha de aceite seca
y las mangas de otro color, los bajos del pantalón de pana, negros como un zócalo.
Vuelve a mirar el interior del remolque por si hay algo que puedan robarle.
Busca la llave en el bolsillo del pantalón y entra en la
casa.
Despierta el interior
y reconoce el olor. Una mezcolanza humosa y húmeda. “Es por la chimenea que no
traga bien”, vuelve a decirse. Está atascada de hollín y tiene que limpiarla.
“Tiempo al tiempo”. También supone que los plásticos que arropan la cubierta
trasera se habrán corrido con el aire y ha entrado agua, “Todos se arreglará,
Cosme, lo primero es soltar los trastos”.
Tiene el pasillo atestado de bidones de plástico y sacos con
restos de plaguicidas, abonos y azufre. Las habitaciones, sin puertas, muestran
melones y ristras de ajos colgados en el techo, algunos chorizos y morcillas
duros como piedras. Estantes de madera, vencidos por la humedad, con botes de
conserva de tomate, pimientos y berenjenas. En el suelo, sobre unas lonas,
montículos de trigo, garbanzos y cebada, no sabe para qué si no es para
alimentar ratones.
En la casa hay sitio para todo aunque no sirva para nada.
“De tirar siempre hay tiempo”.
El salón con la chimenea es el único lugar donde puede
moverse. Suelta el gabán sobre la mesa y se acerca, decidido, a la alacena.
Tres dobles fondos llenos del chismes y aparece la arquilla. Dentro más de diez millones están bien colocados,
con algo de trampa por si alguien hurga en ellos. Rara vez los cuenta. Están
igual que hace dos días, antes de irse a la viña. Le preocupan y no le importan
demasiado. No los necesita y vuelve a
jurar que los arrojará a la lumbre en cuanto intuya que va a morirse. Se apaña
con la paga. Se concentra en el día del mes y para cobrar aún falta una semana.
Al cajero del banco es a la única persona que se enfrenta y le dice dos
palabras. Se llama Felipe y le parece melindre y amariconado pero le suelta los
billetes y eso le honra.
Llama su atención
Matías. Su cama de paja, al lado de la chimenea, está empapada. Justo encima
penetra la luz y supone que alguna teja se habrá corrido. “Vaya por Dios.
Siempre hay trabajo esperando”. Se asoma al patio y vuelve a acordarse de que
tiene que segar la hierba. Aquello es un bosque intransitable.
Mira a la izquierda el corralillo de las gallinas por si hay
algún huevo que coger. Nada.
Al fondo hay un chambado medio hundido que cobija las orzas
de las aceitunas y una escalera de madera.
Busca una hoz y siega un pasillo para acercarse. No ha usado
la escalera desde el verano pasado cuando colocó el plástico al tejado. A su
casa no ha entrado jamás un albañil. Él lo hace todo. Ni mucho menos un
electricista o un fontanero pues no tiene luz ni agua. Se apaña con la luz de
la llama de la chimenea y el agua de un pozo en el patio. ”De mí no come
nadie”. Recuerda su lema: “¡Que le roben a otro!, que a mí, para vivir, no me hacen falta tantas
tonterías”.
Aprovecha para llenar una olla con aceitunas y tenerla a
mano. Las prueba y le parecen estupendas, honor que merece un buen trago de la
bota. El vino le cae bien pero la boca se le abre como a un galgo. Matías le
emula y se contagian los dos durante un rato. Tienen hambre. Cosme recuerda los
pimientos y dos chorizos que le sobraron
el otro día y guardó en una cuajadera. Estarán tiesos y habrá que calentarlos.
Enciende la lumbre y mientras toma brío sacude la cama de Matías y deja el saco
y la paja al sol sobre las hierbas del patio. Entra y ve a Matías mirando la
gotera como queriendo decirle algo, “Primero es reponer fuerzas. Tiempo habrá
de eso, amigo”. Coge la sartén y sacude con la paleta algunas costras oxidadas
que están a punto de desprenderse. La enjuaga con agua y al rato calienta en la
lumbre unos cuantos pimientos y trozos de chorizo. Aprieta la bota varias veces
y ya puede juntar los pellejos con los dedos. Matías está expectante por si
alguna vez se le alza el alma y le escurre algo. Cosme devora la comida con
ansia y como siempre Matías tendrá que
buscarse la vida en la calle.
Cosme está lleno y comienza a amodorrarse. Es en éste estado
semiconsciente, cuando mira la foto
enmarcada de Jacinta. Posó después de parir a su Antonio, el tercero, y cuando
comenzaba sin remisión a ponerse gorda. Ahí estaba como debía estar, piensa, y
todavía, mirándola, se le pone dura, aunque ahora ya menos. Es la única
fotografía que adorna la casa y la escogió entre todas las que, un día de
cabreo, arrojó a la lumbre. De sus hijos no queda nada, “Esos miserables, esos
buitres. No se llevaron ni un duro. ¡Maldita su sangre, maldita su madre que no
supo criármelos!”. Ella, de vez en
cuando, acelera su sangre pero qué queda de ellos, “Sólo querían mi dinero.
Gastarlo y echarme a la calle”.
Jacinta le mira. Tiene una mirada viva que esconde tras un
pretil amargo. A Cosme le vale esa figura que muestra sus robustas piernas
hasta las rodillas, sus pechos disimulados pero que sabe y perfila a su
capricho, esa cara, entonces, sumisa y callada. Oyó que estaba en un pueblo
cercano, que se largó Fabiano, que anduvo un tiempo de lecho en lecho como una
puta, “¿Qué hiciste, loca?, mira para lo que hemos quedado. Yo te quería. Te
largaste dejándome con la polla tiesa”. No queda rencor o remordimiento porque
ya no hay amor, “Sólo quiero a la
Jacinta que ha muerto”.
La bota renquea. Atiza la lumbre y prepara le mecedora.
Matías se ve tirado en las frías baldosas y gruñe. Cosme
recuerda la gotera y la cama de paja que ya se habrá secado. No sabe qué
extraño impulso le hace moverse y no caer fulminado en la mecedora. Le da pena
Matías. Es un leal amigo y lo tendrá feliz con sólo mover una teja.
Sale al patio tambaleante, coge y le coloca con mimo la cama
notándose que rebosa al agacharse. Al volver a salir se fija en las gallinas y
les lanza un ultimátum: “O ponéis huevos o os echo al caldo”. Lleva semanas sin probarlos y no es
plan.
Se queda en blanco. Hace un esfuerzo mental importante para
saber qué está haciendo allí, en el patio. En la casa hace fresco pero al sol
te fríes como una boga. Matías le roza, “¡Ah!, la gotera, la escalera ya,
ya, vamos a ello”.
Se acerca al chambado
y ve que la escalera está casi enterrada por otro trozo de techo que le cayó
encima. Le cuesta sacarla. Dos rechonchos troncos de chopo con varias maderas
cruzadas chorreando pesan lo suyo. Pero está decidido y es muy cabezón. Se
arrebata, suda, pero la escalera sale. Al rozarse con las tablas partidas y las
tejas algún peldaño se suelta, otro, simplemente, se desprende.
Aquello, cuando logra apoyarlo en el alero, tiembla como sus
piernas. Está obcecado. Estando así nunca nadie, jamás, ha logrado disuadirle
de frenar la tarea que enfilara su cabeza. Hoy era esa teja corrida, complacer
a un amigo y daba igual el estado calamitoso de la escalera. Son sólo tres
metros y no tiene que subirse al tejado. Lo hará con cuidado. Tiene que subir
del primer peldaño al tercero porque falta el segundo.
Matías le mira y se
retira temiendo lo peor.
Cosme sube el
siguiente peldaño y ya toca las tejas. No tiene tiempo de reaccionar cuando el
peldaño que pisa y el que sujeta con la mano se desprenden. Le queda un segundo
para pensar, suspendido en el aire. Un segundo para pensar en el que no piensa
nada.
Matías corre hacia el chambado, no sabe que será peor.
Cosme cae patas
arriba y la escalera se le viene encima. Con los ojos cerrados nota el golpe de
los troncos de chopo, cada uno a pocos centímetros de su hombro. Un peldaño le
ha rozado el pelo y otro sus pies. Está enmarcado y le cuesta moverse. También
está muy asustado. Se levanta y a pesar de la borrachera se da cuenta de que
aquello ha podido matarle, “¿Y qué?, es lo que estoy esperando”. Pero le
recorre un escalofrío. Vuelve a mirar el hueco del que ha salido y dilatando los ojos percibe que es como un
ataúd. Le parece muy raro que no tenga
ni un rasguño y agradece a quién sea la deferencia, “Mejor sufrir entero”,
piensa y zanja el asunto.
Matías se acerca receloso por ser la causa del descalabro.
Cosme le acaricia el lomo, “Lo siento amigo. Al menos lo he intentado”. Mira al
cielo y no flota una sola nube, “Hoy no lloverá. Lo haremos mañana”.
Pasan al salón uno detrás del otro y se lanzan al catre. La
mecedora cruje, no está para muchos trotes. Cosme tiene una sed enorme y se
balancea para coger la bota pero los restos de vino que acoge no bastan para
calmarle. Necesita un trago completo para alcanzar el nivel. Hay que
levantarse, “Tiene guasa la cosa”.
Lo hace y busca una botella en la alacena. Tiene la bota
vacía en la mano pero piensa que para qué tantos tumbos y trasvasa la botella directamente a su
estómago. Aquello cae desbocado y cuando aprecia el sabor ha vaciado media
botella. Cree que es suficiente. Suelta la bota y la botella donde puede y
busca casi a tientas la mecedora. Ahora sí disfrutará de ella.
Matías se ha enroscado y no levanta la cabeza, está
preparado para dormirse aunque le escuece sin tino el estómago. Lo arreglará
cuando despierte, qué remedio.
Cosme deambula sin mover un músculo. Gira y gira en su
remolino. No se le acerca ningún prólogo ni puñetera falta que le hace. Está
solo, con Matías y los demás sólo son fantasmas que le roen las entrañas, “Que
se jodan, que me joda yo, que se joda esta mísera existencia”. Cede y desaparece,
sin notarlo.
Matías duerme a su lado.
El cuerpo de Jacinta ondea al fulgor de la llama.
He pasado unas cuantas veces por Guarromán, pero ahora cuando vuelva a pasar para ir a La Carolina o a Baños o Linares,que son los lugares donde tengo familia, buscaré con la mirada a Cosme y Matias.
ResponderEliminarCreo que se pasa por ahí para ir a estos sitios porque pasar,yo he pasado seguro.
Besos.
Ésta ciudad está apegada a la autovía, y entre las tres que has citado -te ha faltado Bailén que está a unos 7 km-.
ResponderEliminarCosme y Matías son nombres ficticios pero de persona y perro real, no así del todo la historia. La escribí hace 6 o 7 años cuando trabajaba en Guarromán y casi a lado de ésta persona y por lo que me contaron sus vecinos.
Un abrazo Marinel
Juan, amigo: he leído varias veces tu relato y cada una de ellas me ha gustado más. Has escrito un relato muy bueno. Quizás uno de los mejores que he leído hace tiempo. Sinceramente, no sabía que escribías tan bien. De ahora en adelante te pido que esribas nuevos relatos. Te dejo ahora para saludar de nuevo a Cosme y hacerle una caricia a su fiel Matías. Gracias y un fuerte abrazo.
ResponderEliminarViejos labradores, sabios como ellos mismos...
ResponderEliminarSaludos y un abrazo.
Me animan tus palabras, Fernando, no imaginas cuanto.
ResponderEliminarDejé los relatos por la poesía -necesitan otra mentalidad distinta- hace un tiempo aunque he dejado escritos bastantes. Me sentí a gusto en ellos y quizá vuelva porque es necesario reiniciar la mente.
Un abrazo
Recogían el testigo que iban cediendo a las siguientes generaciones. Nada parecido a lo que ahora vemos.
ResponderEliminarUn abrazo Antonio
Hace muchos años, treinta y dos, estuve unos días en Guarroman, entonces solo había una carretera, que atravesaba el pueblo, fuí a ver a mi cuñada, pero elegí mal el mes, julio, y prácticamente no pude salir de su casa, saliamos a dar una vuelta y a tomar algo, por la noche, y aún así el calor era insoportable, sin embargo por lo que pude ver, no demasiado, el pueblo era precioso, y su gente, mi cuñada incluida, cuando salian a la calle, para cualquier cosa, salian de punta en blanco, y a mí me dejó bien claro que de chandal nada, que bien arreglada, para que las vecinas no criticaran, tenía que dejar el listón del apellido y de Valencia muy alto, así que me pasé los diez días, con zapatos de tacón, cada vez que salía a la calle, sin embargo hay veces que añoro ese pueblo, era tranquilo y afable y sus gentes muy atentas, había un supermercado pequeñito, al otro lado de la carretera, y el dueño estuvo buscandome, por todos los rincones del almacen, una caja de botellas, que tenía arrinconadas, desde que abrió la tienda, de aceite de semillas, te puedo asegurar que alucinaban todos, "aceite de semillas en la cuna del aceite de oliva"
ResponderEliminarTu relato me ha recordado, tiempos que no sé si fueron mejores o peores, pero desde luego eran felices, con la felicidad de la inocencia, que tiene la juventud.
El relato es precioso y te hace sentir los sentimientos de Cosme y la complicidad de Matias, vuelve a escribir relatos, lo haces de maravilla.
Un beso.
Tanto en mi ciudad como en Guarromán la mentalidad en el vestir ha cambiado y ahora lo raro es ver a alguien salir de punta en blanco. Ropa informal o chandal, ir cómodo en suma.
ResponderEliminarGuarromán sigue siendo un lugar muy tranquilo para vivir, de buena gente en la que yo he tratado que ha sido mucha. Fui a hacer una chapuza de una semana y estuve cuatro años, y sigo yendo.
Me alegra que te guste el relato. Sopesaré regresar a ese mundo so pena de aparcar la poesía.
Un abrazo Isis