juanitorisuelorente -

martes, 17 de enero de 2012

DE SOMBRA


Ni siquiera cuando murió Satu me sentí liberado de aquella sensación que me tuvo tanto tiempo aletargado. Respiré, sí, pero como hago siempre.
 No sé qué puedo recordar de verle sumido en aquel ataúd, callado, insípido, derrotado. No lloré ni me alegré, fue algo extraño. Muchas veces quise que se muriera o matarlo con mis propias manos, otras, casi siempre, sesteaba a su sombra
ancha y alargada.
 Satu era ese hijo del que todos los padres hablan a boca llena adornando las palabras con una rutilante luz de artificiosa esperanza y yo, el otro, ese que rellena espacio sin mostrarse, porque para qué. Murió y mi padre lloró y pataleó como nunca le había visto, a mi madre le dio un ataque, a mi hermana – también tengo una hermana, la pequeña, se llama Elo – ni fu ni fa. Ella estaba obcecada en su mundo, algo maravilloso –suponía por el brillo siempre en su mirada – y que no contaba a nadie, ni siquiera a mí que era en cierto modo su desahogo. Total, que era mi hermano la imagen visible de esta familia modelo que vagaba escondida a su influjo, que no necesitaba moverse ni hablar, sólo estar sin estar, haciendo bulto. Murió y con él la familia  pero como no existía familia pues yo digo que no perdimos nada. Nos quedamos como habíamos estado siempre, cada uno a su bola, aunque mi padre perdió la compostura y se acentuó su apego a la mala vida – las putas, la bebida y esas cosas - y mi madre a las pastillas para estar gilipollas todo el día – no las necesitaba para eso, la verdad -  o mi hermana habitando a renta fija  ese lugar maravilloso o lo que sea que la tenía embobada. Seguía estando solo, quizá más sólo que antes, puede que más solo que nunca porque ya no tenía sombra, porque el sol me daba de lleno y no me gustaba su descaro. Ahora se fijaban en mí y no sabía cómo esconderme, ni de quién, ni para qué. ¿Qué podía hacer?, no quería estudiar, ni trabajar  (tampoco hacía falta), no quería hacer nada, ni conocer a nadie, ni casarme; no me gustan las mujeres ni los hombres, no sé qué me gusta, no me gusta nada que yo recuerde ahora, bueno, sí, sobar y a lo mejor comer pero eso no sé si tiene algo que ver con lo que estoy hablando, por cierto ¿de qué estoy hablando? Sí, ya sé, creo que no exagero si digo que soy un vago, un perro muerto, decía mi padre.  Nunca he servido para nada que yo sepa, a lo mejor porque no he hecho nada de lustre, tampoco me lo he propuesto, imagino que todos tenemos un don aunque el mío, así, con éste afán,  no iba a averiguarlo nunca.
  Y me puse a escribir. Una rama que agarré cuando caía no sé adonde. Me pareció interesante. Podría contar cosas sin tener cosas que contar, hablar sin tener que mover los labios, rabiar o amar a gente sin tener que enfrentarme a ella, fabricar actitudes o pisotearlas como a gusanos. A lo mejor  era un artista y no me había dado cuenta. Uno de esos.
A mi padre no le pareció mal. “Ya que no mueve el cuerpo que mueva el brazo y la cabeza”, dicen que dijo. Mi madre sé que no dijo nada y a mi hermana creo que nadie le preguntó. Me sedujo la idea de ser inmortal, vamos, escribir alguna cosilla para la gente, esa que anda por ahí, para que me jalearan, formaran un corro y con las manos entrelazadas  me subieran para arriba, ¡ala!, un montón de veces gritando mi nombre, Edu, Edu, porque me llamo Edu, que aún no lo había dicho. En casa empezó a ser un acontecimiento y eso que no había escrito una sola línea. Llamaron a un decorador, a los carpinteros, a los pintores, y una habitación que teníamos para los juguetes rotos se convirtió en un acogedor centro de trabajo con las paredes forradas de estanterías de libros, una gran mesa de madera con las patas labradas, un sillón, igual de ostentoso, como de presidente de algo, además de decenas de paquetes de hojas, de recambios de tinta para la impresora de un ordenador a estrenar, encendido, con la carpeta Words pinchada y una hojita rosa colgando de la pantalla con un lacito fucsia y la ocurrente frase: TE QUEREMOS  a naranja fosforito. El mundo tembló a mis pies, ¿para qué había dicho nada?. Ahora era yo la sombra donde querían cobijarse y yo sabía que eso no podía ser porque yo no tenía sombra, mejor dicho, no tenía ninguna intención de tenerla. Hay que joderse. La vida empuja y no hay freno que la pare. Me senté allí y mi familia babeaba viendo mis amagos con el teclado y a ello se sumó un señor, (le había visto otras veces por casa acompañado de una señora rancia, su señora, imagino)  que aireaba con guiños ostensibles y ridículos una hoja. Era un contrato para editar mi primera novela.
¿Pero qué novela?
 Firmé, claro. Un mínimo de cuatrocientas páginas en un máximo de seis meses. Nada de animalitos que hablan, ciencia ficción ni sexo explícito. Daba igual porque no tenía nada y podía tomar, salvo lo dicho, el camino que me diera la gana. ¿Pero cual? Estaban expectantes y escribí: La noche huía de nuevo haciéndose fuerte en las cañadas y en las alcantarillas..., y los mandé a todos a hacer gárgaras, menos a mi hermana que no hubo forma humana de echarla. Se había quedado petrificada y me miraba muy rara. Estuvo impertérrita más de una hora viendo mis mohines para concentrarme en algo sea lo que fuese. Yo, la verdad, tenía ideas pero no sabía desarrollarlas. ¿Cómo iba a hacerlo? No había viajado, no tenía amigos, no hablaba con nadie, no leía, no veía la tele ni oía la radio, conocía de la vida pocas facetas, mejor dicho, sólo una, mi vida insulsa y circular. Casi no salía de nuestro palacete, total, ¿para qué? Aquí tenía de todo aunque a mí no me gustara nada, bueno, la buena mano de la cocinera que ya he dicho y las camas y los mullidos sillones, claro. Tampoco podría contar cosas de mi hermano, que tuvo una vida ajetreada y que no me había contado ni yo caí en preguntarle. Una pena. El mal estaba hecho. Eché números, así por encima, y necesitaba escribir dos hojas diarias. Al día siguiente cuatro, para compensar este nefasto inicio donde todavía colgaba de la pantalla el odioso papelito. Y para colmo Elo con principio de sorna en su cara incitándome a arrearle una hostia. “La noche huía de nuevo haciéndose fuerte en las cañadas y en las alcantarillas...”, leía una y cien veces, ¡pero qué noche ni qué niño muerto! Me levanté de aquel trono para un rey todavía sin corona y me asomé a la ventana por si el paisaje me invitaba a colocarle personajes y así moverlos en una u otra dirección. El aire batía los cipreses de nuestro coqueto cementerio y parecían de goma. Me cegué con ellos fijando la vista en la copa de alguno como si viviese una tormenta en un barco pequeño, el yate de mi padre, por ejemplo, aunque nunca lo había pisado, a lo mejor de pequeño pero de eso no me acuerdo. Era lo que había logrado sin proponérmelo, sumergirme en una tormenta estúpida y sin sentido, yo, que vine a este mundo sólo a eso, a no hacer nada. Y es lo que más me gusta, además. Escribir es un esfuerzo mental al que no estaba acostumbrado, un sobreesfuerzo desmesurado para mi brazo dorado, mi brazo derecho, solemne cuando elevaba esas maravillas que prepara Tata, mi negra, a la boca, momentáneamente, ya sé, brioso cuando me masturba una o dos veces diarias. No, no estaba dispuesto a moverlo como si me hubiera dado un ataque. Bueno, no eran buenas las prisas, piano, piano, que hasta un buen maestro necesitaba tomarse un respiro. Elo se había sentado en mi mesa, había arrugado el papelito y tecleaba, y a mí, el oírla, me estaba dando sueño. Eran las doce de la mañana y a esta hora solía echar una cabezadita. Un sillón, al lado mío, cumplía los mínimos requisitos y me recosté en él dejando que Elo se divirtiera con el ordenador. Elo me despertó sobre la una y media y me mostró quince hojas escritas pero no quiso que las leyera. Cuando esté terminado, dijo. ¿Cuándo esté terminado?, le grité, ¿pero cómo cuando esté terminado?. Sí, tonto, que yo lo haré. Y se giró dejándome con un palmo de narices. Yo de escritor flaqueaba a pesar de todo el empeño que puse y estaba como bloqueado y asustado en medio de un pantanal. Me había metido en camisa de once varas.  Cada puerta anda bien en su quicio y cada uno en su oficio, oí por ahí. Que no, que no, que no había manera y esto era, a todas luces,  mi más aceptable salida. Elo era soñadora, yo ni eso, o al menos si lo soy no me acuerdo, cerrada en sí misma como una tumba, odiosa, un poco tonta, caprichosa, con una sombra ridícula incapaz de cobijarme ni siquiera a mí pero sí un inesperado negro para mi aciaga novela. Escribiera lo que escribiera me daría mil vueltas y yo podría seguir haciendo mi trabajo, no se rían, lo mío también era un trabajo que visto en un diccionario: “Esfuerzo humano aplicado a la producción de riqueza”, que mejor riqueza que uno mismo.
Y así fue creciendo mi primera novela, día a día, como un hijo. Y yo la veía como un padre, a cierta distancia, pero no por ello menos padre. Planteé un riguroso plan de trabajo. El tema era el siguiente: les dije que necesitaba a mi hermana, como secretaria, un sillón reclinatorio y que a esta habitación no entrara ni Dios. Así pues y cumplidos mis deseos, trabajaba sin descanso desde el desayuno a las once hasta la merienda a la una y media y desde el café con pastas a las cinco  hasta la cena a las ocho. Era enternecedor, lo guardo en la retina como una imagen entrañable: mi hermana sentada como un retaco en aquel pedazo de sillón (estaba poco desarrollada para sus nueve años) hojeando ese libraco y del que no se separaba nunca y escribiendo sin descanso y sin pararse a pensar como si le estuvieran soplando al oído, y yo tumbado en esa maravilla angular procurando estar despierto el mayor tiempo posible, no por nada.
Me confié y la tarada copiaba literalmente el primer librote de una saga de un tal Tolkien, más de mil páginas que tuvo, tuve, listas para mi editor en menos de dos meses.
Tuvo gracia.  ¡Ah, aquellos maravillosos años! No es que ahora me queje. La vida ha sido permisiva conmigo a pesar de que las personas se mueren, esas que nos rodean, que no parecen importarnos y su marcha es un vacío irreparable porque nos damos cuenta que eran como un trocito de nosotros mismos, incluido Satu, por qué no reconocerlo. 
Murió mi madre, también mi padre y Tata, mi negra, ¡joder!, y Felisa, una colombiana no logra el punto a la comida ni de coña (todas las mañanas me despierto malhumorado queriendo echarla); y mi hermana, ¡ah, mi hermana!, mi hermana ha crecido y con ella todos sus defectos, sobre todo la tontura porque es idiota hasta reventar de decirlo. Se ha liado con un chino, sí, como lo oyen, y le ha dado por estudiar chino, y al chino nuestro idioma. Han invertido los papeles. A menudo me divierten y me hace falta. Ellos son lo único que tengo, lo único de verdad porque de Fausto, mi administrador y de D. Anselmo, mi fiel abogado, no me fío ni un pelo, y en cuanto a mi cocinera ni me la recuerden.
Ya sé, ya sé que soy un hurón, alguien extraño, solitario, un inadaptado en una palabra, a lo mejor una pena de hombre pero me miro al espejo y me gusta lo que veo. En serio. Vendí el jet, también el yate porque soy incapaz de sacar mi culo de esta casa. Y sé que soy un inútil, un vago o lo que ustedes quieran pero también, sin querer, que mi sombra es inmensa, impuesta por las circunstancias pero una sombra agradable, una sombra plácida y que no necesita mantenimiento, mover un músculo si no es para comer, firmar cualquier papelote, para levantarme o volver a acostarme. Una sombra que cubre a más de cien personas que trabajan en mis tierras, más de una docena en el servicio, además de a mi hermana y al chino ese. Hay que joderse.   



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