Susana apega los ojos al cristal de la vieja ventana de
madera y busca afuera un horizonte imposible, más allá de la tenue luz que
alumbra un círculo en la fachada del cortijo, sobre cerros de olivares,
engullidos por la densidad de la noche, y no ve nada, ni un leve resplandor
refleja en un cielo sin luna ni estrellas a su ciudad en el valle a treinta
kilómetros, en un cielo fundido a la tierra como una amalgama misteriosa y
siniestra, nada, y nada ve, por tanto, hacia adelante, hacia su vida antes,
lejana, hacia sus recuerdos, ni logra imaginar luces de automóviles a su
izquierda, allá abajo por las curvas del río, que le muestren un halo de vida,
nada, y tiene la sensación que lo único humano, vivo que existe, es ella, en lo
alto de esta loma, en la primera
planta de este pequeño y destartalado cortijo,
alejado de todo, a la luz de una vieja ventana, presidiendo un mundo
deshabitado, y que cientos, miles de seres informes agazapados en la oscuridad
la contemplan y que sienten una pena enorme al descubrir su terrible secreto,
su horripilante soledad, pero no está sola y basta que retroceda un paso para
que la luz del interior transforme el cristal en espejo y pueda ver el cuerpo
inmóvil sobre la cama y concentrarse en un instante antes para notar su aliento
a tabaco y vino en la cara, su olor nauseabundo a estiércol que no borra el
jabón ni la colonia más intensa, oprimido a ella, clavando sin pudor un puñal
en sus entrañas, repitiendo su zafio ritual de amor irreverente y cáustico.
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Dos horas, más o menos, antes repiqueteaban sus tacones por
la vieja carretera, cerca de las curvas el río, y ahora, aún, percibe su sonido
junto al piar de los pajarillos en los jarales, el gruñido de las ranas tras
las zarzas, el clamor de las chicharras, y con hervor nota la ventolera que
aireaba su falda por los coches que pasaban, y vuelve a oír los silbidos de los
jóvenes y a ver sus ojos desorbitados en los retrovisores, y respira hondo,
todavía, ese regusto que dejaba el sentirse deseada, desnuda en la mente de
otros, en la plenitud de su juventud y hermosura, y eso ocurría dos horas, más
o menos, antes, dormida, evocando un sábado camino de la discoteca a las
afueras del pueblo, muy lejos del cortijo sobre la loma, recién cumplidos, de
nuevo, sus dieciséis años; entonces, apega los ojos al cristal y le estremece
recordar el ocaso de la tarde que huye acuchada por una noche hermosa, verse
con su falda azul de pliegues por encima de las rodillas y su camiseta ceñida
con una frase rara en inglés, un Malboro encendido en una mano y el paquete y
el mechero en la otra, moviéndose con soltura, mirar y sonreír con cierta
morbosidad, y retrocede y el espejo le muestra un rostro herido y derrotado, un
cuerpo atrapado en sí mismo, callado, y no le gusta y regresa afuera con sus
ojos abiertos a besar a Flora y a Carmen que la esperan, plenas de hermosura,
como ella, ¿qué habrá sido de ellas?, piensa con escozor en los ojos, con esa
sensación de impotencia que a veces nos inutiliza mostrándonos solo el lado
amargo de las cosas, a la vez con esa pizca de esperanza que nos hace
agarrarnos como una lapa a algo sin saber muy bien a qué; éramos buenas amigas,
lo somos, los seremos siempre, aunque no volvamos a vernos, piensa con una
rabia inmensa, aquello pasó, llegaron tres amigos para tres amigas, no aquella
tarde que vive y recuerda donde no ocurrió nada, por eso tantas veces regresa a
ella y no a otras, simplemente a esa tarde porque no ocurrió nada, nada, como
un espejo apetecido donde mirarse siempre y no a este cristal espejo de esta
vieja ventana que le muestra sin ningún escrúpulo lo que malvive ahora.
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Susana parece más mayor por la ropa y el peinado, la ropa
negra heredada de su difunta madre, el moño que no se quita nunca, su gesto
agrio, el vello en la cara que no se depila, se dice que no tiene ganas, que
para qué arreglarse, que para quién, que no tiene motivo ni ilusión por nada,
que a este cortijo no viene nadie, si acaso el
chico que toma lectura del contador de la luz bajo el poste, cada dos
meses y que huye despavorido cuando la ve, nadie, y que al pueblo sólo bajaba él, que están
solos, que no tienen a nadie, que no tienen amigos, que nadie los visita ni
ellos visitan a nadie, por eso la ropa que trajo de la ciudad, la de sus
dieciocho años, no la ha repuesto y cuelga fosforescente en el armario al lado
de las batas negras y los mandiles negros con lunares blancos, se le quedó
pequeña y aquí tampoco ve sentido ponérsela aunque a veces él la obligaba, en
esos días raros que ella se vinculaba, a hacerle un numerito, hoy lo ve con
asco, lo normal de otros días, esa rutina, hoy, le parecía una aberración,
siempre le ocurría, siempre que regresaba al pasado, que se acercaba a la
ventana y salían sus ojos de estas paredes que poco a poco se desmoronan a la
par de sus días, esos otros días que lo maldecía y lo justificaba, pero no hoy,
hoy no ha sido así, no sabe el porqué.
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Susana mira el reloj por instinto, su reloj de pulsera que
marca las cuatro y diez desde hace más de veinte años, y supone que será más de
medianoche, no tiene sueño a pesar de que mañana, como todos las mañanas tendrá
que madrugar para echar de comer a los animales y arreglar el huerto que hay
detrás de la casa, es su quehacer diario, además de preparar la comida y tener
esta casa imposible algo decente, pero no tiene sueño y lleva dos horas,
calcula, dando vueltas por la habitación
apegada a la ventana avivando los recuerdos, estaba profundamente
dormida y vino él de su cuarto a despertarla, a remover la nausea que le
provoca esto que hace, que ella no quiere aunque le deja, la pudre por dentro
pero le deja, desde un día aciago de borrachera, algo después de morir su
madre, al quedarse solos, un día donde el mundo se paró y estalló en mil
pedazos, ¿qué importaba, entonces?, ahora no sabía frenarlo, es como un juego,
un desahogo lógico, dijo él, qué importa esto si aquí no hay nadie, si nadie
jamás va a enterarse; lo sabe ella, lo sabe su carne que soporta la inmundicia,
lo sabe su mente que huye sin descanso a aquel día, y a otros pero más a aquel
día que se nubló su visión y sólo vio aquella puerta abierta al cortijo de sus
padres, aquel lejano día en el pueblo, en casa de su tía, cerrados los libros,
prometida de Luis, a sus dieciocho años, a Luis no ha vuelto a verle, su tía
murió y con ella un motivo justificado para regresar de vez en cuando al
pueblo, nunca regresó después de aquel día, ni al entierro de su tía porque
alguien tenía que quedarse en casa, ni sabe nada de sus amigas Flora y Carmen,
si se casaron, si llevan una vida normal y decente, si son madres y sonríen a
sus hijos, si en su felicidad anida la esperanza, la esperanza, esperanza,
susurra retrocediendo a mirarse en el cristal, diciéndose que quizá ronde los
cuarenta y cinco años esta basura humana que la mira profundamente a los ojos,
que vive sin vivir, que vive enterrada, esta inmundicia, se grita, que también
fue madre, madre de dos hermosos niños, niño y niña, sin nombres, que yacen enterrados,
sin muestras visibles, en un rincón de la huerta.
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Un fuerte viento a ráfagas zarandea la vieja ventana y
aporrea los cristales, Susana está frente a él, apegada al cristal, y oye sin inmutarse su lamento por los
pretiles de la cubierta; se aproxima el invierno y aquí es especialmente duro,
nieva con frecuencia y es normal que la vieja carretera que cruza las montañas
cercanas, ofreciendo a temerarios conductores preciosas vistas al mar, esté
cortada durante largos periodos, la vieja carretera que asciende a la vera del
río y que puede verse en alguno de sus tramos desde lo alto del cortijo, desde
la ventana donde Susana fija la mirada a la vez que piensa y recuerda y busca
alguna luz anónima que la haga alegrarse, unirlo a la satisfacción de que a
estos lugares remotos llegan o pasan personas buscando algo, o a alguien, tal
vez un hombre a una mujer, ¿por qué no a ella?, sabe que no, porque para el
resto del mundo no existe y en cierto modo tampoco para ella, pero sería
bonito, hermoso y no pierde nada, dice, si lo piensa, que no es vieja, ni fea y
sólo tiene que arreglarse un poco, y echar tierra al pasado, y salir de este
ataúd de tres hectáreas sin vallas ni cadenas, mostrarse a la vida que pulula
en cualquier parte, eso piensa, y siente un deseo atroz de huir pero no lo
hace, nunca lo ha hecho, ahora menos, cada día que pasa menos, soy cobarde y
tonta, dice, en cualquier lugar estaré mejor que aquí por mal que esté, pero no
lo ha hecho, nadie hubiera corrido a impedírselo, eso lo sabía y no antepone
excusas ni un falso amor que ya no puede sentir, sólo que no lo ha hecho porque
no lo ha hecho, no puede culpar a nadie y sí a si misma, eso sí a gritos aunque
ya es gana de lamentarse, que tanto le daban cincuenta veces como setenta, el
mal está hecho y esa cruz la cargará mientras viva, ¿qué sentía por ese viejo
asqueroso?, pregunta y se responde : no sé, nada, una inmensa aversión y
también un poco de pena, recuerda que fue un buen hombre hasta aquel día,
cumplidor en su trabajo, buen marido, abnegado hasta despedir una unión de casi
cincuenta años en su lecho de muerte, aunque no tiene más remedio que reconocer
que la rondaba desde hacía años y que más de una vez la tocaba, decía que
porque era su niña, después cambió y esto emborrona una vida pero no toda como
si fuera un animal, lo es pero ella tenía la leve esperanza de la duda y eso le
hacía tratarlo con un mínimo respeto y consideración, bien es cierto que poco
la molestaba, que bajaba al pueblo cada mes si la carretera lo permitía con su R-4 a por avio, gasoil para las
máquinas, a cobrar la pensión, que no se limpiaba de una borrachera cuando
agarraba otra, y solo cuando rara vez aquello emergía intentaba calmarlo, como
esta noche, esta noche, sin embargo, distinta a otras noches y no sabe el
porqué, su semen era fuego y la quemaba por dentro, basura que la pudría, no
pudo soportarlo; estaba profundamente dormida, inmersa profundamente en sus
dieciséis años, en un día hermoso sin pesares ni remordimientos, sin hombres, y
abrió los ojos para verle desnudo, encima de ella, acoplándose para penetrarla
sin mediar palabra, rociándola de babas y olores nauseabundos, recuerda que luego
se giró a mirarlo, borracho, respirando con la boca abierta, roncando como un
cerdo, con una extraña felicidad en la cara, y se juró que no volvería a
hacerlo, y se acerca ahora a gritarle en la cara que nunca volverá a hacerlo;
nunca jamás, nunca jamás, ¿me oyes?, le grita ahora, ¡nunca jamás volverás a hacerlo, nunca,
nunca, nunca, nunca!.
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Años más tarde, tras
los meses de crudo invierno, el sol alegra con brío esta mañana de marzo, han
pasado algunos años, demasiados, y para Susana esto es como una rueda que gira
y gira, está hecha a todo pero un día como este la invita de nuevo a mirar lejos,
a levantar los ojos de la tierra, a desclavarlos de las paredes, a respirar con
más intensidad un aire fresco que cosquillea sus piernas, tratar con más amor,
si cabe, a sus animales, disfrutar con el verdor de las matas de su prospero
huerto, el brío de su pequeño trigal, todo es más hermoso así, le parece, se
aleja el duro invierno y con él la nieve
que sólo mora en las cimas y en algunas umbrías, todo brilla de nuevo con
alegría y despierta del sopor, como yo, dice frente al camino que serpea desde
la carretera hasta el cortijo, apoyada en el R-4 que agoniza, asegurándose para su tranquilidad que no sube
nadie, nunca le ha importado en particular y cuando salta de la cama lo primero
que hace es mirar el camino, recorrer su cuerpo de serpiente, fijarse en
cualquier resalte nuevo o bulto sospechoso que se mueva, otro Land-Rover como
el que hace una semana confundía en la lejanía con el verdor de las hiervas,
que ronroneaba en la prolongada cuesta acercándose para su estupor, casi lo ha
olvidado y no el estado en que se encontraba para recibir esa visita
inesperada, corrió a arreglarse un poco mientras afuera oía las voces, y ante
el pánico que le producía que entrasen extraños a la casa salió como pudo, mal,
cambió la bata negra por otra peor, mancilló su largo pelo con los dedos al no
encontrar un peine, salió con sus
cincuenta años, que calcula, y que pueden parecer sesenta o setenta así a
groso modo, y notó esa sensación en las caras de dos
Guardias Civiles, dos señores gordos y bigotudos, como dos hermanos gemelos,
bien uniformados a juego con el verdor del coche, notó la sorpresa en sus
caras, la ironía en sus preguntas y sorteó como pudo el principal motivo que
les trajo aquí, a este lugar que nunca venía nadie, que no era otro que
preguntar por D. José Orjas, su padre, motivación debida, explicaron, a la
llamada de un comerciante donde compraba
cada mes y que también se había informado que hacía años que no pasaba
por el banco donde religiosamente le ingresaban la pensión en su cuenta, que era
extraño y que quizá, pensó el buen señor, pudiera estar enfermo o haberle ocurrido algo. Ha muerto, les dijo
Susana con una sequedad rotunda nacida de su más enquistada rabia, pero creyó
que debía explicarles algo más y siguió: estuvo mucho tiempo enfermo, murió
hace pocas semanas, no he podido bajar al pueblo a decirlo, está enterrado en
el huerto, dicho esto les condujo a una cruz en un rincón del huerto, una cruz
claveteada sin ninguna inscripción, entonces ella les vio quitarse el tricornio
y santiguarse murmurando una oración breve, ella no pudo, nunca lo ha hecho y
sí llorar sin consuelo demasiadas veces desde que enterró a esas dos criaturas
que son parte de ella, de su sangre, algo sólo para olvidar y que no puede;
acabaron y continuaron sus preguntas, ahora referentes a ella, ¿qué les
importa, qué les importo?, pensaba respondiéndoles cualquier cosa, decían que
le quitarían la pensión, que baje al pueblo a informarse, que hay ayudas para
ella, que debe arreglar los papeles para tener médico del seguro, ¿qué me
importa?, les dijo, ¿qué no debo seguir
aquí sola?, es mi vida y hago con ella lo que quiero, estalló al fin gritando y
obligándoles a irse, los vio alejarse,
notando como pedradas el rechinar de las ruedas en las piedras sueltas y
recuerda que de reojo miró la vieja ventana, y imaginó el interior de su
habitación, un lugar sombrío, cerrado,
sellado desde hace años para ella, eso piensa ahora mientras mira el camino por
donde hoy no sube nadie, hoy que está
peinada con su pelo cortado por los hombros, la cara lavada, limpias y cortadas
sus uñas, la bata coloreada con retazos de vestidos de juventud, hoy no sube
nadie, ni oye ningún ruido, ni siquiera
por la vieja carretera, solo el débil
silbido del aire mezclado con el ambular de los pájaros; es un día hermoso de
veras, dice para desdecirse: como tantos otros, y se vuelve por instinto a la
vieja ventana, en la fachada del piso de arriba, la vieja ventana de madera con
los postigos cerrados a cal y canto.
Que bien escribes Juan, una genialidad.
ResponderEliminarun fuerte abrazo
fus
Gracias Fus. Me animas a seguir. Un abrazo
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