Pasa un vendedor de cupones. Recuerdo, entonces, que tengo
un cupón del lunes -hoy es jueves-, un número raro que me gusta –no sé el porqué-
y que compro de vez en cuando: el 02.222. Lo he comprado muchas veces y para
nada.
Lo paro porque me suena que el lunes acabó el número en dos,
para cambiarlo por otros cuatro patitos que es como lo llamo.
El vendedor se alegra más que yo, al menos en la primera
impresión.
-
Señor, tiene 36.000
euros
-
Vale, gracias –le digo aún en tono serio
¿36.000 euros?, empiezo a pensar. Estoy cerca del bar de
Jose. Pido el café de siempre: descafeinado de máquina cortado, y no comento de
eso ni una sola palabra. Debo ser prudente. Lo que sí hago es pensar. Tengo un
agujero que esa cantidad no cubriría ni el fondo con billetes de cinco euros. Y
sonrío al imaginar la fila en la puerta de mi casa de tantos que se han hecho a
la idea que no cobrarán ni un solo céntimo. Así que, a pensar. El café quema, y
con los nervios me olvido de soplar. Toso.
-
¿Estás nervioso, Paco?, te veo raro – me suelta Jose,
así, como la que te conoce de haberte parido
-
No, hombre, no, sería la primera vez- respondo, y con
razón
Se aleja a lo suyo. Y vuelvo a pensar. Hummm, no puedo
ingresarlo en cuenta. Hacienda, o el propio banco, se tiraría como un lobo a no dejar ni el
pellejo de este tierno hijo de puta que todos dicen que soy, aunque yo me diga
que no. Ya sé, ya sé, que me dejarían la parte de mi mujer, el 50%, pero yo a
esos no les regalo 18.000 euros “ni harto de migas”, susurro…
-
¿Qué?- pregunta Jose que está con una oreja en la vida
de todos menos en la suya, que aquí nos conocemos todos
-
Nada, nada- le digo
Sigo. Ni de coña voy a contárselo a la Pepi , que sé que me tiene
ganas. Razón tiene pues, y debido a mi mala situación las está pasando canutas,
advierto que un día sí y el otro también está pensando en dejarme. No tenemos
hijos, entre unos y otros me han dejado solo el apellido, y porque no vale ni
un euro; tenemos solo este piso de alquiler y los cuatro muebles que lo adornan
y que por cierto tampoco he pagado, piso del que ya debemos algunos meses, así
que decirme: por aquí un toro, por allí una vaca, le sería fácil. Hacerme ella
misma la maleta y cerrarme la puerta en las narices. No hay nada que partir, si
acaso la cara -la mía, porque la
Pepi es mucha Pepi-.
En fin, que a la
Pepi ni agua, más porque me la está pegando con mi primo el
Julián, gordito, solterón y feo, pero con pasta, que es lo que ahora nos estaba
haciendo falta, y la que en cierto modo nos está manteniendo. Sigo pensando. No
puedo decírselo a nadie, ni ingresarlo en al banco. Uf. Pero el vendedor de
cupones lo sabe y si no tomo medidas se lo contará a medio barrio, y ese medio
al otro. Apuro el café y salgo a buscarlo. Sigue en su esquina, bajo un balcón,
a la sombra. Le explico algo por encima -un rollo que me invento- y me dice que vale,
que no me preocupe, que esté tranquilo, pero no me fío.
-
Si no lo cuentas cuando lo cobre te doy 200 euros – le digo
jurándoselo por mis muertos, mintiendo, claro, como un cosaco
-
¿Quiere que sea negro? – me susurra tras asegurarse que
no le escucha nadie – conozco a alguien…
-
¿Negro?- exclamo como en un haz de luz- negro, pero
negro como el carbón…
-
Puede sacarle 40.000 – los ojos se le agrandan para
seguir- 38.000 para usted y 2.000 para mí
-
¿Quién es?
-
Eso no se lo puedo decir
Le miro de arriba abajo. Espero con impaciencia que me
cuente.
-
Venga mañana. Tengo que hablar con él
Hecho.
Al día siguiente, sobre las once, tengo en mi bolsillo
38.000 euros en billetes de 500. Estoy eufórico. Ya no me importa que anoche
haya tenido que dormir solo, que mi mujer me llamara por teléfono a media noche
para decirme que estaba en el cumpleaños de una amiga cuando yo sabía que
estaba con mi primo. Más horas más pasta. Ya sé que hacía falta, o que a lo
mejor se está enamorando de él, quién sabe. A mí ya no me importa, así que ya
puede quedarse con él también ésta noche y todas las noches, y de día si
quiere.
Vuelvo a casa y le digo que se acabó, que se quede con el
piso, con los muebles, con todo lo que
tenemos. Sonríe. Y no se sorprende. Ya he dicho que ella iba a decírmelo y al
adelantarme le he hecho un favor. No le importa. No me importa. Palpo el bulto
en el bolsillo. Salgo a la calle y respiro. Son las doce y media. Voy al bar de
Jose y pido mi café. En los servicios saco del fajo un billete de 500 para
cambiarlo en el primer banco donde no me conozcan. Hummm, va a ser que no. Pienso.
Hay una administración de loterías en las afueras a la que no he ido nunca. Compro
dos billetes para navidad y arreglado. Así ya tengo efectivo para empezar a
encauzar mi vida. Me marcharé a otra ciudad. Ya sé que no es mucho dinero pero
menos tenía antes, así que procuraré estirarlo lo que pueda y luego dios dirá.
En la administración me atiende un chico desgarbado pero muy
amable y le pido dos números acabados en dos porque los 4 patitos no los tiene.
Le doy el billete de 500 y me pide que espere a que un chico más joven, que está
a su lado, vaya a buscar cambio.
Cinco, diez, quince minutos. Me impaciento.
Entran dos policías locales.
-
¿Es este?- preguntan al chico desgarbado, que asiente
con la cabeza
Uno me sujeta los brazos, los pone a mi espalda y me esposa.
Luego me registra los bolsillos y saca el sobre abultado con el resto de
billetes de 500, imagino que más falsos que este polo que visto, un Lacaste que
me compró la Pepi
por 3 euros en el mercadillo.
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