Mujer,
dulce niña, mi niña.
Duermes.
Las cortinas filtran la luz en los ventanales y un resquicio
juguetón alumbra tus labios.
Prefiero mirarte sin la presión de tus ojos, desnudar mi
sentimiento en la más impune soledad, ¡así, es tan fácil! No puedes oírme
cuando mis labios cerrados se expresan con una hondura mágica. Se abren los
caminos y emerge, fresco, un sentimiento innato y nada temeroso. Me abrumas y
no puedes evitarlo, ya lo sé, no tienes la culpa cuando me acunas tus ojos o
mueves con infantil ternura la medusa de tus labios, cuando pronuncias mi
nombre y me dices en un susurro que me quieres. Me estremezco afortunado y
tiemblo, y ese temblor me oprime y anula cualquier respuesta. Ahora tengo las
palabras y te las digo en silencio mirándote a la cara, créelo, sin ningún
rubor o tartamudeo.
La sabana apenas te cubre y ondea en tu perfil acuoso. Eres
hermosa, hermosa como una amapola, atalaya en un manto verde y diáfano, te
digo, cálida como el sol que disiente del invierno, profunda, frágil, como una
noche que permite soñar.
Mi mente estalla, está eufórica porque veo en ti lo que
deseo, no lo que soy. Aquello está lejos y es inalcanzable pero no importa
porque estando en ti me tengo, recupero mi aliento lejano. Sí, ya sé, esta
embarazosa diferencia no te importa, estás harta de repetirlo, te lo escucho
una y otra vez y supongo que no lo dirás sólo por decirlo sino que lo sientes
de veras. Me has hablado de una infancia tórrida, vulnerable y sola, sin un
tronco firme donde agarrarte y buscarás eso que nunca has tenido. Créeme, me
ocurre lo mismo en cierto modo, la juventud campea a sus anchas sus instantes
de gloria y la mía se escurrió por las fauces de una alcantarilla, ¿qué puedo
hacer?, desde entonces la he buscado sin convicción hasta encontrarte y a mí,
asaltando el tiempo y apoderándome de un sueño.
Ahora estás aquí,
desnuda a mi lado, con tus pétalos de primavera, flor donde mezo mi exigua esencia y me inundas y tu ternura regenera, en
cada encuentro, las células muertas, asolando la atonía, poco a poco,
regresando a la juventud atrincherada en mi mente. Tú, por el contrario, gozas
a gritos mi cuerpo agreste, permíteme que dude pues nunca nadie gritó cuando
debía, pero gritas, fingido o no y me hacer crecer y crecer hasta llegar a
algún lugar recóndito de algún sueño lejano.
Estiro la sábana, con suavidad, y se desliza en tu cuerpo de
mar como una ola. Parpadeas pero tu sueño es profundo. Ha sido una noche
intensa y yo también estoy cansado pero no puedo dormir de pensarte, de esperar
que despiertes para volver a tenerte. Tal es mi estado febril, esa convulsión
elíptica que me provocas. Dulce niña. Estoy atrapado en ti sin poder evitarlo.
Mis ojos asaltan de
nuevo tus murallas y mis manos te perfilan sin rozarte. Planeo tu perfil montuoso y desciendo a tu dulce refugio
boscoso, que muestras dispuesto, remanso
de paz para mi cuerpo fruncido por el ansia. Desciendo y presiono mis dedos.
Noto la lasitud de tu carne enrojecida, la rigidez de los primeros días
completamente a la deriva. Está caída, rota como si no le importe lo que
ocurra. Es mejor así, ya lo sabes, no tiene sentido de otra manera.
Te miro a los ojos y continúas durmiendo con la paz, el
sosiego de una niña. Me estremece pensar que viviendo lo vivido tres veces yo
aún estaría vivo, que soy dueño de una espiga que verdea y florece, que irradia
la juventud que añoro con espanto, esa juventud que pasó en mi vida a oscuras y
vaga ávida en mi memoria. Tal vez sea tarde para vivir pero no para sentir.
Hierven mis sentidos y me olvido qué soy. Dulce niña, tú me has ayudado como
ninguna. Lo tienes todo, nada escaso que añore de otra. Y has aprendido a
amarme, a sentir mi deseo como yo te he exigido.
Acaricio tu vientre y desciendo tus muslos hasta las
rodillas, uno y otro, flirteando como si te viese por primera vez. Me alejo un
palmo y te contemplo entera, tus manos entrelazadas al cabecero, tu ondoso
cuerpo estirado, tus piernas abiertas como una tijera…, perdóname, lo sé, no es
esto lo que mereces. El amor es sinuoso, siniestro, linda el abismo tras esa
fachada de jocosa confianza que nos ciega. Yo te creo, aunque repitas mis
propias palabras, niña, hasta el acento de mis propias palabras.
Respiro hondo.
La luz estalla en los ventanales con ardoroso poderío y nos
acuchilla inmisericorde.
Otro día florece y yo espero hacerlo en ti de nuevo. Sólo
tienes que abrir los ojos, esos ojos que me abres temerosos o como muestra de
exacerbada complacencia, susurrarme a mis oídos mis palabras, esas que me has
regalado todos estos días y enfatizas con una maestría que son la llave de mi
deseo. Te abriré, niña, entonces, la puerta de ese hombre que no soy, que
regresa a renacer en ti rebuscándose en los oscuros piélagos, que penetra su
mustio vigor en tu hondura frágil, que cubre como una nube negra el paisaje de
una flor.
Pero no debes rendirte, niña, dulce niña. Lucha, escucha el
silencio y tu corazón te dictará nuevas palabras. Centra tu mundo en mí y ten
fe. Tu fe en salvarte sanará tus heridas y te dará las fuerzas para
enfrentarme. Debes luchar para que yo luche y me sienta vivo, respirar un nuevo
día aunque no tengas ninguna esperanza.
¡felicidades a la destinataria de tus palabras. ¡precioso!
ResponderEliminarsaludos
marian
Juan felicidades, me ha gustado mucho tu entrada, Un abrazo
ResponderEliminarPuede que bonitas palabras, Marian , pero en boca de un personaje siniestro. Mentes enfermas que, por desgracia, abundan
ResponderEliminarGracias por tu visita. Ya hablaremos
Un abrazo
Gracias Pepi, lo he recuperado pues ya lleva algunos años escrito.
ResponderEliminarUn abrazo
Wow Juanito me has dejado muda, sin palabras.
ResponderEliminarNo cabe duda que el amor nos conlleva a la locura, sin voluntad para poder salir de ese trance.
Mi abrazo de alitas.
El amor ha de ser algo natural y no una merienda de negros. Siempre de dos, y que estén por la labor.
ResponderEliminarGracias Diana. Un abrazo