Agonizaba
la gélida tarde del mes de enero. La calle Obispo estaba solitaria. Juan Angulo
salía de su oficina y no podía creer que no hubiera ni un alma cuando ayer
estuvo de bote en bote por la cabalgata de reyes. Se ajustó el gabán y obligó a
María a que entrara a pedirle a su abuela su chaqueta de pana.
-
Hace un frío de perros, María
Miró el reloj. Eran
las siete y media. Tenía tiempo. La cita era a las ocho. Podía acercar a
María a su casa, en la ladera del castillo y llegar con tiempo sobrado.
María salió con su chaqueta echada a modo de capa y se
respingó a besarle.
-
Hasta mañana
-
Voy a acompañarte
-
Tienes una cita. Ve. Rezaré para que sea un buen
trabajo
-
Es a las ocho, María, falta media hora
-
Mejor que llegues pronto que tarde, anda, ve, ve
Angulo se quedó inmóvil viéndola alejarse. María se giró y
él le lanzó un beso en un soplo.
-
¿Quieres irte de una vez?
-
Te quiero – le gritó Angulo
-
Vale, vale, ve, ve
María enfiló la cuesta mientras Angulo silbaba una canción navideña con las manos
sumergidas en el gabán dando sus primeros pasos en dirección a la calle Saeta a
remediar a una tal Juliana, intima amiga de su abuela. Pensaba en María.
Llevaba trabajando un mes para él y le tenía loco. Aún no le había tocado un
pelo ni le hacía falta. Se había enamorado como un colegial y su sola presencia le llenaba de gozo.
Llevaban juntos un mes desde que dejó su trabajo de mozo en un taller mecánico
para ser detective y éste era su primer trabajo.
Comprobó que no olvidaba nada. La pistola le colgaba en un
costado, la libreta y el bolígrafo abultaban en el bolsillo de la camisa. Iba
algo nervioso. Juliana no le había dado detalles por teléfono, sólo que no
dijera ni una palabra a nadie y que fuera puntual, que no preguntara a nadie
por ella, que ya se encargaría de
dejarle abiertas las puertas del portal y de su piso.
Miró el reloj. Las siete y treinta y cinco. No se lo pensó y
en dos zancadas llegó al “Malena”. Pensó que no hay nada mejor que un trago
para calmar los nervios. A Juancho le extrañó verle tan temprano pero sabía lo
que quería y se lo plantó en el mostrador, interesándose al tiempo si pensaba
pagarlo.
-
Tengo un trabajito entre manos. Te pagaré cuando cobre
-
Ya va por los mil euros…
-
Llevo un mes sin trabajar. Y tengo gastos. Ya sabes. No
te preocupes, campeón.
Juancho confiaba en él.
Una mala racha la tiene cualquiera. Para eso están los amigos.
Angulo se bebió dos whiskys a la carrera con tapa extra de
jamón y queso y retomó la calle Obispo simulando deslizarse como en un tobogán
hasta la Catedral. Se
detuvo a mirarla. Siempre que pasaba la miraba aunque jamás ahondaba en
detalles. Le fascinaba en su conjunto y le abrumaba al mismo tiempo. Con los
focos vestía majestuosa. En la plaza varias parejas lucían sus abrigos y
algunos niños corrían al amparo de sus gritos. Angulo sonrió. Volvió a pensar
en María, también en los niños, esos diablillos que siempre miraba de lejos.
Dejó la Catedral
a su izquierda y miró el reloj de nuevo. Faltaban diez minutos y aceleró el
paso rumbo a la calle Saeta. Hacía años que no pisaba ésta calle a pesar de su
proximidad, que no pulía la suela de sus zapatos patinando por sus aceras. Hoy
le mareaba la inclinación de la calle, el brillo de las baldosas por las luces
porque le parecía que iba a escurrirse como entonces.
El bloque de pisos estaba mediada la cuesta. De niño venía a
menudo con su abuela y pasaba muchos ratos jugando en la calle. Tenía un amigo,
Julián, recordó mientras miraba de reojo la fachada del bloque de tres plantas,
envejecido, abandonado a su suerte.
-
“Como mi abuela -
se sobrecogió, y sonrió - tal vez
como Juliana”
La puerta del portal estaba abierta. Entró y a pesar de la
penumbra vio restos de suciedad redondeando los rincones, ribeteando las
pisadas en la escalera. El suelo estaba pegajoso y chancleteaban las suelas al
despegarse. Olía a humedad. Es repugnante, pensó. En la planta baja, al
final del pasillo estaba la puerta del piso de Juliana. Estaba entornada y la luz del interior encendida.
Vio a una sombra moverse. Caminó con
sigilo aunque en la caja de escaleras no se oía a nadie. Antes de alcanzar la
puerta Juliana le abrió.
-
Venga, venga, Juanito, date prisa – le siseó
Juliana vestía una bata negra corta y tenía las mangas
arremangadas. Por eso le llamó la atención sus brazos y piernas blanquecinas,
delgadísimas, también sus ojos saltones, su cara arrugada como surcada por un
tenedor. Angulo se sobresaltó. Intentó envejecer a la Juliana que conoció hasta
los doce años y no le cuadraba. Ni siquiera
cotejándola con su abuela que sería de su edad. Dudó. Su sexto sentido le
aconsejaba salir por piernas. Pero
recordar las palabras de su abuela: “Pórtate bien con mi amiga, animal”, le frenaron. Debía quedarse por su abuela. No
le quedaba otro remedio.
Juliana abrazó su cintura y apoyó la cabeza en su pecho.
-
Dios, Juanito, cuanto tiempo, cómo has crecido
Olía a sudor y a ropa
sucia. Angulo dio una arcada. Le pringó la espalda de un revoltillo con whisky,
jamón y queso.
-
Usted perdone – se disculpó azorado
-
Tenía que lavarla, hijo, no te preocupes
Juliana se quitó la bata sin cortapisa y un camisón fucsia
mugriento desmejoró más si cabe su
físico.
-
Te preguntarás para qué te he llamado
Se giró al largo pasillo. Pidió a Angulo que la siguiera.
Las luces tenues disimulaban la suciedad pero el hedor era
insoportable. Analizó la situación mientras la seguía con cautela: vivienda
caótica, vieja chiflada, trabajo basura. Sonrió al preguntarse: ¿Qué puede
querer una vieja chiflada, cerda, de un detective?, y se respondió: puede que
no esté chiflada, que sólo sea una cerda, que me haya llamado como al hijo de
una amiga.
Juliana abrió la puerta de una salita. Fue como si destapara
un contenedor de basura. Angulo vomitó de nuevo.
-
Debe ser la cena, me habrá sentado mal
Juliana no se inmutó. En el pasillo brillaba una buena
mancha.
-
Tenía que fregar, ahora con más motivo. Pasa, anda,
siéntate
Angulo se sonó la mocarrera e intentó respirar con la boca.
Una lámpara envuelta de polvo y alguna telaraña, con la mayoría de las
bombillas fundidas, iluminaba un ambiente tétrico. Entre los escasos muebles se
amontonaban decenas de bolsas grandes de basura.
-
La mayoría son de ropa vieja. Para los negritos – le
aclaró al ver su gesto de asco – Eran de Alí, trabajaba en eso
Angulo le formuló la obligada pregunta pero sin hacer un
gesto ni decir una palabra.
-
Alí es mi marido
Angulo siguió con la boca abierta, respirando, de paso.
-
Bueno, no marido marido pero como si lo hubiera sido.
Para efectos igual. Hemos sido muy felices juntos
-
¿Hemos?
-
De eso quiero hablarte. Ha muerto…
Gimoteó y tuvo un golpe de tos. Tan fuerte y prolongado que
se le amorató la cara y Angulo se
asustó.
-
Hace una semana que no fumo pero ésta tos… - dijo
carraspeando y escupiendo varias veces sobre las bolsas de basura - La edad, la
edad, Juanito…
Se calmó y abrió el cajón de una cómoda. Puso una caja de
latón sobre la mesa. La abrió y de un
buen fajo de billetes sacó dos de quinientos euros.
-
Toma, son para ti
Angulo puso cara de bobo y olvidó por un instante el infecto
agujero donde estaba metido. Su visión
perfumó el ambiente, desodorizó a la guapetona de Juliana, le parecía ahora
entrañable, y cuerda, entrañablemente cuerda.
-
¿Qué hay que hacer? – preguntó con ánimo
Juliana colocó la caja con mimo en el fondo del cajón y la
cubrió con unas sábanas. Después se giró despacio y tartamudeó al empezar a
hablar.
-
Primero quiero que sepas que con Alí he sido muy feliz.
No te confundas. Dos semanas de mi vida que no cambiaría por nada. Siempre he
estado sola, tú lo sabes. La soledad en la vejez es insoportable. Un día tocó a
mi puerta vendiendo algo y no consentí que se fuera. Bueno, sí, sólo un día que
había quedado con un amigo para recoger ropa usada. Creí que no volvería pero
trajo todas éstas bolsas. Se pelearon, me dijo, y partieron la carga. Aquí la
dejó, no sé bien para qué.
-
¿Era ilegal?
-
¿Eh?, claro, claro
-
Está usted loca, Juliana
-
Me alegró el cuerpo, hijo mío, que falta le hacía, y me hizo compañía que me
hacía más falta
-
Y ha muerto.., ¿de qué ha muerto?
-
Le clavé algo…, nada…, un cuchillo…, un cuchillo…
Juliana lo confesó al fin con rabia, sin una leve muestra de
arrepentimiento. A Angulo se le heló la sangre y no movió ni un músculo.
Juliana continuó:
-
¡No soy una asesina, Juanito, por Dios!. Es largo de
explicar. Me dijo que me quería…, confié
en él…, ya sabes, le regalé mi cuerpo…, le conté mis secretos…, le mostré mi
dinero…
Angulo reculó. Era un asunto turbio, nada de su incumbencia.
-
Tiene que llamar a la policía
-
¡Y un cuerno! – se exaltó, luego gimoteó – ese hijoputa
quería robarme y largarse, Juanito, no lo entiendes
Le dio otro golpe de tos. Con más fuerza que antes. Esputaba
en cada berrido, los ojos entraban y salían de sus cuencas, el color de la piel
se le puso feo. Pronto se le pasó.
-
Esto es cosa de la policía – insistió Angulo
Juliana sacó con la rapidez de un rayo otro billete de
quinientos.
-
Te daré mil euros más a la vuelta
-
¿A la vuelta de qué? – preguntó temblando como un
azogado
El dinero hacía milagros.
Juliana no era tonta.
-
Que conste que sólo lo haré por mi abuela – dijo
Angulo, tomando brío y agarrando el nuevo billete - ¿otros mil? – se preguntó
incrédulo
-
Tenemos que llevarle a la sierra. Conozco un sitio. El
pozo de mi tío será un lugar perfecto para que se pudran sus huesos - rumió
A Angulo el dinero le hizo dudar. Era lógico después de la
racha que llevaba, de sacarle cada mes la paga a su abuela y poco a poco los
ahorros. Qué remedio. Qué sería peor que estar sentado en la oficina cazando
moscas, aderezado tan sólo por los descotes y los muslos de María. Tampoco
olvidaba que María aún no ha visto ni un céntimo, que si seguía sin cobrar le dejaría plantado.
-
“El dinero manda” - pensó resignándose a su suerte;
también intentó animarse: “Esto es el comienzo, Juan, por algo tienes que empezar”.
Juliana le condujo a su dormitorio. El cadáver estaba sobre
la cama. Hedía aunque lo disimulaba el sopor el ambiente.
-
Lleva dos días muerto
Estaba encogido, con los ojos muy abiertos, y un gran
cuchillo de cocina clavado justo en el corazón.
-
“Se lo ha clavado cuando estaba durmiendo, seguro”
- supuso al ver que la víctima no tenía
signos de haber podido defenderse
-
Era de Chad. Saltó en patera a Motril
Juliana parecía serena, miraba al muerto sin alterarse lo
más mínimo. Angulo volvió a vomitar, ésta vez sobre un ángulo de la cama.
-
¡Voy a tener que hacer sábado, hijo mío!
-
Hay que abrir la ventana. Esto no hay quién lo aguante
-
¡Ni hablar!
Pensar en el dinero le dio fuerzas. Se acercó al negro. Era
un tipo enclenque, mancillado por el hambre, de un negro negrísimo, le vino a
la cabeza que de esos que no se fiaba ni un pelo aunque parecieran buena gente,
y es que recelaba de todo pero por motivos de peso (viene de lejos) de los
negros y los maricas. Pero éste estaba muerto. De los muertos no temía. Por el
contrario, le dio pena que un negro viniera a España a morirse, a echarle tres
polvos a una vieja mugrosa, y a morirse.
- “A lo mejor un
poquito de asco. Menudo final para una vida de perros” - largó para sí una frase lapidaria.
Se dejó de chácharas. Regresó a la cruda realidad.
-
¿Cómo lo sacamos de aquí?
-
Tu abuela me dijo que tienes coche
-
Lleva un mes aparcado en la calle. La batería estará
jodida
-
Pues búscate la vida
-
Bueno. Ahora vuelvo
Salió a la calle como de un ataúd y respiró a boca llena
como si se le fuera a acabar el aire aunque estaba helado. “¡Menudo trabajo!,
¡Dos mil quinientos euros!”, recordaba para soportarlo, también evocando su
infame periplo de detective y el año de sueldo que le dejó colgado su jefe de
taller y que pensaba pagarle, eso le prometió, la misma semana que se mató con
su Mercedes. El trabajo se fue al garete y no cobró porque el tío estaba
endeudado hasta las cejas. Tuvo
depresión, luego Juancho le animó (por su corpulencia, por su perfil de
matahombres), a hacerse detective bajo cuerda; le dijo que él correría la voz
(también lo hizo su abuela), que algo saldría, y éste es el resultado: “¡Dos
mil quinientos euros!”, silbó. Aunque fuera un trabajo abyecto, un delito a
todas luces. Se recordó que un trabajo que aún estaba por hacer, cobrado sólo
en parte.
Debía pensar. Su Ford Fiesta tal vez arrancara pero ahí no
iba a meter a un muerto ni muerto…, y le vino a la mente el Renault 4 de
Juancho.
-
No tiene por qué enterarse
Subió la calle Obispo aliviando el paso. Entró como un
ladrón en su casa y vació su tesoro en la soledad de su arquilla. Pero el oído
de su abuela funcionaba perfectamente.
-
Juanito, ¿eres tú?
Se acercó y la besó. Estaba cegada con la tele, sólo para
las noticias, luego no había quién la hiciera sentarse.
-
Tengo que irme, madre
-
¿Qué quería la Juliana ?
-
No era para ella. Es… para un vecino
-
Bueno, ala, ve, hijo
Se embutió en la tele. Angulo la miraba. Observaba su figura
encogida por la edad, su ropa negra (el vestido, las medias hasta las rodillas,
el pañuelo en la cabeza) que lavaba todos los domingos (se quedaba en camisón
mientras la secaba en la chimenea) y volvía a ponerse, elogiaba su vitalidad
enorme aunque estaba en los puros huesos, y comenzó a notar, como otras veces,
que su vacío interior se llenaba de la felicidad de tenerla como madre, aunque
no fuera su madre, aunque no les ataba ningún vínculo, ni lejano de sangre.
Para la gente era su abuela, para él su verdadera madre. “¡Paradojas del
destino!”, rememoró como en un flash que le sacó recién nacido, llorando, de un
contenedor de basura cuando el camión de disponía a engancharlo, que nadie la
vio ni dijo nada, que inventó dos
muertos para la gente: un marido y una hija, de paso su rol de abuela.
Angulo la tocó en el hombro y se dispuso a marcharse. Ella
no se giró pero él no dejó de mirarla hasta que se interpuso la hoja de la
puerta.
En la calle volvió a caer en el desánimo. De todos modos
entró en el “Malena” con prepotencia. No quería que Juancho lo notara.
Dos corros de niñas animaban el local, también algún voyeur
solitario. Fue directo a grano. Le pidió un whisky y las llaves del coche.
-
¿Para qué?. Se lo ha llevado mi hijo. Ha ido a por
Coca-cola
-
Es para el trabajo. El mío no arranca
-
Sólo me falta prestarte a mi mujer
-
¿La
Ramona ?, no, gracias – rió – Será para un rato. Cuestión de
media hora
El niño tardaba y se distrajo mirado a las chavalas,
pidiendo un whisky tras otro.
-
Mañana te daré cien euros – calmó a Juancho
Una hora después llegó el niño. Eran casi las once.
-
Ten cuidado que frena poco – le gritó Juancho cuando se
iba cagando leches
-
Y la dirección tiene holgura – galleó el niño
Angulo amagó una postura tras otra para meterse en el coche.
Un Renault 4 era complicado para él. Tuvo que desplazar el asiento a tope. Aún
así quedó encajado y le costaba moverse. Arrancó y se santiguó. El coche se
mecía por las calles empedradas como una
carraca. Gruñían los amortiguadores, chirriaban los neumáticos, la dirección
tenía un tac tac que presagiaba lo peor. Pero el motor sonaba bien.
-
Algo es algo
Las calles estaban vacías.
En la Catedral
tampoco vio a nadie.
-
Mejor, mejor
Aparcó encima de la acera e hizo de tripas corazón para
volver a meterse en el infecto agujero. Juliana tenía la cabeza asomada a la
puerta. Su visión y el respirar a inmundicia de golpe le dio nauseas pero se
contuvo.
-
Tengo varias bolsas grandes. Si alguien nos ve diré que
has venido a visitarme y que me ayudas a sacar la basura
-
Págueme lo que falta y así no tendré que volver – se le
ocurrió decirle al notarla animosa
-
¡Ah, no!. No soy tonta, Juanito. Tu acaba y yo te pago
– rechifló
Se puso a la faena. El negro estaba encogido y no le costó
trabajo embutirlo en el plástico. Quería dejarle el cuchillo pero Juliana
insistió.
-
Joder, Juanito, es del ajuar. Yo no soy capaz
Vomitó dos o tres veces dejándolo todo perdido. Pesaba. A
pesar de su fuerza tuvo que llevarle a
rastras. Juliana se despatarró para ayudarle y empezó a toser como una tísica.
Angulo esperó a que se le pasara y le dijo que fuera delante para avisarle si
había alguien. Se escurrió por las sombras. Puso oído. No había nadie. Tampoco
en la calle. Angulo le arrastró a tirones. Al llegar a la escalera se enganchó
con la baranda y rajó las bolsas. El negro quedó tirado en medio del pasillo.
Tuvo un instante de pánico, más de ver la cara descompuesta de Juliana.
Entonces no lo pensó, lo abrazó como a un bebé y salió pitando al coche.
Juliana no sabía abrir el maletero. Él tampoco atinaba con el negro en brazos.
Entre otras razones porque estaba cerrado con llave. Maldijo a algún
conocido. Dejó al negro en el suelo y la
buscó en los bolsillos. Temblaba. Era un milagro que atinara a meter la llave
en la cerradura. Pero lo hizo. Cogió al negro al tiempo que un coche enfilaba
la calle. Los faros le deslumbraron.
Entonces bajó los brazos creyéndose perdido y el negro cayó al suelo y
rodó calle abajo. Juliana logró frenarle. Pero el coche pasó y no se detuvo.
Vivieron unos segundos de silencio donde miraron en todas direcciones sin mover
un músculo. No había nadie en la calle, ni en las ventanas, ni en los balcones.
Reaccionaron. Angulo volvió a cogerle y con toda la rapidez que le permitía el
temblor que le atenaza lo soltó como un
bulto en el maletero. Misión cumplida. Aunque la cerradura no cerraba y sudó al oprimirla. Algo crujió en el
interior. Y una mano asomaba en el cristal. Se quitó el gabán y por una puerta
lateral la cubrió. Respiró. Juliana también. Lo peor está hecho.
-
No tardaré en volver
-
¡Ah, no!. No creerás que voy a fiarme de ti. Serías
capaz de tirarlo en una cuneta. Quiero que tenga un entierro digno
-
¿En el pozo de su tío?
-
Siempre ha estado seco, no te preocupes
-
No, si preocupado por él no estoy
-
Pues sube al coche de una vez y haz tu trabajo
Juliana se escurrió al interior con soltura. A Angulo volvió
a costarle.
-
¿Conoces el lugar?
-
Sí. Fui una vez
Arrancó. Tanteó los frenos al descender la cuesta.
Respondían. No había problema. El problema surgía cuando llaneaba o había una
ligera pendiente. Entonces pisaba a tope el acelerador y el Renault 4 circulaba
al límite de sus fuerzas. Y no habían comenzado los desniveles para ascender a
la sierra. Angulo cambiaba continuamente de velocidad para darle brío. Pronto
se alejaron de la ciudad y les envolvió la noche. Asomaron los primeros chales,
una urbanización hacinada en una ladera.
-
Ya sé cuando fuiste – recordó Juliana – Después de
morir mi tío heredé la finca y fuimos a conocerla. Pero tú eras muy niño..,
¿aún te acuerdas?
-
Más o menos
-
Me llevé un chasco. Cincuenta cantacucos en un
pedregal, una casucha hundida y un pozo seco. No he ido desde entonces
Angulo abrió la ventanilla. El hedor a difunto y el
batiburrillo de Juliana comenzaba a incitarle a la vomitera. El whisky se
agitaba en su estómago. No pudo evitarlo. Abrió la boca y procuró manchar a
Juliana, de ningún modo al coche. Ella que estrenaba mandil intentó hacer de él
una balsa. Pero Angulo seguía y no controlaba la dirección al no poder apartar
la vista de la carretera. Al fin mermó y cuando las lágrimas dejaron de anegar
sus ojos se dio cuenta del desastre. El interior del coche estaba pringado por
todas partes salvo el perfil de Juliana. Maldijo todo lo inimaginable porque
tendría que lavarlo.
-
¡Puerca miseria!
-
¡Sí, puerca, puerca, puerca, hijo mío! – gritó Juliana,
luego calló, y empezó a toser
Juliana tenía estómago pero ya no se trataba sólo de tener
estómago. Tosía, puede que por lo suyo, puede que porque el vómito le dio un
asco de muerte, puede que porque el hedor de su amado Alí se había hecho dueño
de la ridícula atmósfera del coche y le era insoportable. Lo cierto es que
tosía, tosía como Angulo no la había oído antes, expectorando nuevos elementos
a la lid, esputos amarillo verdosos que ametrallaban los cristales y provocaban que Angulo siguiera vomitando y dejara su estómago
limpio como una patena.
Era un caos. Juliana tosía y tosía. Angulo maldecía y
maldecía los infiernos.
Al tiempo el coche
coronó en primera velocidad una pendiente muy empinada. En el cambio de rasante
tenían que desviarse a la izquierda. Juliana gesticuló para avisarle porque la
tos no remitía. Angulo estaba medio cegado por las lágrimas, por la rabia y se
aceleró. Dio un volantazo al tuntún, sin importarle que todo se fuera al
traste, con la inmensa suerte de que no
venía nadie de frente y la entrada al carril era muy amplia.
No podía creerlo. El
coche había enfilado el carril. Frenó. Y
se bajó como pudo.
Hacía un frío de perros pero era aire, aire al fin y al
cabo. Se puso ciego de aire e invitó a Juliana a bajarse. Juliana estaba
callada, no tosía y no le contestó. “Que se joda”, pensó. Tenía que
recuperarse. Esto no había acabado. Había sido un infierno pero aún le quedaban
doscientos metros, un negro muerto y un pozo seco, además de bregar con una
vieja chiflada.
Casi sin ganas miró la noche estrellada, la capital a sus pies como una burda copia (mención
aparte la Catedral
de sus amores), con recelo el carril sesgado por la oscuridad a pocos metros.
Se sintió muy pequeño y miserable. “Una victima”, rectificó
para intentar justificar ésta tropelía injustificable. Volvió a decirse que no
lo habría hecho si no le amenazara la indigencia, si tuviera un trabajo digno…,
si no amara a María…,
-
“¡María, María!, enamorarse es muy caro…, la boda…, los
hijos!. Sí creo que lo hago por ella!.
Quería seguir pensando en María. Pero el runruneo del motor
no le dejaba. Le conminaba a acabar el
trabajo. Siguió respirando con ansia. Y sin demasiada convicción se fue
acercando al coche. Mirándolo sólo de reojo. También a Juliana. Juliana no se
movía. Le parecía raro.
-
“A lo mejor está muerta”, murmuró tiritando
No. La vio moverse.
-
“A lo mejor se ha dormido”, rectificó para
tranquilizarse, y se contó un chiste: “Es una cerda, está en su ambiente, no me
extrañaría”.
Las luces de un coche parpadeaban a lo lejos. No era un buen
lugar para estar parados. Podría ser la policía. No quería ni pensar que
pudiera ser la policía. Se metió en el coche todo lo rápido que pudo. Sin
pensar. Le había cogido la medida. Pero no al olor. Vomitó. Pero no arrojó
nada. El estómago estaba vacío. Miró a Juliana y al tiempo por el retrovisor. El resplandor de las luces
del coche se acercaba. Giró la llave. El
coche estaba arrancado y le dio dentera. Metió primera y Juliana se volcó sobre él. La codeó y cayó de
cabeza al salpicadero. Los brazos le colgaban. Tuvo un instante de pánico. Los
pies le temblaban. Caló el motor. Volvió a arrancarlo. Las luces del coche les
iluminaron de lleno. Circulaba por una recta y estaban en su punto de mira.
Fue un instante de sofoco. El coche
pasó. Pero otras luces se acercaban. Tenían que salir de allí cuanto antes.
El coche salió a trompicones por el carril bacheado y, en
los saltos, Juliana se movía como un
títere. Uno de sus brazos se introdujo en el aro del volante. Angulo gritó como
un oso y frenó. Estaban lejos de la carretera, a salvo, mediado el carril a la
finca. Sopló. Sopló y resopló. La prioridad ahora era enterarse qué demonios
estaba ocurriendo. Juliana tenía mala pinta. Él no querría ni mirarse. Tanteó
buscando por el techo el interruptor de la luz. La luz del interior no funcionaba. Luz que no necesitaba para saber que Juliana
estaba muerta. Muerta y bien muerta.
-
¡Jodida chalada! – bramó - ¡Puerca miseria!
Debía recapacitar. Estaba solo, sin testigos, sin prisa. Ahora sí podía pensar.
Desgranó el tema: el tema no había por donde cogerlo. Sopesó
las opciones: no había opciones. Su
mente sólo iluminaba en la oscuridad un
pozo seco a cien metros. Un pozo al que tiró piedras de niño. Estrecho y no muy
profundo. De seis a siete metros.
Su conciencia dio su opinión: Debería tirar al negro al pozo
y llevar a Juliana a su casa. Ha sido una muerte natural. Nadie sospecharía
nada. El problema será llegar hasta allí.
Podrían verle. Sospecharían de él si le vieran. Podrían culparle de
asesinato…
El sentido común se opuso: Daba igual que los vecinos la
echaran de menos. Daba igual que la policía la buscara. Daba igual que algún
día fondearan el pozo. Él estaría lejos de toda sospecha. ¿Quién podría
involucrarle?. Juliana no tenía familia, no tenía amigos, no tenía a nadie.
Sólo el aprecio de su abuela que llevaba años sin verla, el aprecio lejano, muy
lejano, de un niño coaccionado por las chocolatinas y las pesetillas.
Archivarían el caso a los pocos días. De eso estaba seguro.
Se decidió. Se puso en marcha agarrando el volante con una
mano y sujetando a Juliana con la otra. Pronto las luces del Renault iluminaron
la casa derruida (un pequeño cuchitril de piedra), los primeros acebuches (el
resto recordaba que caían por una pendiente imposible de labrar), también el
pozo, a la derecha, con el brocal desportillado, casi a ras del terreno.
Angulo apagó las luces, el motor, abrió las puertas para
ventilar, estuvo unos minutos sin moverse. Lo tenía fácil. Pero no era fácil.
Imaginó que se bajaba, que cogía al negro como a un balón, que lo arrojaba con
puntería desde los 6,25 al cesto, que cogía con la punta de los dedos de una
mano a la pringada Juliana mientras se pinzaba la nariz con la otra y la tiraba
al fondo del pozo sin ningún reparo como quién suelta un pañuelo dando la
salida a una carrera de barrio. Luego que palmeaba sus manos. Luego que se
subía a un coche nuevo, a estrenar, fruto de la jugosa recompensa.
Despabiló. Sacudió la cabeza como un chucho recién bañado. Y
tiritó, también de frío.
-
¡Joder!
Comprobó el pulso de Juliana, por si acaso. Si echaba vaho,
si por halo del destino sólo tuviera algo que la hubiera dejado transpuesta.
-
¡Joder, joder y joder!
Se bajó. Dio una vuelta sobre sí mismo auscultando la
oscuridad. Por aquellos parajes no resollaba ni un alma. Las luces de la ciudad
eran su hilo umbilical con la vida. Un lugar al que debía volver cuanto antes.
A su trabajo, a su abuela, al amor de María.
-
¡María, María! – gritó con brío acariciando y besando a
su imagen materializada en sus brazos. Se desvaneció de golpe y masculló – Debo irme de aquí. Voy a volverme loco
Con ímpetu se acercó al maletero. Agarró la manivela y fue a
girarla para subir la puerta cuando percibió que estaba abierta. Subió la
puerta y allí no había nadie. Nadie. Gritó. Dio dos vueltas sobre sí mismo. No
podía creerlo. La luz tenue iluminaba un maletero vacío. Su gabán colgaba del
asiento. Tenía frío y se lo puso mientras arrojaba por su boca una perrería
tras otra. Se giró al camino. Su mirada acuchilló la oscuridad y no percibió
nada.
-
¡Puerca miseria!
Creyó que debió caerse con el traqueteo del camino, esperaba
que no en medio de la carretera. ¿Qué hacer?. Juliana estaba muerta en el
asiento delantero. Debía deshacerse de ella y luego buscar al negro. El frío o
el miedo, o ambas cosas, habían petrificado sus huesos y presionaban su
garganta. Estaba bloqueado, se movía como un autómata. Como programado para
hacer lo iba a hacer. Se dirigió a Juliana. Abrió la puerta. Estaba regada de
porquería. Al sacarla goteaba. La agarró por la espalda, de la ropa, para no rozarla y la izó evitando que sus
miembros, como colgajos, arrastrasen.
Pesaba a pesar de su extrema delgadez. Y olía a rayos. Deseaba soltarla
y acabar de una vez con ésta pesadilla. Se acercó al brocal. A pasitos cortos.
Sus pies tropezaron con la pared de piedra. Juliana ondeaba en el abismo. Sólo
le quedaba aflojar sus dedos. Pero no pudo. Recibió una orden. Una voz interior
que se impuso al ejército de grillos que pululaba en su cabeza. Entonces se
giró como una grúa y la soltó. No era capaz, se gritaba. No era capaz de
hacerlo y no se sentía mal por ello. Al contrario, renacía algo en él que le
agradaba. Frunció el ceño, presionó sus músculos para reventar el hielo que le
había petrificado como a una estatua sin alma. Se sintió mucho mejor. Volvió a
coger a Juliana y la acercó a un acebuche. La sentó apoyada en su tronco
enclenque, sujetó su cabeza y sus brazos con las ramas. Se alejó unos pasos. No
parecía estar muerta sino dormida.
-
Quién la encuentre que piense lo que quiera - se dijo -
su muerte ha sido natural, no tiene signos de violencia
Redactó el supuesto informe policial:
-
Seguro que le habrá dado un arranque de locura, habrá
subido a pie desde su casa hasta aquí porque añoraba la finca, la pobre no ha
podido resistir el esfuerzo
Eso le tranquilizó. No del todo porque donde encajaba el
negro y su cuchillada en el corazón. Debía quitarlo del camino y tirarlo al
pozo. A éste sí y sabía el porqué, voceó su vena racista. Se giró varias veces
a Juliana antes de subir al coche. La iluminaban las luces y la miró durante un
rato. Se despidió al fin, quizá con cariño.
Maniobró. El interior olía a leonera. Corrió las
ventanillas. Enfiló el carril y su corazón redoblaba. Volver a coger al negro
le daba repelús, un asco de muerte. Además de percibir el riesgo. Éste había
sido asesinado. Él sería su asesino si le vieran. Debía ser rápido, tirarlo al
pozo, dejarse de jilipolleces.
Desgranó el carril y sus orillas con lentitud. Se acercó a
la carretera. No había nada. Del negro ni rastro. Empezó a pensar que pudo
haberse caído en la carretera, quizá por las callejuelas de la ciudad. Sonrió.
Le gustó la idea. Daba igual el lugar. Alguien le encontrará. La policía
confirmará su asesinato. ¿Quién será?, se preguntarán. No tiene documentación.
Les será imposible identificarlo. ¿Posible motivo?, ajuste de cuentas. Se
alegró por él. Al menos tendría un
entierro digno.
Angulo estaba frente a la carretera. Respiró con hondura sin
importarle el qué. De uno u otro modo había acabado el trabajo. Su primer trabajo. Y había salido airoso. Era mucho visto lo
visto. Pero debería olvidarlo, y no contárselo a nadie, consolarse con el
dinero.
-
¡Dios, el dinero! – rugió - ¡Los mil euros, mis mil
euros, son míos, me los he ganado!
Codeó con genio la chapa del coche. No veía derecho después
de lo que había pasado. Él era un hombre de ley, de palabra. Las palabras dadas
había que cumplirlas.
-
¡¡Los mil euros son míos, míos, me los he ganado!! –
vociferó a la noche
Estuvo un instante callado.
-
“La llave” - caviló
Bailó al pensarlo.
Necesitaba la llave del piso de Juliana.
Debía tenerla en el mandil. Sabía donde escondía la caja. Una caja atascada de
billetes.
-
“Sólo cogeré lo mío, que conste” – advirtió a su
humilde avaricia
Maniobró otra vez para dar la vuelta. Con esperanzada
resignación. Ya conocía el bacheado del carril. Por eso condujo con más
sapiencia. Las luces volvieron a desvelar la casa derruida, al acebuche donde
sentó a Juliana. Pero la noche no estaba para alegrías. Se llevó un sobresalto.
Juliana no estaba sentada en el
acebuche. Supuso que estaría en el de al
lado. Giró el coche a derecha e izquierda enfocando toda la hilera.
-
¡¡¡Joder!!!
Percibió una sombra negrísima a su derecha. Era una figura arrodillada junto al brocal del
pozo, una figura que se santiguaba una y otra vez, que giró hacia él su rostro
cadavérico.
-
“¡Es ella!, Dios, no es posible!”
Un escalofrío recorrió su cuerpo dejándole los pelos tiesos.
Tembló con estrépito. Una fuente de calor de origen desconocido irradió su
cabeza haciéndole sudar al tiempo como un cerdo. Presagiaba el colapso. Más
cuando la vio acercarse con sus brazos caídos y sus palmas abiertas, su vestido
percudido, con gesto lastimoso, con la mirada perdida, como pidiéndole cuentas.
Era el fin. Cerró los ojos.
-
¿Dónde estabas, hijo mío?
-
¿Qué?
-
Pobrecito. Pobre Alí…, le llevaré siempre en mi
corazón…, me gustaría traerle flores ….¿Vendrás a traerme de vez en cuando,
Juanito?..., te pagaré, claro
Alonso reacciona. No es un fantasma. Es ella, ella, sí,
ella.
- “¡Uf, de nuevo!”- la huele al acercarse
Pero el negocio impera. Y el negocio es el negocio.
- Me debe mil euros
- Ya, ya
Juliana subió al coche, se acercó a Angulo y le besó.
Recostó la cabeza en su pecho con ternura. Después se reclinó en su asiento y
se arregló algo la ropa, se aplastó el pelo. Angulo no se movía y ella le
suplicó:
-
Vamos a casa, Juanito, hijo mío, que tengo el frío de
la muerte
Toda una novela que se pudiera hacer con ella un guiòn cinematogràfico. Enhorabuena. Escribes de maravilla, tienes un poder narrativo claro y conciso....
ResponderEliminarun abrazo
fus
Tienes una manera muy peculiar de escribir.
ResponderEliminarUn saludo.
Gracias amigo Fus. Me alegra que te guste. Un abrazo
ResponderEliminarIntento no parecerme a nadie, tener un estilo propio, tanto en poesía como en narrativa, algo harto difícil, pero bueno...
ResponderEliminarGracias Maica. Saludos