No descubro un Nuevo Mundo al afirmar que el pilar
esencial de todo hombre es la familia.
Familia que es el cordón umbilical que no se corta
al nacer, el hilo invisible que nos ata a nuestra gente y por ende a nuestra
tierra. Hilo que nos guía tras la lucha diaria a ese regreso a casa donde se
respira de otro modo, donde se disfruta la vida de fuera desde dentro.
La familia es nuestra fortaleza, ya que con sudor le
hemos ido construyendo un muro alrededor porque somos celosos de nuestras
cosas, de nuestras costumbres.
La vida que espera afuera precisa de otra actitud, otros
gestos y palabras donde cabe poco la ternura, donde anida con frecuencia el
beso frío y el amor del amigo traicionero.
Vida afuera para el ser o no ser, para la suerte o
el infortunio.
Y regreso siempre a casa a los cálidos brazos, a las
miradas hondas, a recibir y mostrar lo que se es. Amor sano, a corazón abierto,
y ajeno a las cosas materiales.
Es nuestro paraíso interior, y entonces ¿qué induce
a abandonarlo?, ¿qué mueve al reniego, al odio, a romper todo vínculo racional
con uno mismo?, ¿qué obliga a hacer daño a un padre, a una madre, o a un
hermano?
Dar la espalda, odiar, renegar de la propia familia
conduce a la soledad, a caminar sobre la cuerda floja en el vacío de la
existencia.
Y no tiene motivos ningún motivo. Nada justifica
tamaña aberración, tamaña falta de humanidad, nada.
Hay silencios que apuñalan dentro como en la vida
afuera, palabras que matan vida, y como consecuencia dejan abandonados a vínculos inseparables
donde crece el bosque, la zarza y la araña.
Razón tendrá el descerebrado, argumentos que empuñe
con soltura, piedras que tire con saña y puntería. Así creerá compartir su
dolor, creerá dar justo castigo a lo entendido, a lo sentenciado.
Bien.
Supongo que habrá influencias que determinen ciertas
actitudes, compañías con palabra de rey, decisiones que repita el correo que va
y viene, pero quién corta cabezas es el verdugo, quién masacra a su familia es
el verdugo, ejecutor que debería explorar algún espejo donde mirarse a
conciencia, ejecutor que debería, piedra en mano, sopesar si es él el que está
libre de toda culpa.
Ejecutor, y además juez sin juicio previo, que corta
la piel de los sentimientos heredados con una navaja –de doble filo- y deja la
carne, la sangre, al sol para que se pudra.
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