Parado en la puerta, como si
entrase de nuevo, vuelve a mirar la habitación a la luz de la linterna. Habla en
voz alta. Todo está en su sitio. Parece estarlo. Salvo el teléfono descolgado.
El cuerpo boca abajo sobre la cama. Aún no tiene nada. Enciende la luz. También
la de la mesita. Le ha llamado hace media hora y pedido que viniera: “¡Cariño,
por favor, ven, es urgente!” Rastrea su memoria cualquier sonido ajeno a sus palabras. Nada. Hace
una hora estaba aquí, en ésta cama,
revolcándose con ella, haciéndole el amor como cada miércoles por la tarde desde hace ya no sabe cuanto tiempo. Estaba casada. Él también está casado. Su marido es su jefe en la policía. Acostarse con la mujer del jefe le resta autoridad. Lo sabe. También que siendo su jefe debe ser, en teoría, más listo. Y ha tenido tiempo para pensar. La habrá matado y dejado algo para culparle. Algo que no aprecia por ninguna parte. Siempre ha sido cuidadoso. Nunca ha dejado un solo objeto, ni siquiera una colilla. Toda su ropa y los zapatos los dejaba en el sillón vacío de la izquierda. Desnudos, cuerpo a cuerpo, olvidaban sus nombres. No se decían te quieros. Algunas veces ni una sola palabra. La fogosidad y el silencio acogían estos últimos meses un placer rutinario. Estaban pensando en dejarlo. Y está muerta. Boca abajo sobre la cama, con un camisón blanco que le ha arrancado infinitas veces. No tiene manchas de sangre. Marcas en el cuello. En la mesita hay un vaso vacío. Se pone un guante y lo huele. No huele a nada. La habitación tampoco huele a nada. Piensa en su vida. Su sinsabor. Su mujer, sus hijos –grita- no saben a nada. “A lo mejor por mí –susurra- soy insípido, además de un cabronazo”. Asume que ha de ser consecuencia del desamor, de la pereza, o el miedo a rehacer su vida. Es cómodo volver a casa. Da seguridad. Y morbo acostarse con la mujer de su jefe una vez por semana. Mancillar en ella el respeto que le debe. Por doble motivo, porque su jefe es su hermano. Una aberración. Pero qué puede hacer un hombre frente a tanta belleza. La tentación es un impulso irrefrenable, más para quién tiene flojas sus cadenas. Los dos tuvieron la culpa. Tuvo que ocurrir. Y luego quién podía evitarlo. Los miércoles tenía la tarde libre. Tardes de montar en bici. Excusa perfecta. Su mujer no sospechaba nada. Le había hechizado. Hacía el amor como una descerebrada. Todos tenemos dos caras. “No sé el porqué –brama- prima el recato en lo que hay que dejar a su libre albedrío”. Porque ella gritaba. No sabía si en serio. Y le era grato. Le hacía sudar como un jovenzuelo. Como si fuese de nuevo a comerse el mundo. Mundo que ha dado la vuelta. Ve sus fauces. Mal final para lo que estaba torcido. Es culpable aunque no tenga nada que ver en esto, porque también la ha matado de un modo u otro. Él también se notaba muerto, un poco, y no solo de miedo. Porque esto acojona. Un hermano es un hermano aunque sea su jefe. Debería haberlo pensado antes. Nunca debió haber una segunda vez. Pero la primera solo sirve para calentar motores. Nunca es suficiente. Mira su cuerpo. Está como dormido, en la postura que adopta cuando han acabado. Mira la silla vacía y se ve fumando un cigarro satisfecho antes de marcharse, pensando en nada igual que ahora, dándole igual todo por un momento. Pero reacciona. Este crimen tiene un culpable y es quién debe pagarlo. “Soy policía –grita- no he sido yo”. Debe irse. Si alguien le ve aquí deberá probar su inocencia…Oye un ruido. Alguien gira el pomo de la puerta. Su corazón se acelera. “Mierda”. Ha de esconderse. “El armario -exclama-“. Hace al ademán de ir a esconderse.
revolcándose con ella, haciéndole el amor como cada miércoles por la tarde desde hace ya no sabe cuanto tiempo. Estaba casada. Él también está casado. Su marido es su jefe en la policía. Acostarse con la mujer del jefe le resta autoridad. Lo sabe. También que siendo su jefe debe ser, en teoría, más listo. Y ha tenido tiempo para pensar. La habrá matado y dejado algo para culparle. Algo que no aprecia por ninguna parte. Siempre ha sido cuidadoso. Nunca ha dejado un solo objeto, ni siquiera una colilla. Toda su ropa y los zapatos los dejaba en el sillón vacío de la izquierda. Desnudos, cuerpo a cuerpo, olvidaban sus nombres. No se decían te quieros. Algunas veces ni una sola palabra. La fogosidad y el silencio acogían estos últimos meses un placer rutinario. Estaban pensando en dejarlo. Y está muerta. Boca abajo sobre la cama, con un camisón blanco que le ha arrancado infinitas veces. No tiene manchas de sangre. Marcas en el cuello. En la mesita hay un vaso vacío. Se pone un guante y lo huele. No huele a nada. La habitación tampoco huele a nada. Piensa en su vida. Su sinsabor. Su mujer, sus hijos –grita- no saben a nada. “A lo mejor por mí –susurra- soy insípido, además de un cabronazo”. Asume que ha de ser consecuencia del desamor, de la pereza, o el miedo a rehacer su vida. Es cómodo volver a casa. Da seguridad. Y morbo acostarse con la mujer de su jefe una vez por semana. Mancillar en ella el respeto que le debe. Por doble motivo, porque su jefe es su hermano. Una aberración. Pero qué puede hacer un hombre frente a tanta belleza. La tentación es un impulso irrefrenable, más para quién tiene flojas sus cadenas. Los dos tuvieron la culpa. Tuvo que ocurrir. Y luego quién podía evitarlo. Los miércoles tenía la tarde libre. Tardes de montar en bici. Excusa perfecta. Su mujer no sospechaba nada. Le había hechizado. Hacía el amor como una descerebrada. Todos tenemos dos caras. “No sé el porqué –brama- prima el recato en lo que hay que dejar a su libre albedrío”. Porque ella gritaba. No sabía si en serio. Y le era grato. Le hacía sudar como un jovenzuelo. Como si fuese de nuevo a comerse el mundo. Mundo que ha dado la vuelta. Ve sus fauces. Mal final para lo que estaba torcido. Es culpable aunque no tenga nada que ver en esto, porque también la ha matado de un modo u otro. Él también se notaba muerto, un poco, y no solo de miedo. Porque esto acojona. Un hermano es un hermano aunque sea su jefe. Debería haberlo pensado antes. Nunca debió haber una segunda vez. Pero la primera solo sirve para calentar motores. Nunca es suficiente. Mira su cuerpo. Está como dormido, en la postura que adopta cuando han acabado. Mira la silla vacía y se ve fumando un cigarro satisfecho antes de marcharse, pensando en nada igual que ahora, dándole igual todo por un momento. Pero reacciona. Este crimen tiene un culpable y es quién debe pagarlo. “Soy policía –grita- no he sido yo”. Debe irse. Si alguien le ve aquí deberá probar su inocencia…Oye un ruido. Alguien gira el pomo de la puerta. Su corazón se acelera. “Mierda”. Ha de esconderse. “El armario -exclama-“. Hace al ademán de ir a esconderse.
Ha vuelto a bordarlo.
Ramiro queda impávido, con
ese gesto de adusta melancolía que engancha a la gente, que repite desde hace
un sinfín de semanas y con el teatro lleno a reventar.
Acaba el primer acto. Se cierra
el telón.
Guiña el ojo a Maruja. Los
aplausos le arrancan una breve sonrisa.
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