Adán, Herminio en realidad,
ha pedido un café y rastrea la calle detrás del cristal de la
ventana.
Faltan diez minutos para las
seis de la tarde y ya empieza a vestir a todas las señoras más o
menos cincuentonas de vestido gris a rayas y con un libro: Diez
negritos de Ágatha Cristie en la mano.
Él debería vestir su
pantalón de pana marrón y cazadora beige, tener El asesinato en el
Orient Espress muy a la vista y estar esperando a su amada
Eva frente
a la cafetería, junto al semáforo, confundido entre la gente que
espera paciente y renovada a cruzar la calle.
Pero viste su ropa de
diario, nada que le delate, su ropa de pasar un día tras otro sin
ánimo de arreglarse demasiado.
No tiene por qué, tantos
palos le ha dado la vida que no se fía ni de una buena mujer que le
ha abierto su corazón y confiado todos sus secretos. Eva, su adorada
Eva, dos años menor que él, de cincuenta y seis por tanto, la musa
de cientos y cientos de poemas, de horas y horas frente a la pantalla
del ordenador chateando, ya a modo apasionado, casi enfermizo, un
amor que ya solo necesita desvelas las voces y los rostros, los
cuerpos, aunque lo hayan detallado minuciosamente hasta casi el goce
mutuo.
Adán, Herminio en realidad,
tiene casi setenta y no cincuenta y ocho, a su cuerpo atlético lo
nota en la cuesta descendente y su rostro difiere un güevo del
Poirot televisivo, el gran ídolo de su amada Eva, su modelo de
hombre, pasión que en lo literario comparten por toda la obra de
Ágatha Cristie aunque él a los escasos libros que posee no le haya
quitado nunca el polvo.
Puntuales, inocentes,
mentiras que han debilitado el valor que sí demuestra en el teclado,
valor le impulsó al encuentro físico hasta el último momento
¿Qué podría perder? Pues
sí, se respondió que sí, que perdería y mucho.
Perdería quizá la
felicidad de imaginar la realidad, una realidad irreal que les había
forjado y consolidado como pareja, que les había hecho ilusionarse y
disfrutar sin haberse tocado siquiera una uña.
Pero tuvo miedo. Decidió no
ir argumentando lo que fuese pero a la vez no pudo resistirse a
conocerla, a observa su cuerpo ondoso, su pecho excesivo, su rostro
suave y terso como el de casi -le contaba- una mocita.
Y aquí está, con los ojos
sellados al cristal de la ventana, mirando de vez en cuando al
interior del local para que nadie adivine su ansia, sonriendo al
espigado camarero y a la única clienta de la cafetería, una vieja
esmirriada que desde una ventana contigua observa también la calle
con creciente nerviosismo y animosidad.
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