juanitorisuelorente -

viernes, 11 de enero de 2013

ADÁN...Y EVA (Relato)

(Imagen de la red)


Adán, Herminio en realidad, ha pedido un café y rastrea la calle detrás del cristal de la ventana.
Faltan diez minutos para las seis de la tarde y ya empieza a vestir a todas las señoras más o menos cincuentonas de vestido gris a rayas y con un libro: Diez negritos de Ágatha Cristie en la mano.
Él debería vestir su pantalón de pana marrón y cazadora beige, tener El asesinato en el Orient Espress muy a la vista y estar esperando a su amada
Eva frente a la cafetería, junto al semáforo, confundido entre la gente que espera paciente y renovada a cruzar la calle.
Pero viste su ropa de diario, nada que le delate, su ropa de pasar un día tras otro sin ánimo de arreglarse demasiado.
No tiene por qué, tantos palos le ha dado la vida que no se fía ni de una buena mujer que le ha abierto su corazón y confiado todos sus secretos. Eva, su adorada Eva, dos años menor que él, de cincuenta y seis por tanto, la musa de cientos y cientos de poemas, de horas y horas frente a la pantalla del ordenador chateando, ya a modo apasionado, casi enfermizo, un amor que ya solo necesita desvelas las voces y los rostros, los cuerpos, aunque lo hayan detallado minuciosamente hasta casi el goce mutuo.
Adán, Herminio en realidad, tiene casi setenta y no cincuenta y ocho, a su cuerpo atlético lo nota en la cuesta descendente y su rostro difiere un güevo del Poirot televisivo, el gran ídolo de su amada Eva, su modelo de hombre, pasión que en lo literario comparten por toda la obra de Ágatha Cristie aunque él a los escasos libros que posee no le haya quitado nunca el polvo.
Puntuales, inocentes, mentiras que han debilitado el valor que sí demuestra en el teclado, valor le impulsó al encuentro físico hasta el último momento
¿Qué podría perder? Pues sí, se respondió que sí, que perdería y mucho.
Perdería quizá la felicidad de imaginar la realidad, una realidad irreal que les había forjado y consolidado como pareja, que les había hecho ilusionarse y disfrutar sin haberse tocado siquiera una uña.
Pero tuvo miedo. Decidió no ir argumentando lo que fuese pero a la vez no pudo resistirse a conocerla, a observa su cuerpo ondoso, su pecho excesivo, su rostro suave y terso como el de casi -le contaba- una mocita.
Y aquí está, con los ojos sellados al cristal de la ventana, mirando de vez en cuando al interior del local para que nadie adivine su ansia, sonriendo al espigado camarero y a la única clienta de la cafetería, una vieja esmirriada que desde una ventana contigua observa también la calle con creciente nerviosismo y animosidad.

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