No era un hotel de lujo ni recordaba haber visto alguna
estrella acompañando el nombre de éste antro vetusto, descolorido y
polvoriento.
Quizá al ser el único abierto a estas horas intempestivas
por estas sierras le daba algún derecho. Quizá sólo el derecho de abusar de mí,
una chica sola, rubia, de aspecto sexy y algo tonta (yo sé que no y me vale).
Quizá porque el camarero barrigudo, sesentón al menos, con camiseta sudada de
tirantes como inútil armazón de un bosque velludo, sabía que no volvería a
apoyar mis tacones de marca en un suelo de madera sembrado de colillas y que
crujía como una vieja chocha.
Dos esperpentos robotizados ocupaban su lugar perpetuo en la
barra, y digo bien porque levantaban el vaso con cadencia programada y al unísono, porque no
se giraron en ningún momento a mirarme y eso nunca me ha pasado.
Tampoco lo hizo el camionero del tráiler negro, un fornido
sujeto con melena por los hombros, que aparcó su camión monstruoso al tiempo
que yo llegaba y engullía ausente un bocata de jamón en un extremo de la barra.
A ninguno le importaban mis quejas, ni al camarero que
esperaba con inusitada indiferencia mi respuesta. El café aguado y aquel lugar
cochambroso no merecían discutir, era absurdo, tampoco el dinero, una cantidad
irrelevante. Pero no me gusta que me engañen y estaba tan irritada que
necesitaba pagarlo con el primer capullo que se me pusiera a tiro. Pensé que
ésta bola de sebo sudorosa no era el caso. Pagué y salí de allí a una noche
fresca y respirable. Entonces noté demasiadas miradas acuchillándome la
espalda, y a mis piernas, ahora sí, sobre todo a mis piernas. Así son los
hombres, siempre lo han sido en mi vida,
burdos y traicioneros, bah, pensé, qué importan, qué me importan. Eran
más de la una y tenía demasiadas cosas en qué pensar. Jamás había tomado ésta
carretera a pesar de no vivir demasiado lejos, mucho menos de noche. Era
estrecha y con demasiadas curvas. Hace tiempo que no conduzco. Debía tener
cuidado. Y tranquilizarme. Pero la imagen de Luís tirado en la cocina sobre un
charco creciente de sangre no era lo mejor para lograrlo. No podía quitarlo de
mi cabeza. ¡Luís, Luís!, menudo hijo de puta. Tardé dos años en darme cuenta.
Veintitrés meses de matrimonio en
supuesto paraíso y un mes columpiándome en el infierno. No pude esperar a
razones porque ya no había más razones. Desperté y abrí la lata del cerebro de
aquel dictadorzuelo de pacotilla para echarme para atrás el hedor a sesos
caducados. La vida no es la que era, yo no soy la que era, ya no soy de esas,
ya no soy de nadie. Ese ha sido el tema y el final lógico para una
relación amo-esclava.
Enciendo un Malboro y aspiro el humo con presión para que
inunde mis entrañas. Toso sin remedio,
también mando un buen manojo de nervios al garete. Apoyo los codos en el techo
del Megane y miro a la carretera desaparecer en una oscuridad que da escalofríos.
Me recuerda el túnel del terror que me estremeció de niña. Debía pensar. Huía
sin pararme a pensar. Estaba convirtiendo un caso demostrable de defensa propia
en un asesinato. Podría ser la muerta y eso me alivia. “La víctima nº.., “, como pregonan en escala
creciente los telediarios. Tuve suerte. Ser una rubia frágil y parecer tonta le
hizo confiarse. Ésta vez es un hombre el muerto. Deberían erigirme heroína y
colgarme una medalla. Pero no, seguro que me pondrán unas relucientes esposas
antes de comenzar a hacerme preguntas; preguntas, preguntas en días
interminables intentando averiguar qué ha pasado. Lo he visto en demasiadas
películas. El muerto coloca, por mudo, al vivo en el culpable más directo. Yo
lo tengo claro. No voy a consentir que cualquier capullo con uniforme me ponga la mano encima, ya se lo consentí
demasiadas veces a un maltratador, a un despótico machista que sólo me quería
para follarme, para que le tuviera a su
hora los platos en la mesa, sin olvidar la casa limpia y la ropa sin una
arruga. Para eso se casó, me dijo, ¿para qué si no?, me preguntó sin rubor y
sin esperar respuesta; yo respondo por él:
para que ejerciera con sumisión el oficio no reconocido de ama de casa,
sin pagar seguridad social y sin soltar por derecho ni un duro que no fuese ese
goteo sistemático y con convencimiento de causa.
Tuvo que ocurrir aunque
esperé con una paciencia encomiable a devolverle el primer golpe y a
tener cuidado de no fallar, por mi bien. Tuve suerte y supe aprovecharla. Está
muerto y no me arrepiento. Para nada. Juro por lo más sagrado para mí que es mi
difunta madre que no me arrepiento. Está hecho. ¿Y ahora qué?. Estoy en un
momento de mi vida que sé que decidirá el resto. Nada será peor que estar con
ese monstruo. Pero ahora estoy sola.
Estar sola es aterrador. No tengo adonde ir ni familia de fiar. Sólo
puedo vagar hacia ninguna parte, hacia lugares que no conozco, donde no he
vivido nunca. Entonces recalco que huyo sin motivo porque ya no hay de quién
huir, sólo de los fantasmas que pululan por mi mente. Estoy de nuevo sola y no
debo temer nada ni a nadie. Iré a un
lugar lejano donde nadie me conozca, a nadie le importe. Cedo. ¿Y si
regresara?, hace menos de una hora que le maté, el chalet está algo aislado, no
suele ir nadie. Dos años ¡Dios!, recluida allí como una monja, soportando la
visita semanal de su madre, una vieja arpía que jugaba a destrozarme los
nervios, y alguna visita esporádica a María, una vecina del otro lado del río
que siempre tenía las mismas cosas que contarme.
¿Y si lo dispusiera
todo para que pareciese un suicidio?, ¿quién iba a sospechar de mí, tan niña
mona, tan frágil?, ¿Cómo iba yo a enfrentarme a semejante monstruo?. Le ocurrió
algo, tuvo algún problema que no me contó y se atravesó la barriga con el
cuchillo de la cocina. Yo me llevé un susto de muerte. Me será fácil fingir
porque sólo tengo que recordar la escena para ponerme a temblar y a gritar.
Pero no todo es tan fácil. Hay algo que desconozco de mí aunque parezca
mentira. Tengo una rabia, una fuerza interior que me transforma en algo que no
sé porque cuando recobro el sentido ya ha pasado. Algo que no le contaré a
nadie porque no sé qué puedo contar. Algo que Luís tampoco puede contar a
nadie. Sé que le maté con el cuchillo con el que quería matarme y sé que lo
hice porque estaba allí y no había nadie más, porque sólo estábamos él, el
cuchillo y yo. Sé que cuando recobré la consciencia estaba muerto y no sé cómo
ocurrió, pero qué importa.
Miro de nuevo los trescientos metros de carretera iluminada
de un extremo a otro. Cualquier dirección me parece que lleva al infierno. ¿Y
éste lugar?, éste antro que me recuerda “Abierto al amanecer” puede que también
sea el mismísimo infierno. Miro su luminoso con la mitad de las letras
apagadas, a los dos borrachos, tras el cristal, como estatuas, al camarero
sacarle brillo a una botella con un trapo mugriento sin dejar de mirarme y no
veo al camionero melenudo, tal vez porque esté en el único servicio con un
urinario de pared donde he tenido que orinar como un tío.
Estoy hecha un lío,
un manojo de nervios. No voy a volver. No me fío de su madre. No, no pienso
volver. No voy a nadar en su sangre para ver si puedo mantenerme a flote. Ese
mierda es pasado y sólo merece que lo arroje a los perros de la memoria. Con él
he tenido suficiente. No, no voy a volver para verme obligada a retorcerle a
esa vieja perversa el cuello como a un pollo. ¿Para qué?. Me muero de ganas
pero sólo le haría un favor. Éste mundo necesita gente como ella para animar la
fiesta. A mí ya no pero me divierte que joda a otros. Esa es la pimienta que
sazona la rabia y nos hace desnudar lo que realmente somos. La gente no es como es. Lo sé de sobra. Tras
las pieles cálidas y los modos exquisitos se esconden monstruos. Todos somos
monstruos si nos ponen a prueba. Yo no quiero saber lo que soy. Creo que me
daría un miedo espantoso. De aspecto
soy una tía buena y los hombres me desean, y yo les digo siempre: “Tened
cuidado conmigo…, por favor, cuidadme como a una princesa”
Ha vuelto a ocurrir.
Intento hacer memoria y sólo recuerdo que alguien me sujeta
por la espalda con tanta fuerza que me impide moverme, que me arrastra y me
aplasta contra el capó del Megane, me sube el vestido…, me raja las bragas…, intenta introducir una
considerable polla en la presión de mi coño.
Y ha vuelto a ocurrir. Miro mis manos manchadas de sangre,
al camarero y a los dos borrachos con las narices apegadas al cristal y los
ojos como platos, al camionero melenudo tirado en el suelo con las narices
reventadas, creo que con el cuello roto, con una hermosa polla aún erecta, una
hermosa polla que hubiera acogido con gusto si la hubiera acompañado una leve
muestra de cariño, o respeto, me hubiera servido el respeto. Hace tiempo que no
he tenido un orgasmo, nunca he tenido un verdadero orgasmo con Luis y éste tío
me atraía, me parecía altivo, fuerte, seguí todos sus pasos viéndole bajar de
su enorme camión, sí, creo que hubiera follado con él si me lo hubiera pedido,
así no, no soporto la violencia, no ha debido intentar violarme, eso le ha
ocurrido a Luis cuando no le he permitido tocarme y está muerto, también a éste
gilipollas.
Vuelvo a la cafetería. Me lavo las manos en un lavabo donde
no me caben y mancho el suelo de sangre. Salgo y le pido al camarero una coca
cola, un trapo húmedo para camuflar alguna mancha del vestido, aguja e hilo para coserme las bragas. El
camarero asiente a cada gesto mío y pierde el culo atendiéndome mientras los
dos borrachos han vuelto a encajar los codos en su lugar habitual de la barra y
beben sin tino. Coso las bragas delante de ellos pero busco un rincón discreto
para ponérmelas. El camarero me responde con tartamudeo que no me cobra la coca
cola mientras guarda la aguja y el hilo en un neceser. ¿Qué le debo?, vuelvo a
repetirle. Veinte céntimos, me dice conformándose con diez veces menos su
valor. Tiro un euro al mostrador y le digo que eso y sumado a lo que me robó en
el café está bien. Pido una pajita y sorbo con calma. Mi cabeza casi en blanco
comienza a atraer imágenes y a accionar su movimiento. ¡Menuda noche!. Dos
muertos tirados en la lona y tres testigos con tres bocazas enormes para contar
tres versiones a la policía, o dos, o una en común, quién sabe. Tres idiotas
que pueden ayudarme o joderme la vida. Pero estoy calmada y así sólo soy una
tía buena, rubia y algo tonta. Es el sino de mi vida. Saber frenar mis
instintos y no caer al pozo oscuro donde me transformo en Dios sabe qué. Estos
tres ya lo saben porque les noto temblar bajo la ropa. Saben que no les queda
otra opción que ignorarme y esperar a que Dios les ayude para que me marche sin
más. ¿Qué habrán visto?, ¿cómo seré realmente?, quizás una fuerza sobrehumana
inunde mi interior sin desvelar ningún
síntoma que no sea el hecho, quizás ésta chica mona se transforme por un rato
en un “Alien”. Ya me ocurría de niña, mi madre me confesó a mis diez años que jamás lo dijera,
que ella no se lo contaría a nadie, ni
siquiera a mi padre. Murió con el secreto
y de dos percances en mi juventud pude salir airosa. Estuve unos años
sola, casi enclaustrada pero tranquila. No era la solución, la edad obliga y
empecé a salir y a relacionarme, apareció Luis y pensé que una relación estable
y sumisa me curaría. Hoy he descubierto que no. Y ahora esto. Y estos tres
imbéciles maldiciendo haber visto lo que no debían.
No me fío de ellos. Vigilo sus movimientos. Hay una calma
tensa, tan espesa que podría costarse en rodajas, tanta que llega un momento en
que les noto que no parpadean, que dejan de respirar..., me temo lo peor...
Ya lo dije.
El camarero barrigudo, velludo, infeliz añado, agarró y
presionó, izándome del taburete, mi
pecho izquierdo a la vez que sacaba una escopeta de cañones recortados de
debajo de la barra para volarme los sesos, al tiempo que los dos borrachos intentaban nivelarse y
avanzar hacia mí con algún metal reluciente en las manos.
Es todo lo que
recuerdo.
Estoy dentro del Megane con el motor en marcha, casi rozando
el arcén de la carretera, y contemplo el alcance del desastre. Éste tugurio,
éste hotel de mala muerte, con toda seguridad de estructura de madera, arde
como una gran falla. Las llamas alcanzan una altura impresionante y pronto
quedará reducido a un cerro de cenizas. No veo al camionero melenudo y sí la
señal en la tierra de haberle arrastrado al interior por lo que supongo que
estará achicharrándose y sirviendo de pasto para ésta enorme fogata. Me
estremece pensar que dentro de esa bola de fuego haya cuatro personas y sólo me
calma que ya estuvieran muertos, el fuego que provocó ese hijo de puta al
prender una cortina con el disparo fallido de su escopeta. Supongo que yo sólo
me defendí y salí de allí cagando leches. Seré culpable en cierto modo, también
inocente en cierto modo. Nada hubiera ocurrido si no me detengo aquí, tampoco
si me hubieran dejado en paz. A una tía sola, rubia, guapa (eso lo sé sin que
me lo digan), con buenas tetas y minifalda, largas piernas y tacones de aguja
hay que abrirle las piernas sin preguntar y echarle tres polvos según consta en
los cánones del machismo y si se pone gallito
pegarle además tres hostias por calientapollas. Naturalmente mi ley es
vestirme como me dé la gana y defenderme de esa inmundicia. Defenderme Dios
sabe cómo, Dios y ellos, cuatro infelices que no pueden contárselo a nadie.
Tampoco yo. Eso espero. Acaricio mi piel por si noto algún resto velludo, hablo
por si mi voz ha perdido su acento infantil. Nada. Nada me desvela algún
cambio. Sólo me duele el pecho. Está enrojecido por la manaza de ese cerdo,
también me escuece la entrepierna del forcejeo con el melenudo al intentar
penetrarme. No me quejo. Podría ser peor.
Subo al coche, doy marcha atrás y giro para enfilar la carretera. Espero
que no se propague un incendio por éstas sierras, ésta hermosura que
contemplaba desde el chalet y por donde he ansiado escaparme más de una vez. De
noche, en cambio, son una ruta siniestra. El fuego remite algo. Voy a marcharme
cuando pienso si he dejado alguna huella
que me delate, alguna prueba que me inculpe de éste desastre. Quizás sólo las
huellas de los neumáticos en la tierra, tal vez las marcas de los tacones les
desvele que soy una mujer, la saliva en la colilla del Malboro..., ¡qué
demonios!, cualquier pelo caído les serviría para acusarme. Bajo del coche sin
demasiada convicción recordando de alguna película como borraban las huellas
con una rama. Habré parecido una idiota pero he dejado en un minuto la
explanada como un palmito (los nervios son un motor incombustible), además de
recoger la colilla. Tiro la rama y palmeo el polvo de mis manos, también
desnudo el color rojo de mis uñas. Hecho. Me dirijo al coche dispuesta a seguir mi camino antes de que, por
un casual, no probable, alguien aparezca avisado por el fuego o se haya
atrevido a circular por ésta odiosa carretera. Subo al Megane y voy a salir
cuando unos faros me deslumbran, también otros por el parabrisas trasero. Por
un momento el interior de mi coche se ilumina como si fuera abducido por una
enorme energía. Me quedo paralizada, más al oír por delante y por detrás
chirriar los frenos de dos coches, casi
rozar mi carrocería el que viene de frente, oír un impacto brutal a mis
espaldas como una bomba. Veo llamas por el retrovisor y logro engranar la
marcha, salir de allí avanzando unos metros. Me quedo quieta. Mis ojos se salen
de sus órbitas mirando por los retrovisores. Me convulsiona otra explosión más
pequeña pero el fuego pronto se apaga. No sé qué hacer. Pensar que puede haber
alguien vivo me anima a bajar. Me acerco lentamente. Los coches humean. No oigo
ni un quejido. El golpe ha sido brutal, de frente. Un Ibiza y un Scort tienen
el morro en los asientos traseros. La escena es dantesca. El fuego del hotel me permite ver a una
pareja destrozada en el Scort, a un joven mutilado en el Ibiza. Están muertos.
No ha sobrevivido nadie. Me giro y taconeo con rapidez hasta lograr subir al coche. Respiro entonces.
La oscuridad delante es terrible. Detrás no es más halagüeña. Los faros abren
mis ojos, iluminan un rastro de incertidumbre pero una salida para este
desastre, siete muertos quizá por mi culpa, quizá no. Éstos no se habrían
estrellado si no hubiese estado mi coche en medio de la carretera, tampoco (me animo) si hubieran circulado más
despacio. Les ha matado su circulación temeraria. He sido yo pero bien podría
haber sido un ciervo, alguna roca rodada de la ladera. No ha sido culpa mía,
para nada. Pensar así me ayuda a relajarme, sólo un poquito. Continúo mi viaje, ésta huida a ninguna parte. Afronto
las curvas con titubeo. En algunas muy cerradas el coche derrapa y aflojo la
marcha. Necesito un cigarro. Mi bolso es un vertedero. No palpo el mechero y lo
confundo varias veces con el pintalabios. Tengo el Malboro en la boca. Chupar
aire me exaspera y aparto un instante la vista de la carretera. Una gilipollez.
Supongo que ese ha sido el motivo por el que no he visto la puta curva, ¡un
jodido mechero!, el motivo por el que salté por un terraplén a un manto de pinos y matojos. Noto como se
desliza el coche por una fuerte pendiente. Choca de frente contra algo. Me
golpeo la cabeza contra el volante y el cristal de la puerta.
Despierto de un sueño embarullado e intento sumergirme en él
de nuevo cuando me doy cuenta de que lo importante es que estoy despierta.
Despego los párpados unos milímetros con un recelo espantoso y mis ojos
comienzan a desvelarme a qué me enfrento ahora. No parece el cielo, no es el
infierno. La luz del sol se filtra temerosa a un recinto oscuro que no es el
coche. No estoy en el coche, ¿dónde entonces?. Agito mi cuerpo dolorido y se
mece en un colchón de espuma. Estoy en una cama. A mi lado algo se mueve y coge
mi mano. Abro los ojos de golpe como dos globos, activo el resorte de mi
cintura para levantarme y una mano poderosa en mi pecho me lo impide, una mano
que sigo a su raíz para descubrir un rostro que me sonríe gratamente. Es un
hombre joven, no demasiado, despeinado,
desaseado, pero que lavo y visto a mi modo para devolverle la mejor de
mis sonrisas. La habitación es pequeña y huele mal, puede que sea un refugio de
estas sierras. Dice llamarse Carlos y me confirma que estoy en un refugio que
han habilitado, él y un compañero, para traerme. Me relata lo sucedido.
Son cazadores y oyeron el impacto. Imagino que furtivos ya
que prefirieron traerme aquí a llamar a la policía. “No tiene nada roto,
señorita, sólo magulladuras y un pequeño chichón en la cabeza”, me dice con una
dulzura que no recuerdo haber oído nunca. “Ha dormido varias horas”, apostilla.
Había preparado una infusión de manzanilla y se dispuso a calentarla. Yo le
sigo con la mirada perfilando y desnudando un cuerpo perfecto para un hombre
que no superaría en mucho los treinta, muy masculino en el modo y atento, el
sueño perpetuo de las mujeres, algo que solemos soñar porque no existe. No
existe el hombre perfecto, tampoco la mujer perfecta, supongo. Éste parece dar
el perfil del mejor de mis sueños pero sé que tendrá truco. No lo percibo
cuando trae un vaso humeante y me lo acerca con cadencia paciente a los labios,
le sopla, me coloca una servilleta en mi pecho por si gotea. Le doy las gracias
y le aseguro que me encuentro bien, que quizá pueda levantarme. Me lo impide.
“No, no, de ninguna manera, descanse, descanse hasta la tarde”. “No esté aquí
por mí, tendrá cosas que hacer”, le susurro. “No se preocupe. Alfonso ha ido a
ojear. No saldremos hasta esta noche”.
No puedo dormir. Él hace cosas, entra y sale del refugio y
yo le miro embobada como una idiota. Me atrae. No puedo negarlo. Mi sexo se
distiende y noto correr el flujo. Me contoneo levemente con disimulo y él en
algún momento lo nota. Veo brillar sus
ojos cuando me miran y me recorren descarada y fijamente, veo babear sus
labios, veo crecer su pene en el pantalón, un pene que me muestra con orgullo y
es el eje que me transporta por fin a esos lugares añorados, velados, latentes
pero recónditos de mis sueños.
Lo he magnificado, lo necesitaba aunque sólo ha sido un
polvo como tantos otros, una muestra más o menos güinnes de cadencia viril.
Calmado el sofoco veo a un tipo rudo, alguien que me ofrecía respeto y
afabilidad quizá buscando sólo sexo, alguien que no parece lograrlo a menudo
porque lo aprovecha con ganas y me tiene más de dos horas, calculo, sin dejar
que me ponga las bragas. Lo tengo enrojecido, molesto, y su pene no desfallece.
Me quedo dormida y eso me habrá librado de alguna que otra atacada. Duermo con
placidez, bastantes horas, y me despiertan unos ruidos, por la luz reinante,
casi al caer la noche. Forcejeo. No puedo creer que tenga las manos atadas al
cabecero, las piernas también atadas. Estoy desnuda. Me desespero y miro la
puerta intentando adivinar qué son los ruidos que se acercan. Entra Carlos y le
digo una perrería tras otra convulsionándome como una loca. Tras él entra un
tipo alto y gordo, muy gordo, barbudo, de aspecto baboso, asqueroso, repulsivo
a diestro y siniestro, un tipo que no duda un segundo en quitarse la ropa y exhibir el cuerpo de un
verdadero oso. Y sin preámbulos, sin presentaciones, sin preguntarme si me
apetece, se echa encima de mí e intenta penetrarme.
Es todo lo que recuerdo.
Están muertos.
Lo siento por Carlos aunque es tan culpable como ese bestia.
Una bestia que tal vez les haya parecido yo por el horror en sus ojos. Doy las
gracias. Sea lo que sea que soy me ha librado de estar muerta. Algo que ya no
soy. Vuelvo a ser una niña mona incapaz de matar a una mosca. Necesito aire.
Salgo a un paisaje a punto de ser engullido por una noche oscura, casi sin
luna. Pienso si borrar las pruebas y desisto, ¿para qué?, ya estoy harta, me
temo que esto me perseguirá mientras viva. Me consuela y estremece. Nadie me
tomará jamás por la fuerza, consuela pensarlo, terror averiguar algún día qué
secreto esconden mis huesos.
La temperatura es agradable. Podría ser una noche bonita. Me
ajusto la ropa y aliso el pelo con los dedos. Los tacones aguantan pero no son
adecuados para este terreno abrupto. Dudo. La carretera no debe estar lejos,
los faros de los coches pueden servirme de guía, también podría quedarme en el
refugio hasta que amanezca. Dos muertos no son una compañía que me agrade y lo
descarto. Pero tengo que volver a entrar y volver a ver sus caras. Mi corazón
retumba con estrépito. Vacío una de sus mochilas en el suelo y cojo una
linterna, también comida…, un trozo de pan, chorizo…, una cantimplora…
Me duele la cabeza. Tengo nauseas y bien puede ser por no
haber comido nada. Me pongo en marcha bajando la ladera sin necesitar todavía
la ayuda de la linterna con los tacones como un lastre al que me opongo a
renunciar. Camino, pues, como una borracha o una loca. Sigo un estrecho sendero
que me conduce a un arroyuelo. Busco un lugar por donde estrecha algo y lo
salto con tontería. La noche se cierra. La linterna ilumina lo suficiente.
Ahora asciendo una pendiente larga pero muy suave. Empiezo a centrarme en los
ruidos, muchos familiares, otros no tanto y no me preocupan, ¿qué puedo temer
de unos bichitos?, seria absurdo. Tiene prioridad saber qué hacer, hacia donde
ir. Lo tengo crudo. La luz de la linterna ilumina mi vida a dos pasos, como si
eso fuera todo lo que hay, como si me escurriera sin agarraderas de un embudo a
un agujero que no debe ser otra cosa que mi cruda realidad. Enfrentarme a qué
soy.
Demasiados muertos en
un día y, ¡tiene gracia!, con la extraña convicción de que no he matado a nadie. No soy una
asesina. Un asesino debe ser otra cosa. Supongo que sí, que los he matado pero
no sé cómo, no podría confesárselo a nadie, sólo el porqué. Y vuelan a mi mente los ojos de horror de
Luis, los ojos del camarero y de los dos borrachos apegados al cristal de la
cafetería, de estos dos que, tras una buena
acción, tal vez ni eso, vieron vía libre para explorar el lado más ruin de la
relación entre un hombre y una mujer. Todos saben lo que soy, lo que soy…, lo
que soy…, ¡Dios!, lo que soy...
Me acurruco a un
tronco y doy cuenta del pan y el chorizo, también de buena parte del agua de la
cantimplora. Me quedo dormida. Al menos una hora.
Despierto y divago. Ilumino las muñecas y los tobillos. No
tengo marcas. ¿Cómo he podido soltarme?, ¿cómo quitarme de encima a esa bestia,
cómo girarle la cabeza como una peonza?. No sé por qué maté a Carlos aunque
estoy convencida que sólo él tuvo la culpa. No recuerdo las veces que se ha
corrido dentro de mí. Parecía un niño con un juguete nuevo. Un juguete húmedo y
complaciente sólo al principio, que quede claro, luego ha sido un suplicio. Lo
siento amor, si he sido tu principio y fin de fiesta. Ser cómplice de un delito
no te hace ser menos culpable. Estoy segura que después de reventar conmigo
tendrían que matarme. Otra chica de esas que encuentran asesinada o no
encuentran nunca. Podría ser un bonito cadáver, una hermosa rubia, un cuerpo de
escándalo, el sueño de muchos gilipollas, hinchada a polvos y luego tirada tras
una mata con el cuello roto o un tiro de postas en el corazón. Quien me hubiera
encontrado diría para colmo que me lo he buscado, ¿qué puede buscar una mujer
sola con ese cuerpazo y esa súper minifalda?. No ha sido así y prefiero mil
veces que se jodan. Les hago un corte de
mangas y grito “gilipollas” a todos los hombres machistas del mundo. Es bueno
desahogarse. Ya me siento mejor.
Mis tacones renquean pero son buenos, desde luego. Un
capricho de soltera. Cien euros merecen
su esfuerzo aunque mi cintura sea una plancha de cemento.
Hace rato, y entre el
cacareo de todos estos bichos que parecen seguirme, oigo el runruneo del motor
de algún coche que pasa. No veo luces por lo que supongo que debo coronar esta
pendiente interminable para ver la carretera. Esta pendiente insoportable.
Estoy cansada. Pero debo seguir, me digo, no se bien para qué, también me digo.
Retomo mi vida. ¿Qué hacer?. Pienso en los cientos de películas
que he visto y divago: si mi vida, si esto que me ocurre, fuera el guión de una
película, qué haría, qué giro debería darle para huir de ésta amalgama
rutinaria y trágica, ¿qué final podría ser un esperanzador principio?. Pensarlo
me inunda de un segundo de hermosa certidumbre. Sé lo que quiero, claro, pero
debo ser consecuente. Un final bonito a estas alturas no sería creíble. ¿Qué
jalea la gente en los cines, en la vida de los otros?, sin duda ansían un escultural modelo de esos que jamás
encontrarán en casa, en mi caso una mujer, además de unas gotitas de sangre (en
eso me he pasado), un misterio, algunas escenas sazonadas de sexo explícito, y
por fin el desenlace (aquí es donde más incido y me preocupa por inesperado),
un desenlace digno de aplauso o de vómito, un motivo para abrir de par en par
ese juez imparcial que son sus enormes bocazas.
Películas que marcan
la vida, otras que son un chiste olvidable, otras sólo nos producen rabia por
el tiempo perdido. ¿Dónde enmarco la mía?. Mi vida es un chiste siniestro y me
conformaría con que fuera olvidable. Nueve muertos no son un chiste, el ser que apresa ahora mi candidez tampoco.
¡Eh!, ¿qué es eso?. Nuevos sonidos se agregan al silencio
nocturno. Vienen de muy lejos, tal vez no. Oigo voces..., una rehala de
perros..., movimiento de maquinaria pesada, o no, quizá sean los Patrol de la Guardia Civil. Me
estarán buscando. Les habrá sido fácil trazar una línea recta en un mapa y
seguirme, asociar lo del hotel con mi marido, el accidente del coche....Estoy
en un buen lío. Los sonidos se acercan y sé de sobra lo qué están buscando.
Seguro que mi querida suegra capitanea ex – aequo la búsqueda. Mi mente
identifica su voz entre los perros. No estoy obsesionada con ella, sólo que no
me extrañaría que fuese un perro más de la ralea. ¡Buen despliegue de medios
para atrapar a una rubia en minifalda que huye taconeando por el monte!, le veo
la gracia, no sé si la tiene. Corono el cerro resoplando y apago la linterna.
Apoyada en un tronco veo la feria. No está lejos. Tampoco la carretera. Luces
psicodélicas dan un aire discotequero a la noche, las voces y el ladrido de los
perros un cansino fondo rapero. Lo disfrutaría si el tema no fuera conmigo, si
estuviera estirada en un sillón mullido con coca cola doble y palomitas.
Son las doce. La hora más o menos cuando ayer pasó todo.
Habíamos discutido por una tontería aunque el tema ya venía de atrás. Me
levanté y fui a la cocina a por un vaso de agua. Luís me siguió, desnudo,
excitado, cogió un cuchillo de la cocina para amedrentarme y tomarme allí mismo
por las bravas. No sabía que no, que así no podía ser, no pude advertirle a lo
que iba a enfrentarse entre otras cosas porque no lo sabía, no a un polvo
glorioso tras un mes de negarme en redondo y plantarle cara, no a una rubia
asustada y obediente, encontró otra cosa, nada agradable por el horror en sus
ojos, ¿qué cosa?, ¿qué, Dios mío?.
Hay varios coches parados en la carretera y el ruido
desciende por la ladera. Puede que sea el lugar de mi accidente. Si es así
pronto seguirán mi rastro hasta la caseta, sumarán dos nuevos muertos a ésta
huida al mismísimo infierno, una huida que comenzó siendo absurda y ahora es mi
única salida. No tengo otra opción. No hay marcha atrás. No puedo regresar a mi
pasado de rubia inocente y explosiva. El presente chica – monstruo es mi nuevo
look. ¡Menuda carnaza para las revistas y las televisiones!, primero para esa
jauría sedienta de sangre y gloria. Sé que no dudarán en soltarme los perros
salvada la primera impresión de
embobamiento. Es lógico. Tras su enervamiento machista será lógico que, tras mi
estela sangrienta, alienten a los perros a destrozar ésta piel suave, recién
depilada ( recuerdo), muerdan mi trasero perfecto, mis pechos seductores,
enloquezcan con la sangre y desgarren éste tipazo que despertó a tanto cochino
de su letargo, seccionen mis miembros mientras mi cabeza incólume se siga
preguntando: ¿qué he hecho, qué ha pasado?.
No, no ocurrirá eso, lo sé y tiemblo. Si puedo tumbar a un
gorila sin despeinarme qué será de un pobre chucho, o de varios, de unos
cuantos guardias civiles acojonados.
Visto lo visto puedo imaginarlo. No, no dejaré que me cojan y destapen la caja
de los truenos. Será mejor para mí,
mejor para ellos.
Debo ponerme en marcha. Bajo un fuerte desnivel y me escurro
a la cuneta de la carretera. ¡Horror!, uno de mis tacones se ha enganchado en
una raíz y claudica. Salto al asfalto como un gato y analizo la magnitud de la
contingencia. Está descolgado, pende del zapato como un péndulo. Imposible
repararlo, y una temeridad caminar con una diferencia de altura de 12 cms, y ridículo (río de imaginarme), un
sacrilegio cortar el otro tacón para nivelarme, eso ni muerta, sería como
cortarme un brazo o una pierna, son
parte de mí, demasiado tiempo escondidos en un armario esperando el momento de
mi libertad para guillotinarlos. ¿Y caminar descalza?, me pregunto por
preguntar. Imposible, dada la
hipersensibilidad de mis pies, una de mis zonas más erógenas. No soporto el
cosquilleo. Sería inhumano. Voy a arrojar la toalla. Hasta aquí hemos llegado.
No voy a reventar haciendo la cojita, deslizarme sin tacones como con
chancletas de andar por casa, hacerle el harakiri a mis pies descalzos. Bajo
los brazos. Les esperaré aquí, firme, y que pase lo que tenga que pasar.
“Socorro, socorro”, imploro sumida en un instante de absoluta desesperación.
Sólo un instante, pronto se me pasa. Mientras tanto pienso. Ser una cinéfila
compulsiva me lleva a ojear el álbum. Y aparece Mac Gyver. ¡Joder!. Me quito
las bragas y agarro el zapato. Son muy elásticas, ¡bien!, me pongo el zapato y
doy varias vueltas uniendo con las bragas el tacón a mi tobillo, nada más
fácil. El tacón ningunea pero está apegado a la suela sin lograr abrir la boca
como un bicho malo. Afirmo los pies al asfalto y, después de varios pasos de
tanteo, camino con celeridad pensando que mi tienda de marca, de soltera claro,
está en rebajas y a punto de echar el cierre. Pronto doy cuenta de algunas
rectas y de curvas, infinitas curvas. Asciendo y desciendo con prisa los
desniveles de ésta carretera solitaria. Ni una luz en el horizonte anima una
oscuridad odiosa a la que no he tenido más remedio que amoldarme. El miedo es
moldeable, río, anoche a las once hubiera temblado sólo de pensar que iba a
caminar sola, de noche, adentrándome en el corazón de la sierra y con un
ejercito siguiéndome como si fuese el mismísimo “Rambo”. Y como es lo que hay sigo moviendo el culo al
compás de mis piernas. Sin tregua, con un estilo para enmarcarlo.
Reparo en el cielo. El cielo es hermoso. Las estrellas son
diamantes. Me encantaría poder engarzar las más brillantes y colgármelas a mi
diseño y capricho. Por otro lado me conforta su compañía. Me conforta aunque
pueda parecer absurdo. Corono otra sierra
y levanto mis manos porque parece que puedo tocarlas, también me giro a
las ráfagas de luz que me siguen, a las voces, una algarabía que llega a mis
oídos meciéndose en el soplo intermitente del aire.
Me giro para continuar cuando un coche que corona la rasante
está a punto de atropellarme. Un Clío frena a pocos centímetros de mis piernas.
-
Sube bonita – me dice una mujer con la cabeza fuera de
la ventanilla
Me quedo inmóvil porque me da la impresión de que está
buscándome y juraría que no la he visto en mi vida.
-
Sube -
insiste bajando del coche y señalando con el dedo el horizonte - esos no tardarán en llegar
-
¿Quién eres? – pregunto a una rubia de veintitantos,
con vaqueros y top ceñido, guapa, hermosa a rabiar
-
Sube
Sus ojos penetran a cuchillo en los míos. No es una
invitación. Es una orden. Algo que discrepo sin convicción, que acato sin
pensar.
-
Me llamo Úrsula – me dice al tiempo que maniobra para
dar la vuelta
-
¿Úrsula?, ¡qué casualidad, yo también! – celebro la
coincidencia
El Clío rueda una considerable pendiente manejado con
soltura, derrapando en las curvas con sapiencia. Yo me pongo el cinturón y me
apalanco, mi corazón salta y no de gozo.
-
No tengas miedo. Soy piloto de rallies. Corro el
campeonato de España. ¿Has oído hablar de mí?
-
No..., no creo, no sigo el deporte – respondo e intento
por todos los medios tranquilizarme
-
A mí me encanta lo que hago, doy a esos jodidos tíos
donde más les duele...
-
Dime algo – la corto con balbuceo – cuéntame lo que
ocurre..., estoy asustada
-
¿Lo que ocurre? – se pregunta en tono grave y tras
tomar una curva al límite frena en seco
y me mira a los ojos – esperaba que tú me dijeras qué te ocurre
-
¿Yo? – exclamo y resoplo – ¡joder!
La miro con descaro. Analizo la situación. Me veo en ella
como en un espejo más o menos fidedigno.
-
¿Por qué has venido?
-
Tú me has llamado
-
Yo te he llamado... – repito al tiempo que voy
colocando las piezas sueltas de mi puzle mental –...yo te he llamado..., he
pedido socorro..., estaba sola en el monte..., no pudiste oírme.., no te
conozco..., tú no me conoces...
-
Es cierto. No te conozco. Sólo puedo decirte que estaba dormida, que
desperté, que tenía que venir a buscarte
-
Tampoco sabrás lo que me ha pasado, supongo
-
No, ¿qué ha pasado?, no, no me lo digas, eso no
necesito saberlo
-
¿Hay más como nosotras? – pregunto sin mirarla,
temiendo su respuesta
-
...una chica de
Toledo, la ayudé en una ocasión...
-
¿Úrsula, también se llama Úrsula?
No me responde. Ato cabos, aún con un hilo demasiado frágil.
El Clío arranca y sigue su particular carrera. Seguimos en silencio, no
necesito preguntarle lo que bien puedo preguntarme a mí misma y para nada.
Divago. He visto demasiadas películas aunque ésta no me suena. Repaso retazos
de las miles del género y no encuentro nada parecido. Mi interior protege a una
bestia y de eso ya no dudo. Pero necesito saber si yo soy la bestia. No puedo
serlo, no pienso, no actúo como tal, razono y siento como un ser humano.
-
¿Nunca le has visto? – me pregunta
-
No, no
-
¿Tú?
Vuelve a callarse. Sea lo que sea nos deja K.O. y actúa a
sus anchas, en la más absoluta impunidad.
-
Mi madre se llamaba Úrsula – le confieso y me recorre
un escalofrío
La recuerdo y ahora comprendo cosas, cientos de detalles que
se apelotonan mostrándome su sentido, sobre todo su silencio, el silencio a mi
padre. ¿Pero por qué éste silencio, por qué nadie puede saber qué somos?.
-
¿Adonde me llevas?
-
A mi casa. Estarás allí unos días. Vivo sola. Después
no sé, ya me dirán qué hacer
¿Quién, quienes?.
Estamos en sus manos. No van a preguntarnos. Nuestra opinión
es superflua. Somos su máscara, títeres para sus inimaginables razones. ¿Qué
hacer?, no deseo ser algo que no sepa que soy, no lo permito, no voy a proteger
a nadie que no conozca, no he autorizado a nadie para que se apodere de mi
voluntad, no voy a estar de brazos cruzados, antes muerta que ser presa de nadie,
me digo enrabietada.
-
Tenemos que hacer algo – estallo – tenemos que
liberarnos de esto, debe haber algún modo de liberarnos de esto
Úrsula me mira de reojo y no dice nada. No es muy expresiva.
Habla con frases cortas y elude cualquier respuesta comprometida. No me gusta
su actitud, me mosquea. Me pregunto por
qué confío en ella. Pienso. En las películas suele ocurrir que traicionan
quienes menos se espera. Debo tener presente esa posibilidad. Tomo aire,
fuerzas por si tengo que hacer frente a un nuevo giro inesperado. Mientras,
ella sigue a lo suyo, conduciendo con temeridad, muy segura y prepotente. Y hay
algo que no me cuadra. La mente de Úrsula ha recibido una orden y la acata
consciente. Ha venido a buscarme, conduce con precisión, me lleva supuestamente
a su casa, y eso lo hace consciente. Percibo una persona normal, su actitud es
parca pero más o menos normal, lo que indica que puede tener cualquier tipo de
relación con la bestia. Hago memoria.
Que yo recuerde no he recibido ninguna orden para acatarla consciente, estoy
segura de que la recordaría. Todo lo que creo que he hecho ha sido sin saberlo.
Úrsula sabe lo que hace. No lo entiendo. Sabe más de lo que cuenta, no tengo la
menor duda.
-
¿Qué ocurrió con la chica de Toledo? – le pregunto para
ver cómo reacciona
-
No puedo
decírtelo – me espeta muy seria, incluso molesta
No puedo más, no voy a ir como un cordero al matadero.
-
¿La mataste, vas a matarme, así es cómo nos liberas de
esto?
Emite un gruñido al tiempo que su cara se deforma un
instante para desinflarse con lentitud a su cara hermosa, serena. Tiemblo.
Quería saberlo, también temía saberlo. Ha sido un amago pero “le he visto,
joder, le he visto”, grito y me dispongo a saltar del coche.
-
¡Tú no has visto nada, loca!
Forcejeamos y el coche zigzaguea. Va demasiado rápido. Su
mano derecha agarra mi cuello y lo aprieta con una fuerza sobrehumana. De reojo
veo a su piel crecer, desplegarse como un acordeón. Es roja, muy roja, viscosa,
como pegajosa. Pero me ahogo, pataleo,
pierdo la consciencia...
Vuelvo en mí.
Está oscuro. Estoy sentada en el coche. Palpo y a mi lado
está Úrsula. No se mueve. Yo no noto nada, creo que me encuentro bien. En el
asiento trasero dejé el bolso y la linterna. Logro cogerlos. Me quito el
cinturón y la linterna ilumina la escena. Hemos chocado contra un árbol, el
parabrisas está roto, una rama seca lo ha ensartado como una lanza y está
clavada en el pecho de Úrsula. Está muerta. Reviso su cuerpo, palmo a palmo. No
veo nada extraño. Su sangre es roja como la de cualquier mortal, su gesto como
el de cualquier humano que se enfrenta a una muerte inesperada. Algo fija mi
atención. Es su cuello que parece roto, puede que a consecuencia del choque o
no sé, me da que pensar. No recuerdo nada. Lo importante vuelve a ser que estoy
viva, también, supongo, quién controla mi voluntad. No debería pensar mal de
él, ya me ha salvado demasiadas veces, creo que al final le cogeré aprecio,
debería mostrarse y lo primero que haría es darle las gracias, ¿pero qué estoy
diciendo?, es el eje de mi desdicha, podría ser feliz, una de tantas esposas
apaleadas y sumisas y no esto, una hermosa rubia con doble fondo. Río sin
ganas. Debería llorar pero eso sí que no lo voy a hacer. No he llegado hasta
aquí para llorar como una tonta, para sentarme, y esperar a que me cojan. Tengo
que huir de aquí, me recuerdo con la mirada clavada en ninguna parte. Pienso.
No sé si sacarle partido a ésta nueva desgracia. Tengo una idea, frugal, puede
que inútil. Úrsula y yo tenemos un
físico parecido. Quizá sólo me sirva para ganar tiempo. Tiempo es lo que
necesito para salir de aquí. Úrsula no lleva bolso pero sí cartera. Me cuesta
sacarla del vaquero. Tiene sus papeles, algún dinero, me vendrá bien. Saco mi
monedero del bolso y los sumo a los mil euros que guardaba en casa como un
tesoro. Introduzco mi D.N.I. y el carné de conducir en su cartera y ésta en el
bolsillo del vaquero.
Enciendo un Malboro y
dudo si quemar el coche. Lo descarto, puedo provocar un incendio y no quiero
que más gente se joda por mí. Debo alcanzar la carretera, salir de aquí cuanto
antes. Espero que la confundan conmigo mientras saco mi culo de éstas sierras.
Sonrío. Soy otra. Sigo siendo Úrsula pero ahora Sánchez,
además de tener un piso donde cobijarme, también otra vida, una vida que debo
indagar para averiguar algo de mí. Soy idiota. Ese piso es el último lugar al
que debo ir. No tardará en tomarlo la policía. Puede ser, incluso, un punto de
encuentro con éstos seres si la verdadera intención de Úrsula era llevarme
allí. Enfrentarme a algo o seguir huyendo es mi dilema.
Alcanzo el asfalto y desde allí veo un leve resplandor en el
cielo, lejos aún, que debe ser Oronte, la ciudad de Úrsula. Nunca he estado en
esa ciudad sucia, de unas treinta mil almas que viven a la sombra de una
refinería. Allí podré pasar inadvertida, claro que no así, con ésta súper
minifalda, tacones de aguja (uno sujeto con mis bragas), o éste escote de
órdago. Los paparazzi del lugar no tardarían en desempolvar los ojos. Con todo el dolor de mi corazón
visitaré la primera tienda cutre que se cruce en mi camino, dos cuartas más de
tela de falda y una camiseta holgada serán lo adecuado, y unas chancletas (me
irrito de pensarlo).
La carretera desciende serpenteando hasta la ciudad. El
resplandor de sus luces comienza a esbozar poco a poco el paisaje escondido. La
ciudad humea aunque los últimos pinos que se interfieren sean los que me parece
que arden. Muevo el culo con alegría. El tacón aguanta. Pero no tengo un
segundo de respiro. Un coche se acerca y sólo tengo tiempo de tirarme en
plancha a la cuneta y escurrirme a su base. Veo, al pasar, que es un coche de
la policía. No me ha visto. Me incorporo y noto que los cantos de las piedras
me han hecho algún corte. Me escuece. Enciendo la linterna y me da un ataque.
Sangro por el pecho, por los brazos y sobre todo por las piernas. Y para
gritar, el tacón que aguantaba estoico ha dicho basta. Grito “Dios” a los
cuatro vientos con un cabreo de escándalo. Lo recupero de entre las piedras y
lo tiro al interior del bolso como recuerdo. Como no hay mal que por bien no
venga, dicen, recupero mis bragas aunque están que da asco.
¿Y ahora qué?. De ningún modo haré la cojita. Inclemente,
agarro una piedra con forma de tortilla de patatas y masacro el otro tacón. La
diferencia se reduce a tres o cuatro centímetros y espero soportarla, procurar
no caerme hacia atrás. Suerte que la carretera desciende para nivelarme.
Hecha un Cristo reanudo la marcha. La carretera es el cable
de un funámbulo, el bolso en una mano y la linterna en la otra me ayudan a
controlar el equilibrio. Le voy cogiendo el gustillo cuando oigo a mis espaldas
el runruneo de un coche. Ahora pienso y eso me hace dudar. Los matorrales están
lejos y no voy a tirarme otra vez a una piscina sin agua. El coche gira en la
curva y aún estoy en medio de la carretera. Lo miro y las luces me deslumbran.
No es la policía. Oigo cómo acelera y viene hacia mí como una bala. Intuyo que
quiere atropellarme. Son segundos en los que inusitadamente mantengo la calma.
Ruge como una fiera y me decido por un extremo de la carretera como un portero
en un penalti. Caigo de bruces en el asfalto. Aplasto mi cara en su frescor
nocturno y el coche pasa. Es un Renault 4 L y lo conozco, no quedan
muchos como él. Maldigo al cielo, maldigo a la vieja bruja que lo conduce que
no es otra que mi querida suegra. El coche frena a unos metros y desciende esa
figura que con tantos trazos de rabia he dibujado demasiadas veces, añadido a
las múltiples maneras de retorcerle el cuello. Se acerca predispuesta. Tirada
en el suelo miro su andar de rabioso pistolero, su vocear abyecto, puede que al
fin respaldado por un verdadero motivo.
-
Por favor – suplico a la bestia – déjamela a mí
No me hace caso y para mi pesar mi mente no recuerda lo
sucedido.
Vuelvo en mí.
Estoy de pie en la carretera y mi suegra hecha un guiñapo en
la cuneta.
Su cabeza tiene un giro extraño por lo que su cuello debe
estar roto. No sé si lo siento, sólo en lo que me concierne quizá, en su
engrose a ésta lista sangrienta. Era un ser dañino y nadie llorará su muerte,
nadie, sé, llevará flores a su tumba. Maldigo su cuerpo, maldigo su nombre. Me
juzgó culpable y quiso ejecutar la sentencia. ¡Mala bruja, mala sangre!,
¡tengan su final todas las malas personas del mundo!. Me vienen a la memoria
retazos de súper héroes. Ellos aplastan el mal, usan sus poderes para limpiar
las calles de inmundicia. El accidente fue una fatalidad pero todos los demás
quisieron hacerme daño. Mi bestia sólo aparece para aplastar inmundicia.
Respiro hondo, puede que sea una súper héroe, al menos, en éste instante, así
me siento.
Vuelvo a la realidad. El 4 L está arrancado y con las luces encendidas,
mi suegra demasiado a la vista. Con esfuerzo desciendo a la cuneta y trepo con
ella en brazos hasta unos matojos. Le quito sus zapatos, parecen de mi número.
Ya en la carretera me los pruebo y me aprietan pero son mejor que nada.
El 4 L
es estrecho, incómodo, impropio para una señora pero un coche para rodar sin esfuerzo por ésta siniestra
carretera a esa ciudad, una ciudad que
vislumbro tras una curva con sus torretas y chimeneas humeantes, sus luces como
guirnaldas de una feria.
Son casi las cinco. Pronto amanecerá. Saltaré de alegría,
seguro. Nunca me alegrará tanto ver amanecer. Éste nuevo día será como el
despertar de un sueño, lo sé. La noche ha sido horrible. Pienso que puede dar
para un libro, para el guión de una
película, mejor para una serie de T.V., sí, me gusta la idea, para una serie…,¡Úrsula,
la fantástica!, grito con toda la fuerza de mis pulmones, ¡temblad, mamones!.
Estoy eufórica. Me siento libre. Liberada al fin de mi sumisión a un hombre, a
todos los hombres. Da igual lo que me ocurra. Viviré a tope cada segundo como
si fuera el último. Pero sola. Jamás volveré a unirme a nadie. Usaré a los
hombres como ellos me han usado a mí. Tomaré lo que más me convenga. No merecen
otra cosa. ¡Ojo conmigo, cabrones!, vuelvo a gritar al tiempo que oigo un
fuerte zumbido. Lo conozco. Conozco ese sonido odioso, pertinaz, un sonido que
comienza a alojarse en mi cabeza y alterar mis nervios. No puedo creerlo. El
amanecer es hermoso a pesar de que Oronte se muestra en toda su terrible
crudeza. Es como un sueño. El despertar de un sueño. Hacia allí se dirige mi
vida. Quizá la respuesta a mi secreto. El zumbido persiste. Me altero. El R4
vuela como un deportivo. Mi ilusión vuela con él. Pero ya no puedo soportarlo.
El paisaje se difumina. Cedo. Mi figura, incómoda, encogida en el coche,
empieza a estirarse. Alguien, que duerme a mi lado, me codea. Abro los ojos.
Son la siete de la mañana. El reloj continúa con su zumbido insoportable. El
reloj, el puto reloj.
(De "En cierto sentido", 2008)
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