Francisca gira la muñeca y mira el reloj. Son la una y
ya debería estar en la calle.
Le cuesta levantarse del sillón. Aún no ha hecho las
camas y los restos del desayuno están sobre la mesa. Hace un
esfuerzo y se levanta. Le crujen los huesos. Ha estado
demasiado
tiempo sentada. Metida en su mundo, abstraída del mundo. Y debe ir
al banco. Sin falta. Algo que al recordar vuelve a darle frío. Su
marido hace rato que se fue a la plaza, a echar allí la mañana, y
su hijo sabe Dios. Todos los problemas son para ella. Pero está
acostumbrada. Se mira en un espejo y se le caen los brazos. “Dios,
cómo arreglo esto”. Respira. Lo primero que piensa hacer es
ducharse. El agua fría le punza en los sentidos, y en el ánimo que
parece recobrarse. Luego empieza el ritual. “Los problemas en casa,
se dice con aplomo, nadie tiene por qué saberlos”. Se dibuja la
cara con maestría. Son pasos medidos. Raciona en lo que puede, ya
que ve el final de algunos frascos que serán insustituibles. Aprueba
el resultado aunque sus gestos sigan escribiendo un poema. En el
armario tenía decidido el vestido, y se lo coloca con rapidez, los
zapatos, descuelga el bolso a juego. Se mira en el espejo. Perfecta.
Cuarenta y cinco años que bien podrían cifrar en treinta y cinco.
Se gusta. Revisa su silueta, su escote, la rectitud y limpieza de sus
piernas. Y empieza a sonreír. Le cuesta. Hoy más que otros días.
Así que sonríe y sonríe hasta que supone que parece de verdad.
Luego abre el bolso para meter el monedero. Lo revisa aunque sabe que
solo tiene cinco euros y calderilla. “Cinco o cincuenta, si no lo
abro quién lo sabe”, se consuela. Respira hondo y sale del piso
apagando luces, dejando a oscuras la cama desecha y los platos sobre
la mesa, sonriendo, cada vez con más soltura.
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