Era un naufrago a la deriva, la ilusión de su vida.
Soy un irresponsable, pensó ahora que el yate estaba encallado en
los arrecifes y amenazaba con hundirse. Cogió una caja aunque no
recordaba el contenido y la echó a la barca que había botado.
La noche era oscura, sin luna, estaba perdido. Se embutió en un
traje de neopreno, se colocó un salvavidas y se encomendó a Nuestro
Padre Jesús.
Recordó, mientras la barca le acercaba a la
costa, el arrebato que le hizo navegar sin rumbo, horas y horas sin preocuparse de la dirección que había tomado, para encontrarse en cualquier lugar remoto del inmenso Pacífico. Su mujer se había marchado. Ella no le importaba pero se había llevado a la niña. Por eso se bloqueó, no pudo soportarlo, y se arrojó, junto a su inmensa pena, al azul del océano, su amado océano que también se ponía en su contra a pesar del cielo estrellado y el agua en completa calma. Poco a poco la barca se fue acercando a la playa hasta frenar en la arena. Saltó de ella y dejó la caja sobre el agua. Quedó tirado bocabajo en la fina arena hasta que logró recuperarse. Estaba a salvo en una playa de algún lugar perdido, sin esperanza, sin que nadie pudiese ayudarle, pues a nadie había confiado su viaje. No quería pensar pues todo era nuevo para él, algo a lo que debía enfrentarse si quería sobrevivir. Sabía que sería duro y debía llevarlo hasta las últimas consecuencias, otros lo habían vivido antes, reales o novelados y él no debía arrojar la toalla. Robinsón Crusoe era su novela favorita desde niño y la conocía hasta en sus más ínfimos detalles. Ella sería una ayuda inimaginable para explotar todos los recursos a su alcance. Al amanecer conocería sus límites, todo lo que había asimilado en su vida y que siempre creyó suficiente. Ahora empezó a dar vueltas por su cabeza la soledad en la que le había sumido el abandono de su familia, el dinero que aquí de poco le podía servir. Sacó fuerzas. Algo en él le empujaba a resistir, a demostrarse que podía hacerlo. Había llegado hasta aquí, no era un amago, pero empezó a tener frío. Se acercó a unas piedras bien colocadas sobre las que se apoyaban unos maderos. Sacó un mechero de un bolsillo, y algún inesperado combustible los encendió de un fogonazo. Calmó el entumecimiento de sus miembros. Tenía hambre y a pesar de la noche cerrada reparó entre las sombras lo que le pareció una choza. Extrañado, se acercó pensando que tal vez no estaba solo porque palpó una cama, incluso tenía una manta, y ¡oh, sorpresa, a su lado una mesa con una vela, que encendió. Recordó entonces la caja y se acercó a recogerla. Tenía unos cierres fáciles de abrir y a la luz de la vela fue desvelando su contenido: un plato de jamón ibérico cubierto de papel de aluminio, unos trozos de pan de horno de leña, una botella de agua, ¿Agua?, ¿¿¿Agua???.....¡joder, qué fallo!, gruñó, se irritó, bajó los brazos y se acercó a una palmera a accionar un interruptor.
costa, el arrebato que le hizo navegar sin rumbo, horas y horas sin preocuparse de la dirección que había tomado, para encontrarse en cualquier lugar remoto del inmenso Pacífico. Su mujer se había marchado. Ella no le importaba pero se había llevado a la niña. Por eso se bloqueó, no pudo soportarlo, y se arrojó, junto a su inmensa pena, al azul del océano, su amado océano que también se ponía en su contra a pesar del cielo estrellado y el agua en completa calma. Poco a poco la barca se fue acercando a la playa hasta frenar en la arena. Saltó de ella y dejó la caja sobre el agua. Quedó tirado bocabajo en la fina arena hasta que logró recuperarse. Estaba a salvo en una playa de algún lugar perdido, sin esperanza, sin que nadie pudiese ayudarle, pues a nadie había confiado su viaje. No quería pensar pues todo era nuevo para él, algo a lo que debía enfrentarse si quería sobrevivir. Sabía que sería duro y debía llevarlo hasta las últimas consecuencias, otros lo habían vivido antes, reales o novelados y él no debía arrojar la toalla. Robinsón Crusoe era su novela favorita desde niño y la conocía hasta en sus más ínfimos detalles. Ella sería una ayuda inimaginable para explotar todos los recursos a su alcance. Al amanecer conocería sus límites, todo lo que había asimilado en su vida y que siempre creyó suficiente. Ahora empezó a dar vueltas por su cabeza la soledad en la que le había sumido el abandono de su familia, el dinero que aquí de poco le podía servir. Sacó fuerzas. Algo en él le empujaba a resistir, a demostrarse que podía hacerlo. Había llegado hasta aquí, no era un amago, pero empezó a tener frío. Se acercó a unas piedras bien colocadas sobre las que se apoyaban unos maderos. Sacó un mechero de un bolsillo, y algún inesperado combustible los encendió de un fogonazo. Calmó el entumecimiento de sus miembros. Tenía hambre y a pesar de la noche cerrada reparó entre las sombras lo que le pareció una choza. Extrañado, se acercó pensando que tal vez no estaba solo porque palpó una cama, incluso tenía una manta, y ¡oh, sorpresa, a su lado una mesa con una vela, que encendió. Recordó entonces la caja y se acercó a recogerla. Tenía unos cierres fáciles de abrir y a la luz de la vela fue desvelando su contenido: un plato de jamón ibérico cubierto de papel de aluminio, unos trozos de pan de horno de leña, una botella de agua, ¿Agua?, ¿¿¿Agua???.....¡joder, qué fallo!, gruñó, se irritó, bajó los brazos y se acercó a una palmera a accionar un interruptor.
No quiso mirar la enorme vivienda que se iluminaba a su espalda,
pero gritó a todo pulmón:
- ¡¡¡Oscar!!!
Un criado, azorado,
bajó a toda prisa una botella de rioja.
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