Me llamo Jaime y soy policía, ¿indica
eso que soy servil y mi voz se diluye? Induce a pensarlo. Soy un
uniforme, un número en una placa. Aquí, en la ciudad, un conocido
al que muchos saludan con remilgos. Soy policía y no puedo sino
descargar mi rabia sobre esta hoja en la que escribo. Lo he tenido en
mis manos,
frente a frente. Era mío. He estado a un solo paso de la
gloria. De qué hablo, se preguntarán. Será el desenlace y no voy a
desvelarlo. Sí es cierto que estoy aquí sentado y mi pistola humea.
He matado a mi mujer. Está tirada en el dormitorio con un disparo
en la barriga y otro en la cabeza. A su lado hay un hombre desnudo
boca abajo. Para él ha sido un tiro limpio en la espalda y le ha
atravesado el corazón. Creo conocerle pero no he tenido la
curiosidad de mirarle la cara. Qué importa. No pensaron que mi mano
se mueve durante buena parte del día al lado del gatillo, dos polos
opuestos que se atraen a la mínima afrenta. No lo siento, en serio,
no siento nada. Mi mano escribe firme y no tiembla, síntoma de que
lo he superado. Es mi trabajo. No debería removerme la conciencia.
No debería tener conciencia. Disparo al malo y ya está. Siento al
que le toque pero nada más allá. No es mi problema. En el mundo hay
a diario crímenes horrendos y a nadie le importan, ¿por qué esto a
mí? Hoy he tenido un día movido y para ellos no ha sido la primera
bala. Para ellos (cuento) ha sido la cuarta y la quinta. A las tres
de la madrugada no la esperaba un galgo desde el coche patrulla. Me
lo ha pedido, juro que me lo ha pedido. La soledad y el abandono
desorbitaban sus ojos. No es un delito liberar almas. En este mundo
basura es un pájaro a tiro el que abandona la estela. Es cuestión
de tiempo para ellos estar muerto. Sus días son un lastre, ¿qué
importa si les libero de esa carga? No lo digo por ese chucho,
evidentemente sino por Flora, una puta con cuerpo de chica Playboy y
cara de váter, siempre abierta por seis euros, mamadas incluidas. No
disfruté esta madrugada viendo a mi compañero revolcarse con ella,
encularla hasta colorearle los cachetes, ahogarla con su semen como
si fuese algún elixir mágico. No sé qué vano arrebato me ha hecho
ponerle el cañón de mi arma no reglamentaria en la sien y apretar
el gatillo cuando hurgaba resignada en mi bragueta o sí pero ¿por
qué tengo que ser juez de mi idea y no preguntar si la comparten? No
le di tiempo a pensar. Murió como una perra, sola en el silencio de
la noche. No me siento un monstruo, ni un ejecutor, sólo pateo lo
que no sirve aunque hoy tal vez me haya excedido, hoy que he estado a
punto de lograrlo, de acariciar mi trozo de cielo. Venía a
compartirlo con mi mujer y estaba lejos de mí, compartiendo con otro
la ilusión de mi pensamiento, mis dulces lugares, el aliento que
aspiraban a menudo mis labios. Ya no compartes nada, guapa. Ya no
necesito tu compañía. Pensaste que me escurriría gozoso en el
semen de otro, que compartiría espasmos. Craso error. Por eso estás
muerta, cariño.
¿Y ahora qué? No importa. Sólo me
duele no poder revelarte mi secreto. Quedará sólo para mí. No lo
compartiré con nadie. Nadie, ¿está claro? Divino refugio mi ser
múltiple y volátil. Se preguntarán el destino de mi tercera bala.
No sé si debería contarlo. No ayudaría a mi imagen de hombre justo
y equilibrado aunque sé que cualquiera puede tener momentos de
debilidad. Raras veces los siento y me dilato en ellos. Tengo que
retroceder en el tiempo. Odio hacerlo pero sé que de otro modo no lo
entenderían. Y tiene su sentido, algo grabado a fuego en mi memoria,
en mi niñez, sobre mi espalda blanquecina y núbil, apaleada a
gritos de “cagón” por el cabrón de mi padre. Jamás encontraron
su cuerpo aunque eso ahora no importa sino el efecto de esa palabra
maldita (¡cagón, cagón!, ¡Dios!) en la aceleración de mi sangre,
en la rigidez de mis músculos, esa palabra que paraliza mi
coherencia hasta desembocar en un embudo hacia los labios delatores.
A esa niña no la conocía de nada, lo
juro.
Volvía a casa abducido por la palabra
mágica que encajaba en el enigma y forzaba la puerta que llenaría
de luz mi oscuridad más absoluta. Años de búsqueda infructuosa, de
una simple palabra que casi cerraba el círculo y tanteaba el
mecanismo chirriante pero impertérrito para mostrarme su primicia
que no es otra que la gloria efímera. Fue una puta, gitana creo, a
la que pisé sin querer en comisaría y voceó la infamia al tiempo
que el rayo de luz en mi noche oscura. “¡Capraia, Capraia!” No
sé que quiso decir. Creo que tenía un pearcing en la lengua. No sé,
o sí pero me sonó a campanitas celestiales, flautas y violines
hasta sentirme merecedor del aplauso unánime de una sala
abarrotada. Corroboré en un diccionario el significado. ¡Dios, era
increíble! Besé a esa puta y me escupió en la cara. No importa,
hoy era flexible, inmenso en mi generosidad y sólo la golpeé en la
nariz. Creo que se la he roto. Y eso que retraje el puño. No fue mi
intención pero debía justificarme. Mis compañeros sonrieron al ver
a aquel engendro con los morros reventados y mi jefe sólo me dio una
leve reprimenda. Pido que me perdone porque sin proponérselo fue el
adalid de mi ejército en plena deserción abúlica. Compruebo ahora,
de nuevo, la hoja recortada de periódico descolorida y arrugada,
casi rota en sus pliegues. Veo remarcada “Capraia” de tinta azul
incólume entre las demás letras ajadas en las casillas y busco el
periódico con las soluciones bajo la ropa en el armario y la p
culpable de mis desdichas, de mis noches de insomnio en el eje
cardinal de “Apulia”, no “abulia” como golpeaba una y otra
vez la lógica en mi memoria. Sólo queda un hueco libre pero esa
será otra victoria con la traca final y esta no desmerecía nada en
absoluto. Indescriptible regalo para mi integridad herida, para mi
cuestionada intelectualidad. Ya sé que es una nimiedad pero soy
obcecado hasta la médula. Dos años, dos largos años buscándola,
¿entiendes ahora, cariño, la felicidad que deseaba compartir?
Y más tarde esa estúpida niña
jugando bajo el puente, de regreso a casa, con ese estúpido globo
que explotó a mi paso y provocó que me encogiese como por un
resorte. Su risa mellada, su palabra verdugo: “cagón”, esa
palabra que quemaba mis oídos. No era ella, era mi padre el que
salía de su tumba a pronunciarla, machacona en su acento hasta
desesperarme, hasta cegarme. Él fue quién motivó mi instante de
locura donde no soy yo. Por eso no me siento culpable. Fue la rabia
hacia mi padre la que apretó el gatillo, un solo disparo, certero,
seco, como la explosión del globo. Un camión oportuno sobre el
puente difuminó la descarga y la soledad en mi perspectiva fue
también mi afortunada aliada. Sé que esto restará credibilidad a
mi defensa. Ya está hecho, ¿qué puedo hacer sino lamentarme? Los
traumas sólo buscan victimas inocentes y este en mí entró a palos,
¿quién es culpable entonces? Soy una victima como ella. ¡Pobre
niña! No así mi mujer que cabalgó en mi orgullo. Diez años
casados y un hijo maravilloso para clavar sus espuelas en mis tripas.
Me hierve la sangre, suerte que estoy solo. Noto una extraña bruma
que se eleva y tiñe de negro mi sangre. Saldría a la calle y
descargaría bala a bala hasta el último hijo de puta que me lo
pareciese. Tal es mi dolor, el muro que ahora se erige en mí vida.
Pero no soy un degenerado, ni un psicópata alelado que se dejaría
acribillar a balazos por cualquier aspirante a medalla. Debo pensar.
Esto es tan simple como el crucigrama. Sólo pensar la pregunta y
encajar la respuesta entre las piezas. ¡“Capraia”, jodida
gitana! ¡Mil euros! Hubieran sido para un regalo a mi hijo pero ya
no sueño su premio caduco, es mi soberbia la que clama la solución.
Toman el mando “Cáliga y Voluta”, cruzadas como una espada. No
hay prisa para ellas. El tiempo ya no me importa. Ahora apremia en
otra dirección. Pero lo tengo fácil. Mi arma no está fichada y
tengo enfilado a un rumano drogadicto que nos trae a menudo de
cabeza. Comete robos y algunos con arma blanca. Una navaja pequeña
y mellada que sólo intimida a las mujeres. Es un pobre hombre al que
siempre hemos soltado sin cargos. Una avispa sin aguijón. Un
desgraciado sobre el que a veces descargo mi rabia. Ahora sé que
está loco, que se ha vuelto loco, juro por Dios que se ha vuelto
loco. Encontró una pistola y su vida cruel clamó venganza, calmando
primero su ira en un perro, después volándole la cabeza a una puta;
tal vez maldiciendo su juventud perdida mató a una niña.
Luego fijó la vista en mí, en mi
risa cuando le apaleo, en mi casa. Rompió el cristal de una ventana
y entró dispuesto a matarme. Yo estoy haciendo el amor a mi mujer.
No soy yo pero está mi foto sobre la mesita. Los mata por mí. Yo
llego en ese momento. Oigo ruido. Subo la escalera. Estoy a su
espalda. Desenfundo mi pistola reglamentaria. No le permito girarse.
Tremendo relato Juan, te mantiene expectante hasta el final.
ResponderEliminarMuy duro y desgraciadamente tan común encontrar seres sin conciencia que hace temblar el alma.
Espero, que de esta categoría o nivel no haya muchos, pero cuantas elucubraciones tienen las mentes enfermas si hasta los supuestamente cuerdos podríamos perder la cabeza.
Mis felicitaciones más sinceras. Sigue escribiendo.
Un beso.
Gracias Mercedes, la verdad es que meterse en la piel de estos energúmenos da algo de repelús, y no ayuda en nada a entenderles pero sí a mostrar la cara oculta de alguno que otro que puede que esté cercano a nuestras vidas sin saberlo. Personas que para ellas lo hacen con total convencimiento y naturalidad. Manda narices. En fin...de nuevo gracias por tu ánimo, escribir relatos es una faceta que me gusta también. Un beso
ResponderEliminarMe ha encantado!!!, no podía moverme de la silla, precioso y real como la vida misma.
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