Vuela mi mirada por los últimos
badenes de la Sierra Morena jienense, por las últimas laderas donde
el monte se entremezcla con las tierras de labor y los olivos.
Llueve. La lluvia refresca un día
caluroso de primavera. Son los primeros cúmulos de una tormenta que
viste el cielo de un gris rabioso, que comienza a usurpar tiempo a
la noche.
Allí, entre la autovía y la antigua
carretera general que divide el pueblo de Guarromán, hay dos fanegas
de
tierra que cubre una viña y un prospero huerto. Allí está Cosme
labrando las matas con la fiel compañía de Matías, su perro, labor
que frena para darse prisa en alcanzar el porche de la casa y no
mojarse.
La lluvia arrecia. Le parece una locura
marcharse al pueblo aunque está cerca, a menos de un kilómetro. Por
eso tapa el Pasquali con un plástico y al rato bufa en la chimenea
una buena lumbre.
En esta caseta de su viña ha pasado
más de una noche por diferentes motivos. Hoy la tormenta que ruge
cercana es suficiente motivo.
No tarda en aliviarse con el vino y
pela la mona al calor de la llama con la escopeta a mano y con
Matías, su galgo, algo fondón, rozándole la pierna.
Crepitan las cañas de la cubierta del
porche y el viento traquetea la puerta y las ventanas.
Un cubo de agua hierve en la lumbre.
Cosme mantiene los ojos muy abiertos perdidos en la llama y desatasca
del fondo de su memoria algunos recuerdos.
En esa mecedora, con la tela vencida,
cerrará los ojos cuando le venza el sueño. Tiene otra en su casa.
Jamás se acuesta en una cama. Se ha acostumbrado a ellas y son la
causa de su ostentosa joroba, “¿Qué importa, a quién le
importa?”, gruñe siempre. Desde hace años, le ha ocurrido que se
duerme en la mecedora sin querer o no tiene fuerzas de irse a la cama
y ahora es incapaz de dormir en otro sitio.
Un trueno revienta la tarde y un rayo
cae cerca iluminando la ladera. Matías ladra. Colgados en la pared
tamborilean algunos arreos y baila un gabán. Una foto, que adorna
sin marco la campana de la chimenea, aletea en un ángulo que no está
clavada.
Cosme gruñe. La tormenta está justo
encima y comienzan a caer goteras. Ésta caseta es un parral y ahora
lamenta su pereza en no reparar la cubierta. Se levanta sin ganas y
coloca todos los cacharros que tiene. Palia la riada aunque debe
estar pendiente de vaciarlos. Tiene frío y se echa el gabán,
también se tira al pecho un buen trago de la bota. Mira de reojo la
foto de su mujer, “Ya ves, Jacinta, para lo que he quedado”. Fija
la mirada, penetra en sus ojos descoloridos y ve un paisaje roto,
momentos y sentimientos ininteligibles. No puede centrarse. La
presión de la tormenta en la choza y el chapoteo en los cacharros
reculan la borrachera y el ansia de abandonarse.
Está solo, desde hace demasiado
tiempo y no necesita cosas nuevas, ni ver a nadie, ya tiene
suficiente con intentar vivir. Sólo cuida algunos recuerdos. Le
acompañan siempre, y puede escogerlos o no pensar. Es viejo y lo que
es peor: se siente viejo. Sabe que ya no le queda mucho, que esto que
vive no es vivir, que vive sólo por vivir, como una fracción de
algo muerto que bulle en su rutina mientras fluya la sangre.
Una olla rebosa. Al abrir la puerta
para vaciarla, la fuerza del viento lo tira y se le derrama encima.
El agua asalta el interior y se da prisa en levantarse y cerrar la
puerta. El suelo de tierra es un barrizal y se ha puesto perdido.
“Que se jodan las goteras”. Busca una postura a salvo para la
mecedora y atiza la lumbre. No puede solucionar nada y para qué
sofocarse. La ropa mojada humea al calor de la lumbre y la bota
calienta por dentro. Matías lame su mano caída y Cosme le acaricia
el lomo. “Mi buen amigo”, le susurra.
Se abandona, desciende a los tibios
lugares, lentamente, buscando algún sitio, algún refugio en el
tiempo y se mece en un pasaje que se le acerca, lejano. Lo recuerda
todo y rejuvenece. Respira de otra manera. Le gusta verse como era
entonces, cuando tenía a alguien cerca para gritarle sus torpezas y
posarle su semilla. Tiene cinco hijos. Todos viven y han muerto.
Viven en su recuerdo como éste que evoca ahora sin querer donde
podía taparlos a todos con su sombrero de paja. Eran como hormigas
laboriosas que seguían sin dudar la voz de su amo, “¡Qué tiempos
aquellos!, ¿por qué crecerán los hijos?”, se lamenta. Oscila en
su caída al abismo del sueño, sumergido en un remolino etílico del
que no puede zafarse, sin agarraderas para frenarlo, ni siquiera a su
imagen de florido patriarca, ni a su protuberante Jacinta que
aparece, de nuevo hermosa. Es tarde, gira, gira, le engulle y sin
notarlo desaparece.
El ladrido insiste, toma fuerza desde
la lejanía. Despierta helado, “Tranquilo, tranquilo, Matías”,
le acaricia. Matías le devuelve una mirada cálida, a la vez un
gesto amargo de fiel resignación, “Tranquilo, nos iremos en cuanto
estire los huesos”. Le ciega la luz que acuchilla los cristales. La
lluvia de luz, por las filtraciones de la cubierta, le da al interior
un aire místico. A Cosme así le parece aunque cambia el gesto al
bajar la mirada al lodazal, al enorme charco formado por el escalón
de la puerta. Mira el reloj. Son las once. Tiene cosas que hacer,
también piensa que nada. Se estira con fuerza y crujen sus huesos
como una nuez. Devana y se rasca la cabeza. Debería lavarse, al
menos los pies que le olerán a zorruno. Pero el agua del cubo está
helada y desiste. Tampoco va a encender la lumbre y calentarla. No
sabe por qué insiste y siempre se queda en el amago. Lleva meses sin
cambiarse de ropa. Se ha acostumbrado a su calor húmedo y se siente
cómodo.
Balancea la mecedora para levantarse y
tras varios intentos lo logra agarrándose a un saliente de la
chimenea. Mira a Jacinta, “Dios, Jacinta, no sirvo para nada”.
Descuelga la bota de la alcayata. Arruga con sus dos manos el pellejo
hasta que escupe aire. Se enfrenta, pues, al primer trabajo del día.
El suelo se escurre y tiene cuidado para acercarse a un rincón
atestado de sacos vacíos y leña. Está todo empapado y se le
escurre de las manos. Aparta lo justo para introducir su mano en un
saco de plástico y saca una botella. Vuelve a introducirla y palpa
las que quedan. Se tranquiliza. Matías gruñe, “Tranquilo, león,
ya nos vamos”. Trasvasa la botella con temblor pero sin derramar
una gota. Enrosca el tapón de la bota con parsimonia y admira su
rostro rejuvenecido, pepón, la promiscuidad incombustible que vuelve
a regalarle. Hay que catarla. El vino está fresco y reconstruye por
dentro. Matías le recrimina. Cuelga la bota y sale de la choza con
cuidado.
Un sol primaveral se refleja en los
charcos de los surcos de la viña. El cielo es un manto inmaculado.
Acaricia el Pasquali. El plástico que le cubría ha volado pero está
seco, como si la tormenta no hubiera pasado por él.
Recorre el campo con la mirada. El
viento silba entre el ramaje de dos eucaliptos cercanos y se embelesa
con el bailoteo de unos pájaros. Matías le roza las piernas y lo
trae de nuevo a éste mundo. Le suele ocurrir, desde no hace mucho,
que se queda pasmado como viendo algo pero sin verlo, sin pensar en
nada, con la mente en blanco, como si se le parase el tiempo o el
corazón. Así cree que deberá llegar la muerte, eso que nunca ha
temido y ahora menos, invisible y traicionera, sin darle opción a
enfrentarla. Le da igual si no logra verla, si desciende su hacha y
corta éste miserable tubérculo sin razón ni sentido. “Que se
joda la muerte, que me joda yo, que se joda ésta mísera
existencia”.
Entona un fandango desde lo hondo
aunque no es lo suyo ni ha sido y le sale un vagido acuoso. Berrea y
oye a Jacinta entonarlo desgarrando su alma y arrancando de cuajo, a
unos pocos privilegiados, sensibilidades y sensaciones muertas. Es un
monstruo del cante, era dice él, siempre envuelta de una caterva
absorta y entregada. Flema y poderío. Densa y apabullante en el
modo, soez, ordinaria en las formas, autoritaria hasta el terror
desde su trono de reina pero, eso sí, un portento del cante.
“Chácharas y chirimbolos, reniega Cosme siempre, nada de lustre”.
Él sólo quería una mujer, una mujer,
y atrae su mente a aquella tierna chiquilla que temía levantar sus
ojos a su voz madura, a aquella oronda moza que tenía siempre la
ropa limpia y los platos en la mesa. Él sólo quería una mujer,
¿tan difícil era de entender?
Le asquea mirar el pasado al no poder
cambiarle una imagen ni una sola palabra, ni pronunciar las que se
quedó con las ganas y debía.
Sigue destrozando el fandango y la
recuerda, buscando restos que le reconforten. Hay una parte que ama,
y trota la sangre en sus venas, y se le riza el vello, y sus ojos se
dilatan, pero se diluye aplastada por la mole implacable, más
cercana, más viva en el tiempo. Desentona y sigue su baile arropado
de palmas, a su cuerpo rotundo estilizarse despertando la sintonía
y el deseo. Ve, entornando los ojos, acompañarla en su cante a
Fabiano, enfebrecido, al que creía un buen amigo, “¡Maldita sea
su estampa, maldita sea su alma!”
Calla y rabia. No ha podido superarlo.
Han pasado años y lo vive cada día. No le importan sus hijos, hacen
su vida lejos, a sólo unos pasos, como buitres esperando su caída.
Le da igual lo que hagan después de muerto. No estará aquí para
verlo. Pero lo otro es diferente. Corroe por dentro, día a día,
minuto a minuto, segundo a segundo, “Jacinta, la fandanguera,
Jacinta, la fandanguera, ¡Mierda para él y para ella!”, proclama
a los cuatro vientos.
Sólo siente ésta Jacinta y no la
otra, la que le acompaña en silencio y por la que llora, a veces.
Matías le ladra, supone que estará
harto de tanta monserga. Respira hondo y mira de frente la vida que
vive. Debe seguir. Aquí no va hacer nada, está todo empapado, por
lo que va a irse. Antes, saca un martillo de las herramientas del
Pasquali y rompe el escalón para desaguar la casa. Hay un buen
charco y el agua se escurre a los surcos. No olvida la bota, que se
cuelga, ni atrancar la puerta y las ventanas. Mira el reloj y sólo
por curiosidad cronometra el tiempo que le llevará subirse al
tractor, sacarle del porche y enganchar el remolque que está en un
chambado lateral. Tarea de diez minutos que no hará en menos de
media hora, siempre con la atenta mirada de Matías, estorbándole.
Son las doce y cuarto cuando petardea
el Pasquali por el corto camino que accede a la carretera, con
Matías, firme a su lado, apoyado en su espalda. El pueblo se asoma
sobre la loma y la cabeza sesgada de la imagen de Nuestro Padre
Jesús, que preside el paseo que parte el pueblo junto a la
carretera, emerge como saliendo de las entrañas de la tierra.
Cosme se cruza con personas conocidas,
y no saluda a nadie. Jamás saluda a nadie.
Cree que ya ni siquiera chismorrean a
su espalda porque lo han dejado como cosa perdida. Llega al pueblo y
circunda la rotonda que preside la estatua de Nuestro Padre Jesús
sobre un atril. Preside el largo paseo que divide el pueblo, un paseo
que acoge a pocos niños y demasiados viejos.
Pero es domingo y hace una bonita
mañana que invita a la gente a salir de sus casas.
No sabría decir si le molesta no
importarle a nadie, tal vez porque a él no le importa nadie. Alguna
vez le jode y no se explica el porqué. “Así es como estar
muerto. Nadie me echará de menos”, discurre convencido y da por
zanjado el asunto.
Enfila su calle, una calle ancha,
salpicada de coches. Mira su terreno vedado, el espacio que necesita
para dar la vuelta con el tractor en la calle y aparcarlo. Está
vacío. Como debe ser. Nadie tiene güevos a ponerle ahí un estorbo.
Hace años que dijo a los vecinos lo que tenía que decir, les gritó
lo que tenía que gritarles. Llega y con una lentitud irritante
inicia el giro, justo y sin maniobra, de acera a acera. Queda
aparcado en su fachada, sin ocupar sitio de nadie.
Mira y en la calle hay dos o tres
viejos sentados al sol como quién saca una maceta para que espabile
y dos viejas, de espaldas, chismorrean. Dos niños cruzan, corriendo,
la calle de una casa a otra.
El sol de primavera quema y se quita el
gabán para echarlo sobre un brazo. Aflora la camisa de cuadros, con
una gran mancha de aceite seca y las mangas de otro color, los bajos
del pantalón de pana, negros como un zócalo. Vuelve a mirar el
interior del remolque por si hay algo que puedan robarle.
Busca la llave en el bolsillo del
pantalón y entra en la casa.
Despierta el interior y reconoce el
olor. Una mezcolanza humosa y húmeda. “Es por la chimenea que no
traga bien”, vuelve a decirse. Está atascada de hollín y tiene
que limpiarla. “Tiempo al tiempo”. También supone que los
plásticos que arropan la cubierta trasera se habrán corrido con el
aire y ha entrado agua, “Todos se arreglará, Cosme, lo primero es
soltar los trastos”.
Tiene el pasillo atestado de bidones de
plástico y sacos con restos de plaguicidas, abonos y azufre. Las
habitaciones, sin puertas, muestran melones y ristras de ajos
colgados en el techo, algunos chorizos y morcillas duros como
piedras. Estantes de madera, vencidos por la humedad, con botes de
conserva de tomate, pimientos y berenjenas. En el suelo, sobre unas
lonas, montículos de trigo, garbanzos y cebada, no sabe para qué si
no es para alimentar ratones.
En la casa hay sitio para todo aunque
no sirva para nada. “De tirar siempre hay tiempo”.
El salón con la chimenea es el único
lugar donde puede moverse. Suelta el gabán sobre la mesa y se
acerca, decidido, a la alacena. Tres dobles fondos llenos del chismes
y aparece la arquilla. Dentro, más de diez millones están bien
colocados, con algo de trampa por si alguien hurga en ellos. Rara vez
los cuenta. Están igual que hace dos días, antes de irse a la viña.
Le preocupan y no le importan demasiado. No los necesita y vuelve a
jurar que los arrojará a la lumbre en cuanto intuya que va a
morirse. Se apaña con la paga. Se concentra en el día del mes y
para cobrar aún falta una semana. Al cajero del banco es a la única
persona que se enfrenta y le dice dos palabras. Se llama Felipe y le
parece melindre y amariconado pero le suelta los billetes y eso le
honra.
Llama su atención Matías. Su cama de
paja, al lado de la chimenea, está empapada. Justo encima penetra la
luz y supone que alguna teja se habrá corrido. “Vaya por Dios.
Siempre hay trabajo esperando”. Se asoma al patio y vuelve a
acordarse de que tiene que segar la hierba. Aquello es un bosque
intransitable.
Mira a la izquierda el corralillo de
las gallinas por si hay algún huevo que coger. Nada.
Al fondo hay un chambado medio hundido
que cobija las orzas de las aceitunas y una escalera de madera.
Busca una hoz y siega un pasillo para
acercarse. No ha usado la escalera desde el verano pasado cuando
colocó el plástico al tejado. A su casa no ha entrado jamás un
albañil. Él lo hace todo. Ni mucho menos un electricista o un
fontanero pues no tiene luz ni agua. Se apaña con la luz de la llama
de la chimenea y el agua de un pozo en el patio. ”De mí no come
nadie”. Recuerda su lema: “¡Que le roben a otro!, que a mí,
para vivir, no me hacen falta tantas tonterías”.
Aprovecha para llenar una olla con
aceitunas y tenerla a mano. Las prueba y le parecen estupendas, honor
que merece un buen trago de la bota. El vino le cae bien pero la boca
se le abre como a un galgo. Matías le emula y se contagian los dos
durante un rato. Tienen hambre. Cosme recuerda los pimientos y dos
chorizos que le sobraron el otro día y guardó en una cuajadera.
Estarán tiesos y habrá que calentarlos. Enciende la lumbre y
mientras toma brío sacude la cama de Matías y deja el saco y la
paja al sol sobre las hierbas del patio. Entra y ve a Matías mirando
la gotera como queriendo decirle algo, “Primero es reponer fuerzas.
Tiempo habrá de eso, amigo”. Coge la sartén y sacude con la
paleta algunas costras oxidadas que están a punto de desprenderse.
La enjuaga con agua y al rato calienta en la lumbre unos cuantos
pimientos y trozos de chorizo. Aprieta la bota varias veces y ya
puede juntar los pellejos con los dedos. Matías está expectante por
si alguna vez se le alza el alma y le escurre algo. Cosme devora la
comida con ansia y como siempre Matías tendrá que buscarse la vida
en la calle.
Cosme está lleno y comienza a
amodorrarse. Es en éste estado semiconsciente, cuando mira la foto
enmarcada de Jacinta. Posó después de parir a su Antonio, el
tercero, y cuando comenzaba sin remisión a ponerse gorda. Ahí
estaba como debía estar, piensa, y todavía, mirándola, se le pone
dura, aunque ahora ya menos. Es la única fotografía que adorna la
casa y la escogió entre todas las que, un día de cabreo, arrojó a
la lumbre. De sus hijos no queda nada, “Esos miserables, esos
buitres. No se llevaron ni un duro. ¡Maldita su sangre, maldita su
madre que no supo criármelos!” Ella, de vez en cuando, acelera
su sangre pero qué queda de ellos, “Sólo querían mi dinero.
Gastarlo y echarme a la calle”.
Jacinta le mira. Tiene una mirada viva
que esconde tras un pretil amargo. A Cosme le vale esa figura que
muestra sus robustas piernas hasta las rodillas, sus pechos
disimulados pero que sabe y perfila a su capricho, esa cara,
entonces, sumisa y callada. Oyó que estaba en un pueblo cercano, que
se largó Fabiano, que anduvo un tiempo de lecho en lecho como una
puta, “¿Qué hiciste, loca?, mira para lo que hemos quedado. Yo te
quería. Te largaste dejándome con la polla tiesa”. No queda
rencor o remordimiento porque ya no hay amor, “Sólo quiero a la
Jacinta que ha muerto”.
La bota renquea. Atiza la lumbre y
prepara la mecedora.
Matías se ve tirado en las frías
baldosas y gruñe. Cosme recuerda la gotera y la cama de paja que ya
se habrá secado. No sabe qué extraño impulso le hace moverse y no
caer fulminado en la mecedora. Le da pena Matías. Es un leal amigo y
lo tendrá feliz con sólo mover una teja.
Sale al patio tambaleante, coge y le
coloca con mimo la cama notándose que rebosa al agacharse. Al volver
a salir se fija en las gallinas y les lanza un ultimátum: “O
ponéis huevos o os echo al caldo”. Lleva semanas sin probarlos y
no es plan.
Se queda en blanco. Hace un esfuerzo
mental importante para saber qué está haciendo allí, en el patio.
En la casa hace fresco pero al sol te fríes como una boga. Matías
le roza, “¡Ah!, la gotera, la escalera ya, ya, vamos a ello”.
Se acerca al chambado y ve que la
escalera está casi enterrada por otro trozo de techo que le cayó
encima. Le cuesta sacarla. Dos rechonchos troncos de chopo con varias
maderas cruzadas chorreando pesan lo suyo. Pero está decidido y es
muy cabezón. Se arrebata, suda, pero la escalera sale. Al rozarse
con las tablas partidas y las tejas algún peldaño se suelta, otro,
simplemente, se desprende.
Aquello, cuando logra apoyarlo en el
alero, tiembla como sus piernas. Está obcecado. Estando así nunca
nadie, jamás, ha logrado disuadirle de frenar la tarea que enfilara
su cabeza. Hoy era esa teja corrida, complacer a un amigo y daba
igual el estado calamitoso de la escalera. Son sólo tres metros y no
tiene que subirse al tejado. Lo hará con cuidado. Tiene que subir
del primer peldaño al tercero porque falta el segundo.
Matías le mira y se retira temiendo
lo peor.
Cosme sube el siguiente peldaño y ya
toca las tejas. No tiene tiempo de reaccionar cuando el peldaño que
pisa y el que sujeta con la mano se desprenden. Le queda un segundo
para pensar, suspendido en el aire. Un segundo para pensar en el que
no piensa nada.
Matías corre hacia el chambado, no
sabe que será peor.
Cosme cae patas arriba y la escalera
se le viene encima. Con los ojos cerrados nota el golpe de los
troncos de chopo, cada uno a pocos centímetros de su hombro. Un
peldaño le ha rozado el pelo y otro sus pies. Está enmarcado y le
cuesta moverse. También está muy asustado. Se levanta y a pesar de
la borrachera se da cuenta de que aquello ha podido matarle, “¿Y
qué?, es lo que estoy esperando”. Pero le recorre un escalofrío.
Vuelve a mirar el hueco del que ha salido y dilatando los ojos
percibe que es como un ataúd. Le parece muy raro que no tenga ni un
rasguño y agradece a quién sea la deferencia, “Mejor sufrir
entero”, piensa y zanja el asunto.
Matías se acerca receloso por ser la
causa del descalabro. Cosme le acaricia el lomo, “Lo siento amigo.
Al menos lo he intentado”. Mira al cielo y no flota una sola nube,
“Hoy no lloverá. Lo haremos mañana”.
Pasan al salón uno detrás del otro y
se lanzan al catre. La mecedora cruje, no está para muchos trotes.
Cosme tiene una sed enorme y se balancea para coger la bota pero los
restos de vino que acoge no bastan para calmarle. Necesita un trago
completo para alcanzar el nivel. Hay que levantarse, “Tiene guasa
la cosa”.
Lo hace y busca una botella en la
alacena. Tiene la bota vacía en la mano pero piensa que para qué
tantos tumbos y trasvasa la botella directamente a su estómago.
Aquello cae desbocado y cuando aprecia el sabor ha vaciado media
botella. Cree que es suficiente. Suelta la bota y la botella donde
puede y busca casi a tientas la mecedora. Ahora sí disfrutará de
ella.
Matías se ha enroscado y no levanta la
cabeza, está preparado para dormirse aunque le escuece sin tino el
estómago. Lo arreglará cuando despierte, qué remedio.
Cosme deambula sin mover un músculo.
Gira y gira en su remolino. No se le acerca ningún prólogo ni
puñetera falta que le hace. Está solo, con Matías y los demás
sólo son fantasmas que le roen las entrañas, “Que se jodan, que
me joda yo, que se joda esta mísera existencia”. Cede y
desaparece, sin notarlo.
Matías duerme a su lado.
El cuerpo de Jacinta ondea al fulgor de
la llama.
¡ Joder, Juan, qué buen relato! Las descripciones me han metido en la piel del personaje, he visto la pena y el amor del perro hacia su amo, he respirado el húmedo ambiente mezclado con el olor a humo de leña... Cada vez te admiro más, Juan eres un escritor que merece ser conocido y tener sus libros ne las tiendas. Te felicito, amigo. Un abrazo
ResponderEliminarHola Juan, gracias, para mí este relato es de los mejores del libro, ya me lo han dicho otros colegas, libro que espero ver algún día publicado ya que creo que merece la pena. En fin...tiempo al tiempo, siempre me digo...un abrazo
ResponderEliminarMis felicitaciones.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchas gracias Mercedes...me alegra que te haya gustado...un abrazo
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