DESAPARECIDA, leo y reconozco en la
foto en color a María Rusillo mirando entre las cabezas de un
cordón de curiosos. Alguien lee la letra pequeña: María Rusillo,
viste un pantalón pirata amarillo y una camiseta rosa con una rosa
impresa en la espalda, se ruega...
Cierro los ojos. Recuerdo ese pantalón
y esa camiseta. Recuerdo que bromeé con la excusa de la
rosa porque
era hermosa y la llevaba en un lugar inaccesible para ella, sonrío a
su media sonrisa que mitigó algo su gesto agrio, su mirada lánguida,
al responderme que podía quitarse la camiseta y mirarla siempre que
le apeteciera...- Esa chica era muy rara – comenta una señora, quizá dando por hecho que jamás volveremos a verla
- Se habrá ido con el novio – oigo a mi derecha
- ¿Tiene novio? – preguntan
“No, no tiene novio, pienso, al menos
conocido”
- Es muy seria y formal, de lo que no hay – dice alguien y lo corroboro
Vuelvo a mirar la foto antes de irme.
No está muy favorecida, será de tiempo atrás, dos o tres años más
joven, y no percibo ni uno solo de los detalles que me ha tenido
atrapado el año, al menos, que traté con ella. Sí, parece una
niña, no es la foto más adecuada para esto y así, es probable que
pocos, si no son allegados, la conozcan.
La última vez que vi a María Rusillo
mascaba chicle. Vestía un pantalón blanco ceñido, muy ceñido, y
una camiseta fucsia además de, cómo es habitual en ella y marcando
su profusa personalidad, usar varias tallas menos de sujetador para
oprimir sus generosos pechos blancos. Quizá fueran sus pechos el
principal motivo, que no el único, por el que compraba la prensa
casi a diario en la tienda de Todo a 100 donde trabajaba. A ella le
molestaba verse observada por la gente y a mí me sonreía aunque,
al principio, no con una sonrisa agradable y complaciente. Parecía
un contrasentido que luciendo un pecho explosivo mirase con recelo
quienes se quedaban atrapados en él algún instante siguiendo sus
movimientos. Yo sabía disimular, no, la verdad es que me permitía
mirarlo como alguna muestra de algo que aún no he sabido entender.
María Rusillo es una chica joven de
veintitantos, no adicta a la quincallería ni a la moda impresa de
ésta juventud caótica, como a medio camino entre la nueva religión
o lo que alguien como yo hubiera deseado aconsejarle. No tiene novio
y más de una noche, en algún pensamiento fugaz, casi atrapado por
las marañas del sueño, le he cogido la mano paseando por los
laberínticos setos del parque en mi barrio, y le hacía preguntas
intentando conocerla, siempre mirándola a los ojos, pequeños,
hundidos tras sus grandes gafas, meciendo el hilo de mi mirada en sus
pechos blancos pero nunca refugiándome en ellos. Por sus respuestas,
María Rusillo me parecía una chica normal, con las ilusiones
propias de su edad: un chico guapo y trabajador, una casa con
jardín, y niños, uno o dos niños. También me ha confesado,
tímidamente, que le gustan los hombres maduros que envejecen sin
ninguna prisa y me satisface saberlo. Largas conversaciones que se
hundían en el abismo del sueño y nunca recuerdo si nos condujeron
a alguna parte.
- Hace tres o cuatro días hubo gritos – comenta Carmela, vecina de María, una buena mujer que me merece respeto – y no creáis que no se oía a la niña. Era una fiera. Para eso hemos quedado las madres
- ¿Y oíste...? – pregunta con sorpresa Alfonsa, una cotilla que ve chance para iniciar la tertulia
- Yo no sé. No quiero meterme – sigue Carmela – la niña quería pincharse esa cosa que la juventud se pone en la nariz o en la lengua y la madre le decía que ni muerta, que antes la mataba a palos
- Pero era mayor de edad... – no tengo más remedio que decir
- Ay, Matías, no conoce usted a la Josefa, es buena pero tiene un genio que se la come. Es una persona hecha muy a la antigua y la niña todo se lo ha callado, que la conozco, hasta que habrá reventado la pobrecita
- A los jóvenes hay que dejarles..., que me van a contar – dice un hombre a mi espalda
Alfonsa comienza a airear temas:
- Lo que no entiendo es que su madre, tan recta, dejara que la niña luciera las tetas de esa manera porque, hija, tenía a los hombres encendidos
- La chica era mona – dice Carmela – le gustaba vestirse moderna y hay cosas que no se pueden esconder
- ¡Pero sí disimularse! – responde Alfonsa recalcando con zafiedad sus senos caídos
- No compares, mujer, no compares
Continúo mi paseo por el barrio, una
hora todas las mañanas, aconsejado por mi médico y recordado por mi
hermana a partir de las nueve cada cinco minutos hasta que me ve
arrancar. Es mi único quehacer diario además de, dos o tres veces
en semana, visitar una pequeña finca que tenemos cerca de la sierra
con la excusa de mover mi Renault 4 y no plantearme llevarlo al
desguace. Allí una casucha medio derruida, un huerto donde nunca
planto nada, un pozo seco envejecen a mi paso. Una finca que ya no
nos sirve si no es para que respire algo de libertad y de soledad. Mi
hermana insiste en venderlo y a menudo discutimos por ello. Mi
hermana se llama Marta, es algo menor que yo y tampoco se ha casado.
Vivimos solos en casa desde que murió mamá hace tres larguísimos
años. Yo soy un jubilado prematuro, aún me cuesta confesarlo aunque
siempre con una pizca de satisfacción porque he preferido una paga
exigua y disfrutar algo de la vida que acabar reventado cada día en
la cerámica durante otros cuatro años y no vivir para cobrarla. Lo
de los paseos solo es algo cautelar para suavizar el efecto del
frenazo en seco y lo llevo bien, ahora veo y vivo cosas que me
pasaban de largo, hablo con gente, algo a lo que no estaba
acostumbrado.
Llego a otra esquina y hay algunas
personas comentando algo sobre la foto de María. No puedo evitar
acercarme por si escucho algo de interés.
- Aquí, hace dos días, en ésta misma esquina me crucé con ella
- ¡Ayer compré el periódico y estaba tan...!
- Jolín, Matías, ¿tú sabes algo? – me preguntan al verme llegar
“¿Qué si sé algo?, ¡Dios!” Hago memoria, no demasiada, y recuerdo a su boca menuda sisear estas
palabras: “Sólo para usted, Matías” cuando le dije que se le
había desabotonado la camisa boyando a mis ojos un sujetador rosa
con margaritas blancas. Me quedo absorto y me despabilan recalcando
mi nombre. No digo nada, sólo les saludo y enfilo la cuesta que me
lleva a mi casa.
Abro la puerta y huele a guiso. Potaje,
quedamos, de garbanzos con bastantes tropezones de chorizo y nada de
morcilla que me encanta pero me jode el estómago. Beso a mi hermana,
aprieto sus carnes, y me pregunta que si sé lo de María.
- Claro, todo el mundo habla de ello
- ¿Qué le habrá pasado a la chiquilla?
Caigo crucificado al sillón. Estoy
cansado. El cuerpo es sabio y se amolda a las situaciones funcionando
con la fuerza imprescindible. Me parece mentira que hace nada
estuviera trabajando diez horas seguidas y ahora no pueda estirar de
mi alma.
Cojo el periódico del revistero, El
Mundo, siempre El Mundo, el último que le compré a María hace hoy
una semana, y lo ojeo volviendo a leer con interés titulares y
columnas buscando detalles, frases que hayan pasado por alto. Es
inútil. Su cara juega a aparecer en las fotos, esbozando sonrisas
que me hieren hasta en lo más hondo, cualquier letra son sus
palabras, sólo puedo leer en ellas palabras de su boca, oírla
suplicarme: “¿Volverás mañana?” No lo sé, María, no lo sé”,
me escuecen las mías. “Quiero que vengas mañana, y todos los
días, mientras esté aquí”.
No lo hice y debería haberlo hecho,
así estábamos bien, no me sentía culpable, hoy sí, hoy tengo un
peso en el cuerpo que me oprime hasta ahogarme y no quiero ni pensar
el porqué.
- Hay que ir a la tienda a por una lechuga para la ensalada – me dice Marta acercándose. Se quita el camisón – me noto un bultillo justo debajo del pecho. No logro verlo. ¿Quieres mirar?
- Es un grano. Está a punto de reventarse. Es mejor que no lo toques
- Voy a ducharme. Vigila la olla
Sigo su cuerpo desnudo hasta que entra
en el baño. Desde aquí puedo seguir sus movimientos en la ducha a
través del cristal de la mampara. Nos hacemos mayores. No sé por
qué no se ha casado. Hubiera podido hacer feliz a alguien. A mí me
hace feliz pero no es lo mismo. Hubiera preferido que no ocurriera.
Pasó y tampoco me arrepiento. Ella, creo, tampoco.
- Tienes que depilarme. Estoy horrorosa – me grita
- Ahora no, Marta, luego, mejor esta tarde, después de la siesta
Intento echar una cabezada y busco a
María. No hace falta. Me espera tras los setos en la entrada al
parque y me ofrece su mano. Me retraigo porque tiene su torso
desnudo. Oscilan sus pechos blancos. La miro con fijeza a esos
sagrados lugares que enervan mi sangre, a ese contorno que vivieron
mis ojos hace una semana en la tienda y que están fotografiados en
la oscuridad de mis párpados; un paisaje de hervor y lujuria cada
vez que se cierran. Los tengo de nuevo ante mí, naturales,
suntuosos, tiernos, y la oigo volver a decirme:“Es un regalo, sólo
para ti, Matías”. “¿Por qué?”, le pregunté y no dudó en
contestarme: “Tú deseas verlos, yo deseo que tú los veas, es así
de simple”. Entonces los miro, los miro de nuevo, los miro sin
ningún estigma en mi conciencia, sin ningún ansia ilícita que no
sea el maravilloso placer de mirarlos a la vez que le doy la mano y
paseamos a la sombra de los rosales y los eucaliptos oyendo del
crujir de las ramas, del canto de los pajarillos las palabras que no
necesitamos decirnos. Hace un día hermoso..., ella es hermosa...,
hacemos buena pareja..., soy feliz...
Marta me despierta.
- Son la una
- ¿La una?
- Estabas tan a gusto que daba fatiga despertarte pero debes ir a la tienda
- Si, ya voy
Salgo a la calle algo adormilado, como
los torillos a la plaza, y casi arrollo a Enrique, tío materno de
María.
- Joder , Matías...
- ¡Eh!, perdona, Enrique – me nivelo y le pregunto lo que todos - ¿Sabéis algo?
- Nada, nada. Está todo en manos de la guardia civil – responde cabizbajo y sigue con lágrimas en los ojos – salió del trabajo, nadie la ha visto, es todo lo que sabemos
- Tenéis que ser fuertes, a lo mejor son cosas de críos
- No la conoces, Matías, ella no haría eso, ha debido ser otro el motivo, no quiero ni pensarlo
- ¿Y desde cuando la echáis en falta?
- Una semana, hoy hace una semana
El potaje estaba estupendo y he comido
poco. No sé. Marta se cabrea.
Ahora no puedo dormir. Marta ronca a mi
lado pero no es por eso. Según dice ella, yo ronco como una moto a
todo gas y qué puedo reprocharle. Es otro el motivo. Las imágenes
se suceden en mi cabeza demasiado deprisa como un halo ininteligible
y me obligan a tener los ojos abiertos. Son las cuatro de la tarde,
supongo. Me aseguro mirando el reloj en la mesita. La luz se filtra
por los desajustes de la vieja ventana de madera y me distraigo
adivinando figuras en la pared. Miro la eterna inocencia de Marta,
cada vez más acusada, en su rostro. La placidez de quién sé que
vive sólo por vivir, día a día, sin pensar en mañana,
importándole poco, casi nada de lo que ocurre fuera de aquí, de
éstas cuatro paredes que nos vieron nacer hace demasiados años. A
mí, en cambio, ésta casa, ella, sólo me han servido como posada,
aquí he tomado fuerzas para seguir mi camino, un camino a ninguna
parte, sí, pero fuera de aquí, en la calle. En la calle respiro de
otra manera, solo, no con la gente, siempre he sido esquivo a la
gente, me ha gustado poco relacionarme. Ahora es diferente, a cierta
edad hay que abrirse y no dejar que las cosas se pudran dentro, ahora
también activo mi fe, algo que no había sido prioritario.
Me he reído de la vida, es cierto,
nunca me ha importado, he hecho cosas malas, terribles quizá, y no
me arrepiento, ¿por qué?, sólo despertaba de tarde en tarde al
monstruo que todos llevamos dentro, y ahora en la edad me río con
la boca chica porque le tengo un enorme respeto, porque la vida se
ha puesto por mí el traje de luto. Ahora es ella el monstruo y paseo
tembloroso por sus fauces. Ese monstruo invisible que se nutre de
cuerpos deshabitados, de algún idiota despistado y sé que debo
aferrarme a algo, intentar ser alguien, trotar al paso de los otros,
aunque mi raíz pose sobre la superficie; debo diluirme en la
multitud para que su sicario pase de largo, y así seguir viviendo
¡qué utopía!, como otro de tantos enfermos que no tiene remedio,
de esos que se relacionan con una legión de enfermos que tampoco
tienen remedio, gente en el vagón de cola de un viaje cada vez con
menos sentido y que van cayendo uno a uno a la oscuridad y el olvido
más absoluto. No soy muy optimista pero nada puedo pensar que me
haga reír. ¡La risa, ese gesto olvidado! Mi madre me hacía reír.
Acordarme de ella me da ganas de llorar. Mejor intento pensar en
otras cosas, no sé, hacerme preguntas e intentar responderme la
verdad: ¿La juventud?, para mí es un eco lejano siempre presente,
¿María?, María fue otra cuerda inútil a la que agarrarme. Yo no
podía ofrecerle nada y ella a mí sólo recuerdos y dolor, sí, ha
sido un leve soplo de aire fresco y realmente otro canto de rabia
para mi existencia absurda, ¿por qué estoy solo?, nunca he sido
accesible, soy meloso y un encanto sólo cuando me conviene, ¿por
qué no me he casado?, ya he dicho que no me gusta la gente y las
mujeres no son una excepción. Las busqué cuando me hacían falta,
les pagaba por ello, ya no, para desahogarme tengo a mi hermana.
¿Repugna?, sí, pero no lo pienso. A los dos nos parece bien, no
hacemos daño a nadie.
Chirrían los frenos de un coche y
suena el timbre. Su insistencia me hace dar un salto de la cama y le
digo a Marta que se calme y se vista. Es la Guardia Civil.
- ¿Matías Rojas? - me pregunta José. Es sargento y le conozco de un percance que tuve hace años con la moto.
- Claro, ya lo sabes - le digo
- Tienes que acompañarnos
Subo al coche. Me parece mentira que a
esta hora y con el calor que hace haya tantos vecinos en la calle. Mi
hermana pierde los nervios. José no responde a mis preguntas y el
viaje hasta el cuartel es tenso. Se acrecienta al llegar y conducirme
como un delincuente a una habitación que he visto en demasiadas
películas donde un joven policía de unos treinta años y que no he
visto en mi vida me atosiga a preguntas. Me sorprende preguntándome
verdaderos disparates, algunas preguntas no lo son y debo admitir mi
culpa.
Estoy detenido. Al parecer la dueña de
la tienda es una señora viuda, aburrida, (conocí a su marido, a
ella sólo de vista) que apenas sale de casa, que vive encima de su
negocio y mata el tiempo asomada al balcón y pendiente de dos
pantallas de televisión conectadas a dos cámaras camufladas en el
techo de la tienda, cámaras que le montó un sobrino en un fin de
semana y guardaron el secreto. Al parecer la buena señora tiene una
hemeroteca con los VHS más significativos de lo que ha ocurrido en
su negocio en años y en ellos me incluye a mí y a María como
principales protagonistas. En los que a mí concierne los tenía
numerados del uno al doce y el doce fue el día fatídico en que
desapareció María y donde me muestra el policía una breve sinopsis
visual de aquellos minutos donde perdimos el sentido y la cordura.
Lo he vivido de nuevo con una tremenda emoción. He vuelto a verla
pedirme con gestos que me esperara, cerrar la puerta al salir el
último cliente, quitarse la camiseta con la rosa grabada,
lentamente, tras un leve bailoteo, sacar del sujetador sus hermosos
pechos blancos, sentarse encima del mostrador, correr la cinta del
tanga, mostrarme su sexo rosado y velludo. “Sé la diferencia de
edad, dije al policía fuera de mis casillas, ¿quién hubiera podido
resistirse?, yo no pude hacerlo, no pude”. “Penetré a aquella
chiquilla, le hice el amor”, grité y fue lo único que pudo
sacarme. “Cometimos una aberración pero no fue un delito, fue un
disparate pero no un delito”, le grité una y otra vez. Por
supuesto que no la he secuestrado, ni matado, ni otras lindezas que
quiere obligarme a confesar. María ha desaparecido y qué sé yo de
eso. Ocurrió justo después de hacerle el amor y qué, salió y pudo
ir a cualquier parte, marcharse con alguien, con algún joven de su
edad, ¿por qué no sola, iniciando una vida lejos de ésta mierda?.
Estoy detenido. No les cuadran ciertos
detalles y no pueden soltarme. Pasaré, al menos, una noche entre
rejas. Me miran mal pero no pueden hacerme nada. Lo saben, también
que han pecado de ingenuos.
Pienso. Estoy encerrado y tengo tiempo
para pensar. Pensando en María me excito y debo controlarme. ¡María,
María, hermosa criatura!, llegó tarde y cuando no debía. Estaba
curado, eso creía. Hacía años y llegó ella a abrir viejas
heridas. No me hacía falta, hace años que no me hace falta, ahora
tengo a mi hermana, ella calma mi ansia, también la edad. Tuvo que
aparecer María y obsesionarme, cuando ya no me hacía falta.
Tengo una idea. Abarca un mundo y puede
beneficiarme. Llamo a un guardia y no tardo en volver a estar frente
al joven policía.
- ¿Va a confesar?
- - ¡No, no, ya le gustaría! – sonrío – he recordado algo que quizá les sirva. María me comentó en más de una ocasión que quería marcharse a una comuna hippy que hay en las Alpujarras. Decía que estaba harta de éste pueblo y de su madre...
- ¿Y?
- Pueden preguntarle a Carmela. Es una vecina. Su casa apega a la de María. Ella sabe que quería marcharse de su casa
- ¿Y?
- Nada más. Eso es lo que quería decir
- ¿Está seguro?
- Claro, ¿cómo no voy a estarlo?. María no era como aparentaba, se lo dice alguien que conoció un poco de esa otra parte
- ¿Era?, ¡es usted un cerdo!
- Gracias – le digo impávido y sin entrar al trapo de sus insinuaciones
El tío es idiota,
al menos lo parece. Tras esa fachada ruda se esconde un perfecto
idiota, espero que también los que haya tras el cristal pendientes
de cualquier tic de mis labios.
Paso dos largas
noches y dos largos días encerrado. No me visita mi hermana y
tampoco solicito un abogado. Tengo claro que conmigo dan palos de
ciego. Es por la tarde, casi oscureciendo cuando deciden soltarme.
Supongo que los hippies son un mundo amplísimo e inabarcable,
también inmarcesible. Nadie que la haya visto va a afirmar que la ha
visto entre otras cosas porque creo que a nadie le importa nadie;
“puede que esté aquí, dirán, puede que esté en otra comuna de
cualquier otra parte”.
Bien.
Me dan mis cosas
y no me dicen demasiado, sólo que hay una fuerte presión popular,
un legión de energúmenos que ha ejecutado su sentencia, sobre todo
me previenen de algún familiar exaltado. El joven policía me chulea
diciéndome que está seguro de que sé donde se encuentra María y
en qué estado aunque no pueda demostrarlo y yo le amenazo con
denunciarlo si vuelve a repetírmelo. No lo voy a hacer. Sólo quiero
salir de aquí y seguir mi vida.
Un coche patrulla
me lleva a mi casa. En la puerta se forma un gran alboroto y tienen
que arroparme para que pueda salir del coche. Algunos conocidos me
gritan insultos que intento que reboten en mis oídos.
- No se le ocurra salir a la calle en unos días - me dice un guardia con la boca chica – llámenos si necesita algo
Los gritos
arrecian tras la puerta y la golpean. No me preocupa. Me giro a mi
hermana. Está rígida, con las manos cruzadas en su pecho, y rehúsa
un beso de bienvenida. No me preocupa. Conecto a televisión y caigo
de bruces en el sillón. Pasa un rato sin decirnos una sola palabra.
Ella no para de corretear la casa, quizá aplacando nervios.
- ¿Tendrás que lavarte? – me riñe parándose al fin delante de mis narices - ¿no pensarás acostarte con ese tufillo?
- Claro, Marta, ahora voy
- Hay verdura de cena. No sabía que venías. Puedo hacerte otra cosa si quieres
- No, déjalo, comeré verdura
Cambia el semblante y me pregunta
temblorosa:
- ¿Volverán a por ti?
- No, Marta, puedes estar tranquila. Hubo un problema, un malentendido..., no pueden..., no tienen nada
Se sienta en mis rodillas y me abraza
llorando.
- ¡No vuelvas a hacerlo, canalla, no vuelvas a hacerlo!
Lanzo mi mirada al
infinito y busco a María. Ella sale de casa cuando yo saco el
Renault 4 para ir a la huerta. Viste un pantalón pirata blanco y una
camiseta fucsia. Ella aún no me ha visto. Aún no me ha sonreído
mitigando algo su sonrisa lánguida, aún no ha apoyado los codos en
la ventanilla del coche mascando chicle, entreabriendo su escote para
mostrarme sin ningún pudor sus embriagadores pechos blancos.
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