juanitorisuelorente -

jueves, 29 de agosto de 2013

AURA (De "En cierto sentido")


















DESAPARECIDA, leo y reconozco en la foto en color a María Rusillo mirando entre las cabezas de un cordón de curiosos. Alguien lee la letra pequeña: María Rusillo, viste un pantalón pirata amarillo y una camiseta rosa con una rosa impresa en la espalda, se ruega...
Cierro los ojos. Recuerdo ese pantalón y esa camiseta. Recuerdo que bromeé con la excusa de la
rosa porque era hermosa y la llevaba en un lugar inaccesible para ella, sonrío a su media sonrisa que mitigó algo su gesto agrio, su mirada lánguida, al responderme que podía quitarse la camiseta y mirarla siempre que le apeteciera...
  • Esa chica era muy rara – comenta una señora, quizá dando por hecho que jamás volveremos a verla
  • Se habrá ido con el novio – oigo a mi derecha
  • ¿Tiene novio? – preguntan
“No, no tiene novio, pienso, al menos conocido”
  • Es muy seria y formal, de lo que no hay – dice alguien y lo corroboro
Vuelvo a mirar la foto antes de irme. No está muy favorecida, será de tiempo atrás, dos o tres años más joven, y no percibo ni uno solo de los detalles que me ha tenido atrapado el año, al menos, que traté con ella. Sí, parece una niña, no es la foto más adecuada para esto y así, es probable que pocos, si no son allegados, la conozcan.

La última vez que vi a María Rusillo mascaba chicle. Vestía un pantalón blanco ceñido, muy ceñido, y una camiseta fucsia además de, cómo es habitual en ella y marcando su profusa personalidad, usar varias tallas menos de sujetador para oprimir sus generosos pechos blancos. Quizá fueran sus pechos el principal motivo, que no el único, por el que compraba la prensa casi a diario en la tienda de Todo a 100 donde trabajaba. A ella le molestaba verse observada por la gente y a mí me sonreía aunque, al principio, no con una sonrisa agradable y complaciente. Parecía un contrasentido que luciendo un pecho explosivo mirase con recelo quienes se quedaban atrapados en él algún instante siguiendo sus movimientos. Yo sabía disimular, no, la verdad es que me permitía mirarlo como alguna muestra de algo que aún no he sabido entender.
María Rusillo es una chica joven de veintitantos, no adicta a la quincallería ni a la moda impresa de ésta juventud caótica, como a medio camino entre la nueva religión o lo que alguien como yo hubiera deseado aconsejarle. No tiene novio y más de una noche, en algún pensamiento fugaz, casi atrapado por las marañas del sueño, le he cogido la mano paseando por los laberínticos setos del parque en mi barrio, y le hacía preguntas intentando conocerla, siempre mirándola a los ojos, pequeños, hundidos tras sus grandes gafas, meciendo el hilo de mi mirada en sus pechos blancos pero nunca refugiándome en ellos. Por sus respuestas, María Rusillo me parecía una chica normal, con las ilusiones propias de su edad: un chico guapo y trabajador, una casa con jardín, y niños, uno o dos niños. También me ha confesado, tímidamente, que le gustan los hombres maduros que envejecen sin ninguna prisa y me satisface saberlo. Largas conversaciones que se hundían en el abismo del sueño y nunca recuerdo si nos condujeron a alguna parte.

  • Hace tres o cuatro días hubo gritos – comenta Carmela, vecina de María, una buena mujer que me merece respeto – y no creáis que no se oía a la niña. Era una fiera. Para eso hemos quedado las madres
  • ¿Y oíste...? – pregunta con sorpresa Alfonsa, una cotilla que ve chance para iniciar la tertulia
  • Yo no sé. No quiero meterme – sigue Carmela – la niña quería pincharse esa cosa que la juventud se pone en la nariz o en la lengua y la madre le decía que ni muerta, que antes la mataba a palos
  • Pero era mayor de edad... – no tengo más remedio que decir
  • Ay, Matías, no conoce usted a la Josefa, es buena pero tiene un genio que se la come. Es una persona hecha muy a la antigua y la niña todo se lo ha callado, que la conozco, hasta que habrá reventado la pobrecita
  • A los jóvenes hay que dejarles..., que me van a contar – dice un hombre a mi espalda
Alfonsa comienza a airear temas:
  • Lo que no entiendo es que su madre, tan recta, dejara que la niña luciera las tetas de esa manera porque, hija, tenía a los hombres encendidos
  • La chica era mona – dice Carmela – le gustaba vestirse moderna y hay cosas que no se pueden esconder
  • ¡Pero sí disimularse! – responde Alfonsa recalcando con zafiedad sus senos caídos
  • No compares, mujer, no compares

Continúo mi paseo por el barrio, una hora todas las mañanas, aconsejado por mi médico y recordado por mi hermana a partir de las nueve cada cinco minutos hasta que me ve arrancar. Es mi único quehacer diario además de, dos o tres veces en semana, visitar una pequeña finca que tenemos cerca de la sierra con la excusa de mover mi Renault 4 y no plantearme llevarlo al desguace. Allí una casucha medio derruida, un huerto donde nunca planto nada, un pozo seco envejecen a mi paso. Una finca que ya no nos sirve si no es para que respire algo de libertad y de soledad. Mi hermana insiste en venderlo y a menudo discutimos por ello. Mi hermana se llama Marta, es algo menor que yo y tampoco se ha casado. Vivimos solos en casa desde que murió mamá hace tres larguísimos años. Yo soy un jubilado prematuro, aún me cuesta confesarlo aunque siempre con una pizca de satisfacción porque he preferido una paga exigua y disfrutar algo de la vida que acabar reventado cada día en la cerámica durante otros cuatro años y no vivir para cobrarla. Lo de los paseos solo es algo cautelar para suavizar el efecto del frenazo en seco y lo llevo bien, ahora veo y vivo cosas que me pasaban de largo, hablo con gente, algo a lo que no estaba acostumbrado.

Llego a otra esquina y hay algunas personas comentando algo sobre la foto de María. No puedo evitar acercarme por si escucho algo de interés.
  • Aquí, hace dos días, en ésta misma esquina me crucé con ella
  • ¡Ayer compré el periódico y estaba tan...!
  • Jolín, Matías, ¿tú sabes algo? – me preguntan al verme llegar
“¿Qué si sé algo?, ¡Dios!” Hago memoria, no demasiada, y recuerdo a su boca menuda sisear estas palabras: “Sólo para usted, Matías” cuando le dije que se le había desabotonado la camisa boyando a mis ojos un sujetador rosa con margaritas blancas. Me quedo absorto y me despabilan recalcando mi nombre. No digo nada, sólo les saludo y enfilo la cuesta que me lleva a mi casa.
Abro la puerta y huele a guiso. Potaje, quedamos, de garbanzos con bastantes tropezones de chorizo y nada de morcilla que me encanta pero me jode el estómago. Beso a mi hermana, aprieto sus carnes, y me pregunta que si sé lo de María.
  • Claro, todo el mundo habla de ello
  • ¿Qué le habrá pasado a la chiquilla?
Caigo crucificado al sillón. Estoy cansado. El cuerpo es sabio y se amolda a las situaciones funcionando con la fuerza imprescindible. Me parece mentira que hace nada estuviera trabajando diez horas seguidas y ahora no pueda estirar de mi alma.
Cojo el periódico del revistero, El Mundo, siempre El Mundo, el último que le compré a María hace hoy una semana, y lo ojeo volviendo a leer con interés titulares y columnas buscando detalles, frases que hayan pasado por alto. Es inútil. Su cara juega a aparecer en las fotos, esbozando sonrisas que me hieren hasta en lo más hondo, cualquier letra son sus palabras, sólo puedo leer en ellas palabras de su boca, oírla suplicarme: “¿Volverás mañana?” No lo sé, María, no lo sé”, me escuecen las mías. “Quiero que vengas mañana, y todos los días, mientras esté aquí”.
No lo hice y debería haberlo hecho, así estábamos bien, no me sentía culpable, hoy sí, hoy tengo un peso en el cuerpo que me oprime hasta ahogarme y no quiero ni pensar el porqué.
  • Hay que ir a la tienda a por una lechuga para la ensalada – me dice Marta acercándose. Se quita el camisón – me noto un bultillo justo debajo del pecho. No logro verlo. ¿Quieres mirar?
  • Es un grano. Está a punto de reventarse. Es mejor que no lo toques
  • Voy a ducharme. Vigila la olla
Sigo su cuerpo desnudo hasta que entra en el baño. Desde aquí puedo seguir sus movimientos en la ducha a través del cristal de la mampara. Nos hacemos mayores. No sé por qué no se ha casado. Hubiera podido hacer feliz a alguien. A mí me hace feliz pero no es lo mismo. Hubiera preferido que no ocurriera. Pasó y tampoco me arrepiento. Ella, creo, tampoco.
  • Tienes que depilarme. Estoy horrorosa – me grita
  • Ahora no, Marta, luego, mejor esta tarde, después de la siesta

Intento echar una cabezada y busco a María. No hace falta. Me espera tras los setos en la entrada al parque y me ofrece su mano. Me retraigo porque tiene su torso desnudo. Oscilan sus pechos blancos. La miro con fijeza a esos sagrados lugares que enervan mi sangre, a ese contorno que vivieron mis ojos hace una semana en la tienda y que están fotografiados en la oscuridad de mis párpados; un paisaje de hervor y lujuria cada vez que se cierran. Los tengo de nuevo ante mí, naturales, suntuosos, tiernos, y la oigo volver a decirme:“Es un regalo, sólo para ti, Matías”. “¿Por qué?”, le pregunté y no dudó en contestarme: “Tú deseas verlos, yo deseo que tú los veas, es así de simple”. Entonces los miro, los miro de nuevo, los miro sin ningún estigma en mi conciencia, sin ningún ansia ilícita que no sea el maravilloso placer de mirarlos a la vez que le doy la mano y paseamos a la sombra de los rosales y los eucaliptos oyendo del crujir de las ramas, del canto de los pajarillos las palabras que no necesitamos decirnos. Hace un día hermoso..., ella es hermosa..., hacemos buena pareja..., soy feliz...
Marta me despierta.
  • Son la una
  • ¿La una?
  • Estabas tan a gusto que daba fatiga despertarte pero debes ir a la tienda
  • Si, ya voy

Salgo a la calle algo adormilado, como los torillos a la plaza, y casi arrollo a Enrique, tío materno de María.
  • Joder , Matías...
  • ¡Eh!, perdona, Enrique – me nivelo y le pregunto lo que todos - ¿Sabéis algo?
  • Nada, nada. Está todo en manos de la guardia civil – responde cabizbajo y sigue con lágrimas en los ojos – salió del trabajo, nadie la ha visto, es todo lo que sabemos
  • Tenéis que ser fuertes, a lo mejor son cosas de críos
  • No la conoces, Matías, ella no haría eso, ha debido ser otro el motivo, no quiero ni pensarlo
  • ¿Y desde cuando la echáis en falta?
  • Una semana, hoy hace una semana

El potaje estaba estupendo y he comido poco. No sé. Marta se cabrea.
Ahora no puedo dormir. Marta ronca a mi lado pero no es por eso. Según dice ella, yo ronco como una moto a todo gas y qué puedo reprocharle. Es otro el motivo. Las imágenes se suceden en mi cabeza demasiado deprisa como un halo ininteligible y me obligan a tener los ojos abiertos. Son las cuatro de la tarde, supongo. Me aseguro mirando el reloj en la mesita. La luz se filtra por los desajustes de la vieja ventana de madera y me distraigo adivinando figuras en la pared. Miro la eterna inocencia de Marta, cada vez más acusada, en su rostro. La placidez de quién sé que vive sólo por vivir, día a día, sin pensar en mañana, importándole poco, casi nada de lo que ocurre fuera de aquí, de éstas cuatro paredes que nos vieron nacer hace demasiados años. A mí, en cambio, ésta casa, ella, sólo me han servido como posada, aquí he tomado fuerzas para seguir mi camino, un camino a ninguna parte, sí, pero fuera de aquí, en la calle. En la calle respiro de otra manera, solo, no con la gente, siempre he sido esquivo a la gente, me ha gustado poco relacionarme. Ahora es diferente, a cierta edad hay que abrirse y no dejar que las cosas se pudran dentro, ahora también activo mi fe, algo que no había sido prioritario.
Me he reído de la vida, es cierto, nunca me ha importado, he hecho cosas malas, terribles quizá, y no me arrepiento, ¿por qué?, sólo despertaba de tarde en tarde al monstruo que todos llevamos dentro, y ahora en la edad me río con la boca chica porque le tengo un enorme respeto, porque la vida se ha puesto por mí el traje de luto. Ahora es ella el monstruo y paseo tembloroso por sus fauces. Ese monstruo invisible que se nutre de cuerpos deshabitados, de algún idiota despistado y sé que debo aferrarme a algo, intentar ser alguien, trotar al paso de los otros, aunque mi raíz pose sobre la superficie; debo diluirme en la multitud para que su sicario pase de largo, y así seguir viviendo ¡qué utopía!, como otro de tantos enfermos que no tiene remedio, de esos que se relacionan con una legión de enfermos que tampoco tienen remedio, gente en el vagón de cola de un viaje cada vez con menos sentido y que van cayendo uno a uno a la oscuridad y el olvido más absoluto. No soy muy optimista pero nada puedo pensar que me haga reír. ¡La risa, ese gesto olvidado! Mi madre me hacía reír. Acordarme de ella me da ganas de llorar. Mejor intento pensar en otras cosas, no sé, hacerme preguntas e intentar responderme la verdad: ¿La juventud?, para mí es un eco lejano siempre presente, ¿María?, María fue otra cuerda inútil a la que agarrarme. Yo no podía ofrecerle nada y ella a mí sólo recuerdos y dolor, sí, ha sido un leve soplo de aire fresco y realmente otro canto de rabia para mi existencia absurda, ¿por qué estoy solo?, nunca he sido accesible, soy meloso y un encanto sólo cuando me conviene, ¿por qué no me he casado?, ya he dicho que no me gusta la gente y las mujeres no son una excepción. Las busqué cuando me hacían falta, les pagaba por ello, ya no, para desahogarme tengo a mi hermana. ¿Repugna?, sí, pero no lo pienso. A los dos nos parece bien, no hacemos daño a nadie.

Chirrían los frenos de un coche y suena el timbre. Su insistencia me hace dar un salto de la cama y le digo a Marta que se calme y se vista. Es la Guardia Civil.
  • ¿Matías Rojas? - me pregunta José. Es sargento y le conozco de un percance que tuve hace años con la moto.
  • Claro, ya lo sabes - le digo
  • Tienes que acompañarnos

Subo al coche. Me parece mentira que a esta hora y con el calor que hace haya tantos vecinos en la calle. Mi hermana pierde los nervios. José no responde a mis preguntas y el viaje hasta el cuartel es tenso. Se acrecienta al llegar y conducirme como un delincuente a una habitación que he visto en demasiadas películas donde un joven policía de unos treinta años y que no he visto en mi vida me atosiga a preguntas. Me sorprende preguntándome verdaderos disparates, algunas preguntas no lo son y debo admitir mi culpa.
Estoy detenido. Al parecer la dueña de la tienda es una señora viuda, aburrida, (conocí a su marido, a ella sólo de vista) que apenas sale de casa, que vive encima de su negocio y mata el tiempo asomada al balcón y pendiente de dos pantallas de televisión conectadas a dos cámaras camufladas en el techo de la tienda, cámaras que le montó un sobrino en un fin de semana y guardaron el secreto. Al parecer la buena señora tiene una hemeroteca con los VHS más significativos de lo que ha ocurrido en su negocio en años y en ellos me incluye a mí y a María como principales protagonistas. En los que a mí concierne los tenía numerados del uno al doce y el doce fue el día fatídico en que desapareció María y donde me muestra el policía una breve sinopsis visual de aquellos minutos donde perdimos el sentido y la cordura. Lo he vivido de nuevo con una tremenda emoción. He vuelto a verla pedirme con gestos que me esperara, cerrar la puerta al salir el último cliente, quitarse la camiseta con la rosa grabada, lentamente, tras un leve bailoteo, sacar del sujetador sus hermosos pechos blancos, sentarse encima del mostrador, correr la cinta del tanga, mostrarme su sexo rosado y velludo. “Sé la diferencia de edad, dije al policía fuera de mis casillas, ¿quién hubiera podido resistirse?, yo no pude hacerlo, no pude”. “Penetré a aquella chiquilla, le hice el amor”, grité y fue lo único que pudo sacarme. “Cometimos una aberración pero no fue un delito, fue un disparate pero no un delito”, le grité una y otra vez. Por supuesto que no la he secuestrado, ni matado, ni otras lindezas que quiere obligarme a confesar. María ha desaparecido y qué sé yo de eso. Ocurrió justo después de hacerle el amor y qué, salió y pudo ir a cualquier parte, marcharse con alguien, con algún joven de su edad, ¿por qué no sola, iniciando una vida lejos de ésta mierda?.
Estoy detenido. No les cuadran ciertos detalles y no pueden soltarme. Pasaré, al menos, una noche entre rejas. Me miran mal pero no pueden hacerme nada. Lo saben, también que han pecado de ingenuos.
Pienso. Estoy encerrado y tengo tiempo para pensar. Pensando en María me excito y debo controlarme. ¡María, María, hermosa criatura!, llegó tarde y cuando no debía. Estaba curado, eso creía. Hacía años y llegó ella a abrir viejas heridas. No me hacía falta, hace años que no me hace falta, ahora tengo a mi hermana, ella calma mi ansia, también la edad. Tuvo que aparecer María y obsesionarme, cuando ya no me hacía falta.

Tengo una idea. Abarca un mundo y puede beneficiarme. Llamo a un guardia y no tardo en volver a estar frente al joven policía.
  • ¿Va a confesar?
  • - ¡No, no, ya le gustaría! – sonrío – he recordado algo que quizá les sirva. María me comentó en más de una ocasión que quería marcharse a una comuna hippy que hay en las Alpujarras. Decía que estaba harta de éste pueblo y de su madre...
  • ¿Y?
  • Pueden preguntarle a Carmela. Es una vecina. Su casa apega a la de María. Ella sabe que quería marcharse de su casa
  • ¿Y?
  • Nada más. Eso es lo que quería decir
  • ¿Está seguro?
  • Claro, ¿cómo no voy a estarlo?. María no era como aparentaba, se lo dice alguien que conoció un poco de esa otra parte
  • ¿Era?, ¡es usted un cerdo!
  • Gracias – le digo impávido y sin entrar al trapo de sus insinuaciones

El tío es idiota, al menos lo parece. Tras esa fachada ruda se esconde un perfecto idiota, espero que también los que haya tras el cristal pendientes de cualquier tic de mis labios.

Paso dos largas noches y dos largos días encerrado. No me visita mi hermana y tampoco solicito un abogado. Tengo claro que conmigo dan palos de ciego. Es por la tarde, casi oscureciendo cuando deciden soltarme. Supongo que los hippies son un mundo amplísimo e inabarcable, también inmarcesible. Nadie que la haya visto va a afirmar que la ha visto entre otras cosas porque creo que a nadie le importa nadie; “puede que esté aquí, dirán, puede que esté en otra comuna de cualquier otra parte”.
Bien.
Me dan mis cosas y no me dicen demasiado, sólo que hay una fuerte presión popular, un legión de energúmenos que ha ejecutado su sentencia, sobre todo me previenen de algún familiar exaltado. El joven policía me chulea diciéndome que está seguro de que sé donde se encuentra María y en qué estado aunque no pueda demostrarlo y yo le amenazo con denunciarlo si vuelve a repetírmelo. No lo voy a hacer. Sólo quiero salir de aquí y seguir mi vida.

Un coche patrulla me lleva a mi casa. En la puerta se forma un gran alboroto y tienen que arroparme para que pueda salir del coche. Algunos conocidos me gritan insultos que intento que reboten en mis oídos.
  • No se le ocurra salir a la calle en unos días - me dice un guardia con la boca chica – llámenos si necesita algo
Los gritos arrecian tras la puerta y la golpean. No me preocupa. Me giro a mi hermana. Está rígida, con las manos cruzadas en su pecho, y rehúsa un beso de bienvenida. No me preocupa. Conecto a televisión y caigo de bruces en el sillón. Pasa un rato sin decirnos una sola palabra. Ella no para de corretear la casa, quizá aplacando nervios.
  • ¿Tendrás que lavarte? – me riñe parándose al fin delante de mis narices - ¿no pensarás acostarte con ese tufillo?
  • Claro, Marta, ahora voy
  • Hay verdura de cena. No sabía que venías. Puedo hacerte otra cosa si quieres
  • No, déjalo, comeré verdura
Cambia el semblante y me pregunta temblorosa:
  • ¿Volverán a por ti?
  • No, Marta, puedes estar tranquila. Hubo un problema, un malentendido..., no pueden..., no tienen nada
Se sienta en mis rodillas y me abraza llorando.
  • ¡No vuelvas a hacerlo, canalla, no vuelvas a hacerlo!

Lanzo mi mirada al infinito y busco a María. Ella sale de casa cuando yo saco el Renault 4 para ir a la huerta. Viste un pantalón pirata blanco y una camiseta fucsia. Ella aún no me ha visto. Aún no me ha sonreído mitigando algo su sonrisa lánguida, aún no ha apoyado los codos en la ventanilla del coche mascando chicle, entreabriendo su escote para mostrarme sin ningún pudor sus embriagadores pechos blancos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario