La magnitud de cualquier problema no disminuye en navidad
pero sí parece edulcorarse. Fechas que parecen liberar un poco la presión
mental del día a día para conducirla a un impasse donde respirar una mezcla de armonía, paz y
esperanza. Fechas dadas a la reunión familiar, a los regalos, a contagiarse de
la fiesta, de la felicidad de mayores y pequeños.
Fiestas que preside la fe a modo ornamental, como sobregasto
rutinario, sentido y nunca obligado, sensible el corazón tradicional y el
respeto debido, y que queda pronto como telón de fondo en el escenario de lo
realmente prioritario.
La navidad es una fiesta
de exceso, de gasto, de exaltación de la alegría sobre un paréntesis de olvido.
Una fiesta ostentosa con hermosas dosis de generosidad, con
alardes de cercanía y equilibrio.
Pero una fiesta de canto a una fe con poca hondura, presente
en todo, sí, abarcándolo todo, arrancando sentimientos afines y no habituales,
pero sin llegar a calar, acercarse siquiera a tantos vacíos en que están
sumidos en tantos interiores tantos corazones.
Fiesta también simbólica de despedida e inicio, de un nuevo
número que oculta al anterior, de un nuevo primer día, de un nuevo impulso a la
necesidad sana de vivir o a la innata necesidad de sobrevivir.
Son días que nos visten, visten las ciudades, visten al
mundo, nos abren los ojos y encienden nuestras manos, aunque nada nos cambie y
solo demos vueltas a lo mismo de siempre.
Nunca mejor dicho, Juan.Un abrazo
ResponderEliminarLa fe bajo mínimos, pero bueno, hay que seguir. Gracias amigo Juan, un abrazo
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