(Imagen de la red)
Ha ocurrido, que recuerde, al menos en cuatro ocasiones, en un corto
espacio de tiempo y nunca con el mismo comienzo. Y sí el lugar,
exactamente el mismo lugar, aunque indefinido del campo manchego,
entre Valdepeñas y Ciudad Real.
Allí un carril largo y recto, un pequeño arroyo, un terreno en
larga y suave pendiente, una pequeña casa en mitad de la cuesta, con
tejado de chapa a dos aguas, de una sola habitación, diáfana, y un
porche. En la habitación una chimenea, una mesa y varias
sillas;
está desordenada, huele a humedad...
En el último sueño, el más reciente, nos dirigimos a esa casa con
un tractor mis dos hermanos, dos compañeros de trabajo y yo a pasar
un fin de semana de juerga.
Viví la tarde del sábado junto a ellos con la normalidad del exceso
hasta caer rendidos entrada la madrugada tras una partida de cartas.
Todos dormían, alguno roncaba, cuando desperté.
Y a partir de aquí como en sueños anteriores el mismo desenlace: Me
sorprende ver una puerta en la pared trasera de la casa. La abro. Un
pasillo largo y alto, de paredes de piedra, irregular y sin masa,
conduce a un pajar. Un pajar abierto a un patio, con doble altura,
cubierta de madera en pendiente. Miro hacia el patio. Es grande, de
tapias bajas de tierra y piedra. La noche luce de gala. Es una
maravilla el cielo que se me ofrece y me recreo en él. Luego miro a
mi alrededor. Todo me resulta conocido, familiar: la cuadra, el
tractor bajo un porche, los aperos a la intemperie, el viejo portón
trasero de madera, el gallinero...
Luego miro a mi izquierda, en él está la casa, la puerta de
cristales. En ellos parpadea la luz de la llama de la chimenea.
Levanto la puerta al abrirla para que no arrastre. La habitación
está casi a oscuras. Al calor de la chimenea hay dos personas
sentadas, un hombre y una mujer de avanzada edad. Me acerco a ellos,
me miran de reojo, no se sorprenden al verme...
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