Hacía calor. Mucha calor.
No hoy, que el frío congela hasta los huesos. Frío plagado de
sudores. Amador está en el mismo lugar que hace 6 meses, y bajo el
manto grisáceo de nubes vive de nuevo el sol asfixiante de julio,
casi justo al mediodía, vive la prisión metálica contra su cuerpo,
de una silueta casi perfecta, que, si bien, no le produjo ni un solo
arañazo, apenas le permitía respirar. Iba solo, y las horas hasta
su liberación del coche es una película sin cortes que le pasa
integra la cámara de su memoria. Sigue haciendo calor, mucho calor,
un infinito calor. Vuelve a ver los dientes de la cizalla rozar su
pecho, el chirrido de los hierros al doblarse, respira de nuevo con
algo de ahogo por el humo que provoca la radial, al tiempo que vuelve
a oír el esperanzado grito de algún bombero, y recuerda su sudor, a
sus ojos mirando desesperadamente a la vida.
Amador está hoy en el arcén
de la misma curva, abrazado al volante de un coche similar, con los
cristales delanteros bajados a pesar del frío exterior intenso, y
justo, tras pasar el mismo intervalo de tiempo, vuelve a sentirse
liberado, vuelve a estirar sus piernas, sus brazos, y a repetir en
silencio: Tranquilos, tranquilos, estoy bien, no me ha pasado nada.
Arranca entonces el BMW, y
empieza a pensar en sus cosas, a notar la temperatura ambiente. Sube
los cristales. Y piensa en Luisa que le espera para comer, en el
regalo que le lleva a su niña, su Luisi, sin venir a cuento.
Y sumido en sus cosas se
dispone a retomar la carretera, cuando oye de fondo un chirriar de
frenos, y vive de nuevo el terrible impacto. Entonces empieza otra
vez a sudar, a respirar con dificultad. Pero algo no es como antes.
Los cristales de sus gafas solo le permiten ver una cortina de
sangre...
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