Luis me ha pedido que escriba
sobre él, y he tardado en decidirme. Le he dicho que sí -yo me dedico a esto-
pero a sabiendas del problema a que me enfrento. Le conozco y sé que no va a
contarme la verdad, así de simple y claro. Escribiré lo que él quiera, cobraré,
todo quedará como de película pero no me sentiré a gusto. Lo sé de sobra. Pero
acepto, tal vez por esa estúpida necesidad de comer todos los días. Luis de
escribir no tiene idea,
habla incluso –a
mí me lo parece- con faltas de ortografía, pero es un artista en sus negocios.
Nada claro, compra, vende, jode a la gente para simplificar. Tiene una esposa y
un gato que dice que es como un hijo, casas, pisos, coches, como para rellenar
un par de hojas con las direcciones y matrículas, además de euros de todos los
colores, el negro prioritario.
Estoy cómodamente sentado en la
terraza de su ático de más de quinientos metros en pleno centro de Madrid con
un Chivas en una mano y el rotulador en la otra, la hoja en blanco, y Luis está
moviéndose de un lado para otro atendiendo al móvil. Su mujer, Jean, está
tendida en una hamaca y cuando unimos las miradas sonríe, miradas que reitero
más a su cuerpo transparente y al gato, Lusi, que anida en sus piernas, gordo,
como un balón de playa.
Luis se acerca al fin dispuesto
pero recibe otra llamada. Sorbo el Chivas, luego miro a Jean a los ojos.
Sonreímos, así que desciendo por su cuerpo para mirar a Lusi. Mi vida es una
mierda pero no la cambiaría por la suya. A mí nadie me llama al móvil, no tengo
esposa ni gato ni falta que me hacen. Me separé hace años y no volveré a
casarme con nadie, tengo un hijo que es más perro que gato, suerte que está con
su madre y que me prohíbe que vaya a verle. No me hacen falta ninguno de los
dos así que fuera polémicas. Mil euros al mes pagados con puntualidad la obligan
a callarse. Y a dejarme en paz. No me han ido mal las cosas. Mi problema no es
del todo el dinero sino la vida, este andar confuso hacia nada. Luis acaba pero
recibe otra llamada. Se disculpa. Vuelvo a mirar a Jean, a su cuerpo, y a Lusi.
Me cansa ésta situación. Apuro el Chivas y me sirvo otro. Vuelvo a mirar
algunas fotos dispersas sobre la mesa. Conozco a Luis desde niño. Fuimos juntos
a la escuela. Su familia era pobre, no tanto la mía. Mis inicios fueron cómodos
mientras que él tuvo que luchar con uñas y dientes. Y aún sigue queriendo más y
más cuando yo hace tiempo me detuve. Tuve suerte con mis dos primeras novelas y
ahora solo escribo para que no baje la cuenta del banco. Mi desidia se nota en
lo que escribo, y en las ventas, pero trabaja el refrán cría fama y échate a
dormir. Esa fama que hace estar aquí, ante este amigo de la infancia que ya no
es amigo de nadie, que seguro que me contará quinientas páginas de mentiras y
sandeces. El niño pobre que creó un imperio de la nada. Que se casó con la modelo
más guapa de la pasarela, la más deseada, y que tiene un hijo gato.
Bueno Juan, ya estoy contigo,
dice al fin. No puede ser. Suena el móvil. Entre un tono de una canción de
Paulina Rubio me dice que escriba que escriba que ya me irá contando. Y yo le contesto:
pero Luis, que esto es justo al contrario. Confío en ti, ya me conoces, escribe
lo que quieras, ya sabes lo que quiero, me corta y atiende al móvil. Apuro el
whisky y guardo las fotos y las hojas en blanco en mi carpeta. Me levanto y
Luis deja un instante de hablar para darme un cheque que tiene en el bolsillo
de la camisa. Me estrecha la mano y atiende a su interlocutor. Treinta mil
euros para empezar. Estos ricos disfrutan pagando por nada. Luis sigue a lo
suyo dándome la espalda. Antes de marcharme sonrío a Jean, miro y miro su
cuerpo, y de paso a Lusi.
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