Doblo la esquina. Dos o
tres luces dispersas velan la noche. Me acerco a la pequeña fachada
que parece dormir arropada por las sombras, es austera, abandonada al
paso de los años. Golpeo en la puerta, un tibio golpeo que se diluye
con el silbido del aire. No percibo ni un hálito de vida en la
perspectiva siniestra de la calle, de luz en las ventanas y mi
corazón es un caballo salvaje que trota desbocado, no puedo
frenarle, es el único que parece disentir de la decisión que he
tomado. Han pasado años, no tiene sentido, y ni siquiera me empuja
la soledad, ¿por qué ahora, por qué esta noche indistinta de
tantas noches, de cientos de meses, decenas de años? No sabría
explicarlo, entender este impulso que me lleva. Sólo sé que un
trozo de mí era de ella, que ha vivido, vive libre, camuflado en el
sentido de mi vida,
que bulle como un géiser en cada cruce, en cada
mirada que nos atenaza a destiempo. Hoy tengo frente a mí la puerta
que he soñado empujar cientos de veces, esa puerta que al abrirse me
descubre su figura erguida en la penumbra del pasillo, esperándome,
para fundirme en su mirada, en sus brazos mullidos y abiertos. Noto
pasos que van y vienen, algún tenue cuchicheo. No me esperan a mí,
sé que no esperan a nadie. Sus vidas han sido un cúmulo de soledad,
no así la mía que, en su largo avatar, batalló en grandes espacios
abiertos, arañando expectativas y que incluso tuvo un espacio
pequeño, secreto, sellado para ella.- ¿Quién es? – grita una voz en el interior
¿Quién soy? Nadie que
imaginen. No sé qué contestar. Puedo responder mi nombre pero es
posible que no sepan mi nombre. Golpeo de nuevo la puerta. La
pregunta arrecia con furia. La insidiosa es su hermana. Insisto.
Aquello ya no tiene nombre. El cuchicheo crece justo detrás de la
puerta, de él cribo el tono de voz de Margarita, su silabeo
cadencioso, capturado de paso y grabado a fuego en mi memoria. Parece
alterada y eso sí es nuevo para mí, habla de corrido, como una
moto.
- ¿Quién es? – vuelve a preguntar la hermana
Pienso con rapidez una
solución oportuna.
- Soy un hombre
¿Un hombre?, ¡un
hombre!, ¿qué respuesta es esa?, susurran al unísono, un hombre,
hermana, un hombre, ¿quién?
- ¿Quién es usted, cómo se llama?
- Manuel
- ¿Manuel, qué?
- Manuel…, Manuel
- ¿No tiene apellido? – grita como una posesa la puñetera
- ¿Qué importa eso? Yo tampoco sé el apellido de Margarita, la verdad es que no me importa
- ¿Margarita…, ¿la conoce acaso?
- Por ella estoy aquí
- ¿Por ella?..., ¿y no es un poco tarde para eso?
- Le doy la razón. Esta visita la he pospuesto demasiado
- ¿Pospu…, qué?
- Abra la puerta, por favor
En la calle guiñan a la
noche destellos de luz. Son las cotillas que abren las ventanas y
aguzan su oído finísimo.
Chirrían los cerrojos
al descorrerse y unos grandes ojos muy abiertos flotan en la
oscuridad del interior. ¡Madre de Dios!, oigo y se cierra de golpe
la puerta. De nuevo el cuchicheo, en quinta velocidad y no cazo más
que alguna sílaba saltarina.
De pronto silencio, un
silencio expectante, curioso.
- ¿Qué quiere?
¿Qué quiero?, no sé lo
que hago aquí, mucho menos lo que quiero. No puedo explicar un
impulso, algo irrefrenable. Oigo ruido en todas direcciones y me
giro. Veo varias cabezas colgando de las ventanas. Con gestos
cordiales saludo a las más cercanas. Vuelvo a lo mío.
- Quiero hablar con Margarita
Silencio, ahora
sepulcral, irreverente. El chasquido del pestillo me reconforta.
Estaba a punto de irme. La puerta no se abre y las oigo discutir, a
una alejarse dando pisotones. Miro con esperanza la raja de la
puerta. Mi corazón se acelera. La hoja bate con suavidad su
recorrido y, como en la penúltima página de un libro inquietante,
como el colofón del más contumaz de mis pensamientos, me enfrento
al desenlace de esta historia con tantos finales supuestos, tantas
palabras distintas, silencios, tantas maneras de amarla. El pasillo
está oscuro y su figura se presenta sin paisaje, y no hace falta, no
hace falta enmascarar el verdadero motivo, distraer mis ojos con algo
que no sea ella. Viste de luto riguroso, pienso que por su madre,
hace ya ocho años, y brilla más su cara como único acicate, ahora,
a mi deseo. No advierto, como siempre, ningún gesto rancio al
mirarme y en la cercanía ningún rasgo oculto que no haya
fotografiado a su trocito en mi corazón. Es tal como la pienso, como
irrumpe en la soledad de mis descensos a las profundidades del sueño,
dulce, con una mirada abierta y profunda, sin embargo triste.
- Margarita
- ¿Qué?
- Margarita…
- ¿Manuel?
Subo al escalón y le
ofrezco mi mano. Nadie nos ha presentado. Es lo lógico. Una mano
temblorosa nace y emerge de la negrura de su atuendo. La aprieto con
fuerza y cedo al tiempo, está floja y fría.
- Margarita
- Te llamas Manuel
- Sí
- Manuel…
- Margarita…
Nuestros ojos
cascabelean. Ha ocurrido siempre. Ráfagas de miradas que se
entrecruzan, y en ese punto, en esa fracción de segundo, construían
una vida, una vida paralela, hermosa en sí misma, tremendamente
entrañable en su nimiedad. Ahora los tengo delante y penetro en
ellos como nunca he hecho.
- Margarita…
- Dime, Manuel
- ¿Puedo pasar?
- Estamos solas, ¿qué puede pensar la gente?
La gente, la gente, esa
odiosa masa pegajosa, a la caza constante de hedores nuevos. Me giro
y decenas de ojos no pierden ni un parpadeo, parezco inmerso en una
escena de teatro al aire libre. No me preocupa.
- Nos están mirando – insisto
- Mejor, así sabrán que no ocurre nada
- Sólo quiero hablarte
- Dime
Sonríe, yo con ella. Me
muestra sus dientes blancos, y alguna falta, su boca lánguida.
- No te has casado…
- No
- ¿Por qué?
- No sé
Su mano está caída,
como muerta. Intento cogerla y me rehuye.
- No está bien – me recrimina
- Perdona
Nuestros ojos parecen
condenados a mirarse siempre, y hablan, hablan su silencio a gritos.
Sé que me ama, sabe que la amo, no hacen falta palabras…
- Margarita…
- ¿Qué?
- Tengo tantas cosas que decirte
- ¿Sí, Manuel?
- ¡Nos conocemos desde hace tantos años! – evoco – y sin embargo nunca he estado frente a ti, como ahora
- Es cierto
Me quedo en blanco, no sé
qué decir, ah, sí, el amor…
- El amor…
- ¿El amor?
- El amor no necesita de las palabras
- ¿Cómo?
- Quiero decir que el amor echa raíces en nuestro pensamiento, en ese lugar donde hablamos en silencio palabras prohibidas a la luz
- No te entiendo
- El amor…
- ¿El amor, qué amor?
Alguna cotilla bosteza,
alguna palmea. De su hermana ni rastro. Pienso que es mejor dar un
rodeo.
- ¿Recuerdas vuestros paseos por el campo, mi mirada clavada en ti como un puñal?, ¡hace tanto!
- Sí
- ¿Aquel lugar donde trabajaste, pocos días, muy pocos días, con grandes ventanales, recuerdo, donde podía verte, recrearme en ti desde mi taller?
- Claro
- Fueron días muy intensos, ¿sabías que te miraba, porqué lo dejaste?
- Insistió mi hermana
- ¿Sabías que te miraba?
- Sí
Estoy eufórico. Me
siento como un naufrago que otea una isla.
- Dime, Margarita, ¿qué piensas?
- No sé, nada, creo
- Me refiero a qué piensas de todo esto, de todos estos años, de mí
- ¿De ti?
- De mí, ¿qué piensas?
Duda antes de contestar.
Está muy nerviosa, también noto un trasfondo de rencor.
- Que te casaste…
- Sí. Enviudé hace dos años
- Que tuviste hijos…
- Sí, ya lo sabes
- Que eres demasiado mayor, como yo, para estas cosas
- Perdona, pero aún no he podido explicarme. No es eso lo que busco, alejarte de tu vida, arrebatarte tu mundo, de tu hermana. Es más simple, mucho más sencillo. Busco en ti destapar ese hueco sellado a tu amor en mi corazón y que estalle en vítores de fiesta junto al tuyo. Saber que era cierto, que tú también me has amado como yo a ti aunque no haya sido ni siquiera amor. Saber que en el aire hay construido algo aunque no existe. Saber que en ese lugar muy nuestro, sólo en ese lugar hay algo que se entrelaza para siempre aunque nada en ninguna otra parte. La profunda sensación de saberte mía sin siquiera rozarte, sentir tus besos sin unir nuestros labios, amarte sin amor palpable, ¿lo entiendes ahora?
- Más o menos
- ¿Qué piensas?
- Pues eso
Pero estamos cerca y un
fuerte impulso me obliga a forcejear en esa barrera que nos separa.
No he dejado de mirar sus ojos y ahora de reojo sus labios. Sé que
me esperan y en la distancia que nos separa cruje el aire como
cristales.
- Margarita...
- Manuel
Me acerco y presiono sus
hombros con mis manos. Noto el tamborileo de su carne. Respiro hondo
y desciendo. Cierro los ojos.
Un grito y un fuerte
empujón me obligan a abrir los ojos en la calle. La puerta se ha
cerrado con estrépito. Dentro, la hermana grita. No entiendo nada.
No oigo a Margarita. Espero un rato sin atreverme a tocar. En la
calle las cotillas, que no se han movido, comienzan a arriar velas.
Siento como puñetazos el golpe seco al cerrar las ventanas y los
postigos. Miro la noche y parece muerta, las dos o tres luces tenues
parecen velarla, ¿o quizá mi sueño? Dentro de la casa no se oye
ruido alguno y decido marcharme. Retrocedo varios pasos y miro la
puerta. Esa que tantas veces ha abierto mi pensamiento. Hoy se ha
abierto de veras y ha vuelto a ocurrir. Y sé que al cerrarse vuelvo
a estar dormido, quizá soñando, sueños con retazos del mundo real
y donde nunca pisa su alma ni su nombre.
¡Ajá,... que hubiera sido lindo!
ResponderEliminarAmores inconfesables, Orlando...yo creo que en mente de todos. Un abrazo
EliminarDe acuerdo contigo, amigo. Excelente relato, me has gratamente sorprendido.Prefiero los relatos a los poemas.
ResponderEliminarUn abrazo
Gracias Juan, os pondré algún que potro relato de vez en cuando. Un abrazo
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