juanitorisuelorente -

jueves, 29 de noviembre de 2012

UNA DE CAL Y EL RESTO DE ARENA


(Imagen de la red)

En política, el poder no es oficio para toda la vida. Usando un símil deportivo, montañismo por ejemplo, diría que es como el ascenso a una cumbre de que que luego, pronto, hay que bajar.
El poder es grandilocuente y como tal requiere supremacía y prepotencia.
Hace vivir en un estado de superioridad hacia los demás aunque, por desgracia, a modo efímero.
Dioses con los pies de barro. Que ascienden a su Olimpo diciendo, repitiendo con firmeza: “¡¡Aquí manda/n mi/s real/es...!! o ¡¡Esto es lo que hay!!, y cuando regresan al bajo mundo lo han de hacer susurrando: ya ni pincho ni corto, o de mí lo que hay es esto.
Un político en el poder es una persona normal que, quiera o no, sufre una metamorfosis, una persona que despierta una buena mañana convertido en otra cosa, algo que ya no le deja, y puede que nunca le deje, volver a su estado primitivo.
La humildad, la cercanía, no han de estar entre su virtudes, no tendrían sentido, pero sí su apariencia.
¡Si ni siquiera sus espejos son convencionales! Los suyos reflejan aires de grandeza, más altura y belleza, y les irradian un haz de luz, señal divina de la sabiduría, de la justicia. Un cambio de look radical, mental para entendernos.
El poder a un político le deja, pero también le pide.
Sin embargo tienen una línea roja que sin saltarla no sonarían todas sus alarmas, línea a modo de “¡¡Tú no sabes quién soy yo!!” y que les abriría luego la puerta a la inevitable frase “Más dura será la caída”.
Un político en el poder tiene oasis de cal y desiertos de arena.
El mundo en sus manos, y luego, pues eso...

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