Se ha escrito mucho sobre la justicia divina. Y solo,
lógico, desde la experiencia puntual de cada cual.
Que alguien pague los excesos o desmanes de su azarosa o
equivocada existencia es algo que a todos nos satisface ver. Que alguien sufra
en carne propia lo que ha hecho sufrir a los demás nos deja un regusto
agradable, nos afirma en la creencia de que aquí, en la Tierra, se paga todo lo
bueno o lo malo antes o después, queramos o no, por cercanía o lástima,
impedirlo.
La justicia divina es implacable, es el ojo por ojo sin
consideración alguna, una etapa en la vida, no por corta o postrera menos
eficaz.
Y deja frío ser testigos de ella, pues insta a recapacitar,
al examen de conciencia, a echar la vista atrás y sopesar si el nuestro es el camino
adecuado.
Pero es la paciencia, el tiempo, el saber esperar, el modus operandi de esta justicia,
y por contra algo que algunos no están dispuestos a aceptar.
Así nacen los que se la toman por su propia mano y se
decantan por verlo cuanto antes, siendo jueces y parte, ejecutores tras haber
sido -dicen- agredidos.
Brazos tontos de una ley, la suya, pues sentencian y hacen lo que critican, ley a modo de serpiente
traicionera que se revolverá algún día contra ellos mismos, y por el mismo
motivo.
“El tiempo pone a la gente y las cosas en su sitio” es un
discurso manido, oído hasta la saciedad, por lejano en el tiempo, por ser lema
entre generaciones y no un truco fácil, burda palabrería que nos pueda hacer
sentir mejor ante cualquier tropelía.
Por eso no lo entiendo, por haber visto y vivido tantas
cosas en carne propia y ajena no lo entiendo.
¿Pero tú quién eres... pero tú quién te crees que eres?
Es muy fuerte, inhumano, acuchillar de modo consciente a un
ser querido, a un amigo, a una madre…, tomar una vida al asalto, alguien que,
quizá, ya no se pueda defender, y
regocijarse haciéndole daño.
Repruebo tu actitud.
La justicia del odio da escalofríos.
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