(Imagen de la red)
En política, el
poder no es oficio para toda la vida. Usando un símil deportivo,
montañismo por ejemplo, diría que es como el ascenso a una cumbre
de que que luego, pronto, hay que bajar.
El poder es
grandilocuente y como tal requiere supremacía y prepotencia.
Hace
vivir en un estado de superioridad hacia los demás aunque, por
desgracia, a modo efímero.
Dioses con los
pies de barro. Que ascienden a su Olimpo diciendo, repitiendo con
firmeza: “¡¡Aquí manda/n mi/s real/es...!! o ¡¡Esto es lo que
hay!!, y cuando regresan al bajo mundo lo han de hacer susurrando:
ya ni pincho ni corto, o de mí lo que hay es esto.
Un político en el
poder es una persona normal que, quiera o no, sufre una metamorfosis,
una persona que despierta una buena mañana convertido en otra cosa,
algo que ya no le deja, y puede que nunca le deje, volver a su
estado primitivo.
La humildad, la
cercanía, no han de estar entre su virtudes, no tendrían sentido,
pero sí su apariencia.
¡Si ni siquiera
sus espejos son convencionales! Los suyos reflejan aires de grandeza,
más altura y belleza, y les irradian un haz de luz, señal divina de
la sabiduría, de la justicia. Un cambio de look radical, mental para
entendernos.
El poder a un
político le deja, pero también le pide.
Sin embargo tienen
una línea roja que sin saltarla no sonarían todas sus alarmas,
línea a modo de “¡¡Tú no sabes quién soy yo!!” y que les
abriría luego la puerta a la inevitable frase “Más dura será la
caída”.
Un político en el
poder tiene oasis de cal y desiertos de arena.
El mundo en sus
manos, y luego, pues eso...
Y luego se rompe el espejo. Muy cierto.
ResponderEliminarUn mundo irreal, desde luego, gracias Marcos
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