Es martes. El primer martes de diciembre. Un martes como cualquier
otro si no fuese del mes de diciembre. Mes en que Tere vuelve a
sumirse en los recuerdos y la desesperanza. Los anuncios de la tele
le recuerdan con insistencia que se acerca la navidad. La cena en
familia, los regalos, el volver a ver sentados a su mesa a su hijo y
a sus nietos. Y la rabia aflora y alguna lejana lágrima se le escapa
todavía, pese a que hace ya muchos años que nada de eso ocurre.
Aunque ya ni siquiera les ve, ni la llaman, ni mucho menos la
visitan.
Tere sufre en silencio, y hace sufrir a los que tiene cerca, la
quieren y la cuidan.
Pero nada de eso le importa. Intenta hacer caso de las palabras o
gritos de su hija pero su cabeza se le marcha a otras cosas y nada de
lo que oye escucha, aunque diga que sí a todo. Nadie entiende que
quiere lo que no puede tener y que lo demás le importa muy poco. Que
solo necesita vivir para verles y el resto no es vida. Así que si
hace sufrir, pues a ver, también sufre ella y no se queja de modo
visible por ello.
Tere sabe que nunca ha sido una buena madre, que al volcarse en su
hijo dejó la equidad a la deriva, que le dio todo lo que pudo sin
justicia alguna, bajo cuerda o no, pero no vio otro modo de tenerlo
de la mano. Pago que hoy le ha devuelto con odio e indiferencia, con
desprecio absoluto, sin embargo ella no lo ve así, y sigue dibujando
su rostro en todos los que pasan por la calle desde su ventana,
preguntando a su hija si hoy es el día en que va a venir a verla.
Tere
no es tonta porque se haga la tonta. Ha brincado de los ochenta y el
cuerpo no le responde como quisiera, necesita otras manos que le
hagan lo que aún intenta y no sabe, o sea casi todo, y la cabeza
también note que a veces se le va pero ella sabe a donde y por qué.
Es en esos momentos de suma abstracción cuando a su hija se la lía,
cuando lo pone todo perdido de orines o heces, esos momentos en que
se queda en blanco y su hija le grita, cree que sin motivo ya que
ella no ha hecho nada, nada que ella sepa que haya hecho.
Hoy es martes y cree estar tranquila. Ha desayunado su taza de
gachas, ya fue al váter y la duchó su hija. Está sentada en su
sillón, bien abrigada y con la tele puesta. Su hija le ha dado el
sermón de todas las mañanas antes de irse a hacer sus cosas al piso
de arriba, y aún sigue repitiendo que se vaya tranquila aunque no
haya nadie. Tere se centra en la tele, en el programa de la 1 y en
alguien que da buenos consejos sobre algo que pronto olvida.
Pero vuelven los anuncios, los dichosos anuncios, el Ferrero Rochet
que nunca faltaba en su mesa, algún juguete, un coche tele dirigido
como los que le gustan a su nieto el pequeño, y luego El Almendro,
el puto turrón, ese puto turrón que siempre vuelve a casa por
navidad...
¡Magnífico relato, Juan! cada palabra va cargada de sentimientos.Transmites una realidad no siempre visible aunque intuída.Nadie quiere depender de nadie y no todos aceptan cargar con la responsabilidad que sunpone atender a una persona desvalida.Te felicito, amigo. Un abrazo
ResponderEliminarGracias Juan, es fácil escribir sobre las cosas que se ven de cerca o se viven. Una pena, pero hay de tó en la viña. Un abrazo
ResponderEliminarTu historia me ha recordado cierta vivencia familiar... Es muy triste que la edad no nos respete. Abrazos.
ResponderEliminarUna verdadera pena que ocurra esto, que los padres nos parezcan un estorbo. Un abrazo Marcos
EliminarHe vivido algo muy parecido con mi madre. Y qué casualidad hoy precisamente me he acordado de ella.
ResponderEliminarMuy bonito y bien descrito el relato.
Saludos.
Hola Ohma, gracias por seguirme. Me alegra que te guste aunque no sea un relato agradable, real sí, por desgracia. Un saludo
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