Juan Angulo llega a su oficina
exhausto. A su pequeña y vieja casa de la calle Obispo. No suele
hacerlo pero repara en los montoncillos de tierra que destilan los
desconchones de la pared de la fachada a ambos lados de la puerta de
madera, descolgada, carcomida por la polilla, los años, las patadas
para lograr abrirla. Las tejas del vuelo, algunas a punto de caer a
la calle
y que pueda haber una desgracia. Hoy está susceptible a
esas cosas mientras respira hondo para recuperarse del cansancio por
la caminata desde la vieja estación, más de un kilómetro en
pronunciada cuesta, y busca la llave para iniciar el ritual hasta
que la hoja abre lo suficiente y su corpachón logra acceder al
interior. Empieza a anochecer. Son casi las nueve y María ya se
habrá ido. “A su otro trabajo”, piensa con escozor en los ojos.
Busca a tientas el interruptor de la luz y lo pulsa. Una de las
cuatro bombillas de la lámpara proyecta una luz tenue y triste.
Ilumina el corto pasillo que preside la puerta de cristales de su
oficina. Juan Angulo se queda parado, pensativo, deletreando: “JUAN
ANGULO DETECTIBE PRIBADO”, pintado en el cristal por su amada
María, algo chapucero, reconoce por descoordinado, en nivel, en
medida, por alguna falta de ortografía, pero entrañable por la fe y
el amor que puso en hacerlo. Piensa con ansia en María, más al ver
a su izquierda, en el dormitorio, la cama desecha, en tantos días
sin trabajo en los que se consolaban mutuamente, también en que así
no podía pagarle el sueldo, que así no era plan, ni podían tener
futuro, que con suerte había caído un trabajillo, que estaba en
ello, un trabajo cansino, aburrido hasta la nausea, mal pagado, pero
al fin y al cabo algo, y siempre mejor que nada. La puerta de
cristales cruje. Y llega a un ángulo en la que se atranca en las
baldosas y hay que subirla. Son pasos medidos. Pura rutina. Su
corazón comienza a sosegarse. No está acostumbrado a tanta
caminata, a tanta ni a nada, siempre al volante de su Ford Fiesta
aunque tuviera que ir a dos pasos. Pero
el Ford dijo basta, lleva un mes en el desguace, y no le queda otra.
“Suerte que el trabajo está en la vieja estación, a poco más de
un kilómetro”, se consuela ya algo más relajado. Saca el medio
Farias del bolsillo de la camisa que apagó al iniciar la cuesta y lo
enciende al tiempo que cae crucificado a su sillón de madera. Llena
sus pulmones de humo y de reojo mira el cerro de papeles que hay
sobre la mesa. Son los papeles de siempre, muchos amarillentos, la
mayoría arrugados de tirarlos al suelo una y otra vez al poner los
pies sobre la mesa y agacharse a cogerlos con cabreo, sin ninguna
sutileza. El teléfono parpadea bajo una carpeta con recortes de
portadas de Interviú. Es un mensaje. Rebobina la cinta. Una voz
conocida, fina como el maquillaje a una bestia, susurra con silabeo:
“Señor Angulo, soy Maruja, mañana quiero que me muestre las
pruebas de la infidelidad de mi marido, el nombre de esa guarra, su
dirección, si está casada, to-do. No admito excusas. No le pagaré
ni un día más, ¿está claro?”
- ¡Puerca miseria! – masculla entre dientes
Aún no tenía nada. Llevaba una semana
con el caso. Una semana de guardia en la vieja estación de tren.
Acechar a alguien y pasar inadvertido no es fácil, gruñe para sí
maldiciendo a la vieja señora, “fea, arrugada, esquelética, sin
un mísero bultillo de carne donde agarrarse”, la define ahora con
justicia y rompe en pedazos su molde prefabricado de diosa, de
celestial mecenas, “es un mal bicho y tiene el justo castigo”. Lo
supone, intuye que un tal José Ramírez estará por ahí en brazos
de otra. Lo intuye porque aún no sabe nada, porque ni siquiera lo ha
visto. El tal señor trabaja en una fábrica de embutidos a 15
kilómetros de la capital y va y viene en un tren de cercanías. El
tren sale temprano, a las siete de la mañana, y no ve sentido ir a
esa hora sólo a verle la jeta, sí a partir de las nueve, en horario
de oficina, memorizando su foto por si es una de las miles de caras
que desciende de las decenas de trenes que cruzan el andén, un
tránsito que requiere una habilidad visual importante. Y ahora
empieza a pensar que se ha equivocado. Ha optado por una vigilancia
pasiva, entre otras cosas porque no va a emplear los treinta
miserables euros de paga diaria en comprar billetes de tren y
convertirse en la sombra del sujeto, en averiguar por qué no regresa
a la capital en el tren de cercanías de las ocho y sí en el Rápido
de las doce, en qué demonios hace después del trabajo, a qué
brazos corre a refugiarse. Ha tenido que rugir la horrible señora
para hacerle pensar. La experiencia es un grado que él, sabe, no
tiene. Tiempo al tiempo, se dice siempre. Se hizo detective bajo
cuerda por casualidad (fue mozo en un taller mecánico hasta matarse
el dueño con su Mercedes y echar el cierre), animado por su abuela
(que en paz descanse), por Juancho, su único amigo y dueño del
“Malena” (pub que frecuenta para comer y beber whisky), y por
María, una puta que le fiaba, entre otras cosas por su imponente
físico, por su rostro rudo e inexpresivo, un matón a primera vista
aunque sea incapaz de espachurrar a una mosca cansina, y sólo ha
tenido tres casos con éste, los dos anteriores de infausto recuerdo.
Algún día cambiará todo. Lo sabe. A la gente le ocurre. Él, se
dice, no va a ser menos. Echa una cabezada con los pies sobre la
mesa. El estómago le despierta a las diez. Es hora de visitar el
“Malena”. Al levantarse está a punto de pisar los papeles
desperdigados por el suelo y se agacha a recogerlos de malos modos.
- ¡Puerca miseria! – ruge
Juancho está que trina. El pub está
vacío. Soplan malos vientos.
- Me debes más de tres mil euros – le recuerda a Angulo
- Ya lo sé, campeón. No te preocupes. Ha caído un trabajillo pero apenas para cubrir gastos. Ya caerá algo bueno, algo que me hará rico, y famoso
Juancho se siente culpable. Por él se
hizo detective. Para eso deben estar los amigos.
Angulo se ceba con el whisky. Apenas
tiene hambre, aunque da cuenta de las tapas que le pone Juancho a
regañadientes.
- Estoy pensando en cerrar el negocio – susurra Juancho con una pena infinita, con la mirada perdida – el edificio está en ruina. El Ayuntamiento me ha mandado una carta. Tienen razón. Cualquier día se me puede caer encima
Angulo se encoge de hombros. Le recorre
un escalofrío. Mira las vigas agrietadas, algunas rajas
considerables en las paredes. Apura el whisky y finge tener prisa.
- El tiempo se nos cae encima, amigo – le grita Juancho cuando ya se iba
Ésta noche no puede dormir. De pensar
en el trabajo, en la estrategia a seguir para conseguir algo, para
ofrecerle algo a esa mala bruja, para intentar que le amplíe el
plazo y así arañarle otros pocos euros. Debería levantarse a las
seis de la mañana, le da repelús el pensarlo, y subirse a las siete
a ese tren de cercanías, pegarse a ese tío como una lapa, apretarle
la yugular si hace falta, obligarle a que hable, a que escupa sus
fechorías hasta que se le seque la boca. Ríe. Podría inventarse un
nombre y una dirección, y así estar mañana todo el día tumbado a
la bartola, revolcarse con María. Pero no. Soy un profesional, se
afirma con rotundidad, me engañaría a mí mismo.
El despertador retumba con estrépito a
las seis de la mañana una y otra vez. Angulo intenta amoldar su
sonido estridente al sueño en el que está confortablemente sumido
pero es inútil. Llena entonces su mente de haberes y deberes, de
vergüenza profesional, y se levanta. Medio adormilado se viste y
revisa lo necesario: la libreta y el bolígrafo, la cámara digital,
la pistola en el costado, bajo la chaqueta. Comprueba el cargador. No
tiene balas ni falta que le hacen. Sería incapaz de disparar a nadie
y así evita un accidente. No. La triste realidad y en lo que jamás
piensa es que la compró en un “Todo a cien”, que es de pasta
dura aunque da el pego. En el espejo intenta alinear la selva de sus
cejas, se peina en un pispás, revisa su perfil, y sale. La noche aún
coquetea con un amanecer que augura caluroso. Angulo no ha sido
testigo jamás de ésta lucha crepuscular (al menos no la recuerda,
ni de coña), que hoy ve como en butaca preferente descendiendo la
ancha y larga avenida hasta la vieja estación de tren que queda
debajo de su mirada como un pie de foto o una firma de éste paisaje
progresivamente hermoso. Son casi las siete y camina al paso de
varias personas que se dirigen al mismo sitio que él. Es tarde. La
mayoría fuerza el paso. Debe darse prisa. Pero correr le ahoga. El
vaivén de la carne en su pecho le provoca que el corazón se
acelere, que vuelva a recordar lo vivido de primera mano en el
infarto de su abuela, y como consecuencia que se ponga muy nervioso,
que le empiece a faltar el aire, que empiece a bufar como un toro.
Llega a la cola de la taquilla tan rojo y asfixiado que la gente se
vuelve preocupada. No es nada, se dirige a una cara que reconoce
entre todas como la de José Ramírez, se me pasará en un minuto. En
el andén se oye la primera llamada. El tren espera. A Angulo le toca
el turno y maldice el euro y cincuenta céntimos que se aleja de sus
manos para siempre. Un pequeño papelito a cambio. Y subirse a un
tren, como al tren de la bruja que lo subía su abuela en la feria.
No se ha calmado. Subir a ese tren también le da algo de yuyu,
además de estar algo inquieto por no controlar la situación.
Debería pasar desapercibido y no que cada uno de los pasajeros de
este grande y único vagón, como un gran autobús, lo define, le
pregunte cada minuto si se encuentra mejor. Agradece los gestos pero
se siente como un gorila en un circo. Y sopla al ver que José
Ramírez le chista para que se siente a su lado. Lo analiza mientras
se acerca. Le cae bien. Es un hombre bajito, rechoncho, pancho a
primera vista, y feliz, con una sonrisa constante, como si las
comisuras de sus labios las tuviese cosidas al rabillo de los ojos.
- ¿Se encuentra mejor? – le pregunta lo de todos
- Sí, sí, gracias, algo…, yo es que padezco del corazón, ¿sabe? – sigue nervioso y miente sin venir a cuento
En el andén se oye la última llamada.
El tren se mueve despacio. Empieza a mecerse, a sonar su traqueteo
incesante. Angulo se abraza al asiento de delante.
- No tenga miedo – le dice José con algo de guasa
Le cuesta pero se relaja. Pronto ve
desfilar los primeros olivos, la ciudad encogerse a su izquierda. El
viaje, de no más de treinta minutos, se le hace largísimo. No cruza
con su compañero de viaje más de dos palabras y vuelve a mentirle
cuando se interesa por su nombre, por su trabajo.
- Me llamo Juan…Pérez – dijo el primer apellido que le vino a la cabeza – soy comercial, pero hoy viajo por placer…, como turista, ¿sabe?
Las facciones risueñas de José, con
toda seguridad, camuflaron una carcajada. No tenía Angulo aspecto de
comercial, por atuendo, arrugado y de mercadillo, por aseo, creciente
la aureola de olores variopintos, a sudor, a ropa sucia, a los
eructos disimulados de un batiburrillo a whisky nacional, jamón y
queso. Decreció el ímpetu de la sonrisa de José y pasaron el resto
del viaje sin decirse una sola palabra. La bocina sesgó el lapsus
incómodo al avisar que entraban al andén de Menbijar, un pueblo
pequeño, sobre una loma. Descendieron cinco personas al andén.
Angulo esperó unos segundos hasta verles marcharse y siguió a José
a una distancia prudente. Pero algo no hizo bien, José se vuelve y
tiene que disimular. Mira una nube solitaria y su forma de caballito
de mar. La señala y ríe. “No desesperes, Juan, lo peor está
hecho”, intenta animarse. Los cuatro van en grupo y toman un carril
que bordea el pueblo. La fábrica está sobre la loma. Angulo se
gira. Percibe que la fábrica está en línea recta a la estación,
que hay un banco a la sombra en un porche lateral, un lugar ideal
para sentarse y de paso hacer su trabajo. El sol ha salido con brío.
Empieza a hacer un calor de escándalo. Angulo se despanzurra en el
banco y ve pasar las horas lentamente, con los ojos como platos. Se
distrae oyendo el ambular de los pocos viajeros que entran y salen de
la estación, viendo pasar los trenes. Empieza a picarle el sueño.
Ésta noche ha dormido poco y el cuerpo lo necesita. La última vez
que mira el reloj marca la una del mediodía. A las siete de la tarde
alguien le despierta con una sonrisa de oreja a oreja.
- ¡Menudas visitas turísticas hace usted, amigo!
Le cuesta despabilarse. Y no se corta
delante del fulano estirando sus huesos, bostezando, eructando,
tirándose algún que otro pedo.
- ¿Quiere unirse a nosotros?, ¿le gusta a usted jugar a las cartas?, Pánfilo no puede quedarse y necesito un compañero
Angulo disipa la niebla de sus ojos y
reconoce a su interlocutor como un tal José Ramírez, alguien a
quién debería estar vigilando. Se pone en pie con esfuerzo algo
avergonzado.
- ¿Que qué, que cómo? – trastabilla
José le pone al corriente. Está ciego
con el tute. Todas las tardes después del trabajo él y sus tres
compañeros de trabajo echan sus partidas en la estación de tren en
un pequeño trastero que limpiaron para tal menester, y a las que se
suma el jefe de estación a partir de las ocho, cuando es
prácticamente nulo el tránsito de trenes. Pero hoy Pánfilo tiene
que irse. Son las siete. Y el jefe de estación aún no debe
escabullirse.
- ¿Las cartas?, no, no, ni pensarlo – rechaza Angulo la oferta viendo peligrar su dinero
De todos modos le sigue. José suplica
a Pánfilo en el andén que se quede.
Angulo no puede creer que todo sea tan
fácil. Está apoyado en la puerta de un trastero en la estación de
tren viendo jugar codo con codo a José y sus tres amigos a las
cartas con las visitas esporádicas del jefe de estación y da por
resuelto el caso de la manera más absurda imaginada. Sólo le queda
seguir con su rol de turista y echarles una foto de recuerdo para
mostrársela a la vieja señora, no sin antes cobrarle lo acordado
(siete días a treinta euros) y rogándole algún plus, de rodillas
si hace falta. Los cuatro posan risueños y Angulo pulsa la cámara
una y otra vez. Misión cumplida. El trabajo está hecho. Se despide
de ellos y se acerca a la taquilla para sacar el primer billete a la
capital. Pasa a las ocho. Un Expreso que viene de Madrid. Faltan
quince minutos y mientras pasea por un andén solitario. De fondo oye
las risas retumbar en el trastero, a dos niños jugar con una
pistola. Su mano va como un resorte al costado y maldice los
infiernos.
- ¡Puerca miseria!
Se dirige a los zagales como un oso
enfurecido y les da el susto de su vida. Recupera el arma y la coloca
en su sitio. Y se siente bien. Satisfecho del día, del resultado
final inesperado, aunque se haya gastado tres euros en billetes de
tren y no haya probado ni agua. Piensa en el “Malena”, en que va
a dar buena cuenta de la despensa de Juancho. Y mata el tiempo
paseando cerca del banco donde ha pasado buena parte del día, bajo
la ventana del trastero donde un tal José Ramírez engaña a su
mujer con otra. Ríe y pone oído. No le parece que hablen sobre la
partida sino con toda claridad sobre un detective imbécil que ha
mordido el anzuelo. Oye a José dar las gracias, pedirles que no
salgan hasta que el “gigante baboso” se marche, que les pagará
un taxi, que no se preocupen. Angulo tarda pero capta lo ocurrido.
Tiene en su cámara la prueba para dar esto por zanjado. Aunque sea
falso. Pero ha pasado por un imbécil y eso no le gusta. Mal empieza
su periplo profesional si le engañan como a un chino (los otros dos
casos anteriores no quiere ni recordarlos). Se debate entre la
dejadez y el orgullo. Vence por K.O. olvidarse del tema. Entre otras
cosas porque tiene hambre, y sed. Pero resurge algo en su interior
que ha notado pocas veces, cuando su amigo Pedro le robó los cromos,
recuerda con genio. No, no va a consentir que un engendro risueño se
ría de él. Perderá el tren, y el euro cincuenta. Ruge. La bocina
del Expreso retumba a lo lejos. Vuelve a maldecir el dinero perdido
viendo entrar el tren al andén y marcharse a los pocos segundos. Se
centra. Necesita barrer la mente de gilipolleces y tener actitud.
Respira hondo. Luego bufa. Se repite una y cien veces que es un
detective, un detective y no un gigante baboso e imbécil hasta que
alcanza el grado necesario de motivación. Su arma es la sorpresa. Se
escurre a uno y otro lado del lateral de la estación como una
sombra. No tarda en llegar un taxi. A él suben los compañeros de
José. José se despide de ellos y vuelve a entrar en la estación.
Le parece raro. En la estación no hay nadie, tampoco en el andén.
Supone que esperará a alguien. A él también sólo le queda
esperar. No demasiado. A los pocos minutos llega un tren de la
capital. Vigila el andén. No baja nadie. Su sorpresa es mayúscula
cuando José sube a él de un salto. El tren se mueve. No lo piensa y
le sigue. Desde los escalones, bien sujeto a los laterales con los
codos, no puede evitar sacar la lengua al jefe de estación que le
mira atónito. Luego levanta la cabeza y otea el largo pasillo del
vagón. José camina lentamente y entra a un departamento. Angulo
espera unos minutos antes de seguir sus pasos. La mayoría de los
departamentos están a oscuras, vacíos le parecen, alguna persona
percibe apenas. El traqueteo le marea y tiene que agarrarse al
resalte de las puertas, a las barandillas de las ventanas. Se acerca
al departamento donde entró José. Quiere ser prudente. También
está a oscuras. Pero alguien se mueve en el interior. Y jadea. Se
queda un rato viendo a dos sombras abrazarse con una agitación
desmesurada, caer al suelo uno encima del otro. Oye sus respiraciones
hondas, sus besos. Le da pena interrumpirles pero tiene una bonita
foto, una foto obscena por la que un mal bicho pagará lo que le
pida. Algo le frena. No puede hacerlo. Prefiere esperar. Retrocede
unos pasos y se distrae mirando por una ventana. Ha anochecido. Se ve
reflejado en el cristal y se gusta. Al fin se siente detective. Ha
resuelto un caso difícil. Y se siente orgulloso. También de
sentirse persona, de no tener el impulso de entrar al departamento,
encender la luz y fotografiarlos en pelotas, decirle a José que éste
gigante baboso no es tan imbécil. No. Siente respeto por éste
hombre que ha encontrado desahogo, tal vez amor, en un lugar atípico,
quizá con alguien que trabaje en la capital y regrese a su casa a
diario, quizá una mujer casada, con hijos, da igual, alguien
necesitada de afecto. Piensa en María, en que va a centrarse en su
trabajo y sacarla de la mala vida. Quiere luchar por ella. Como José
por ésta mujer desconocida. ¡ El amor, ah, al amor! Cree que
debería irse y dejarles en paz. Pero siempre ronda en su cabeza como
una alimaña el problema del dinero. Está tieso como un boquerón. Y
puede jugar a dos bandas. La vida es dura y las oportunidades que se
brindan no deben despreciarse. Se acerca al departamento. José sigue
desollando los glúteos de su amada. Angulo no lo piensa, abre la
puerta y palpa la pared hasta dar con el interruptor de la luz, como
hace a diario en el pasillo de su casa. Ilumina a una pareja haciendo
el amor con una fogosidad encomiable.
- Uy, perdonen, ustedes perdonen – se disculpa y apaga la luz cuando se da cuenta que José le ha visto
Cierra la puerta y sale. José no tarda
en estar frente a él. Tiene los ojos desencajados, además de la
camisa a medio abotonar y la bragueta desabrochada. Quiere decir
algo, presumiblemente insultar a Angulo, pero se frena.
- Bueno, ya tiene lo que quería – acierta a decir tras un rato de silencio
- Depende – ironiza Angulo
- Escuche – le ruega – ella es una mujer casada, y decente
- Casada puede que sí, pero decente, no sé, no sé…
- No se meta con ella, puedo partirle la cara
- Debería pensar, amigo. No tengo demasiado interés en que su mujer se entere de esto. Tengo una comprometedoras fotos de un vicioso de las cartas y me basta
- Ya, ya – José se resigna - ¿Qué quiere?
- No volverá a verme jamás la jeta por …mil euros – le cuesta pronunciar la cantidad, por inusual
- Está usted loco
- Puede llamarme gigante baboso e imbécil
Regresaron a la capital en un Rápido
sobre las doce. José no dejaba en paz el infinito. Angulo ponía
cara de circunstancias aunque necesitaba gritar y que aflorara su
inmensa alegría. Sin quitar la mano de su hombro le acompañó hasta
el portal de su casa.
- Mi mujer es un mal bicho
- Ya, ya
- Espere. Le bajaré el dinero
Angulo escupió varias veces a su dedo
gordo e impregnó la punta del resto de sus dedos. Notaba el peso de
los billetes en sus manos, su sonido áspero, cortante, al
desplegarse para contarlos. Pero José tarda. Y se desespera. Oye
ruido en la escalera. Puertas que se abren. Un murmullo creciente.
Las luces que se apagan y vuelven a encenderlas. Alguien sale a la
calle, pulsa el portero del bloque de al lado, dice algo y regresa
sofocado. Angulo le pregunta.
- La Maruja esa, la del Joselico, que se ha muerto. Dicen que se ha tomado pastillas, o no sé, no sé – le cuenta sin pararse una mujer en bata
La puerta del portal se cierra en sus
narices. Se gira. Mira la calle solitaria a derecha e izquierda. Al
cielo. Se mete las manos en los bolsillos y saca el forro para que le
cuelgue.
- ¡Puerca miseria! – ruge como un animal herido, al tiempo que abre la boca como un galgo
No tarda en animarse pensando que tal
vez Juancho no haya echado aún el cierre.
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