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jueves, 3 de octubre de 2013

JUAN ANGULO: DE ESTACIONES Y TRENES (De "En cierto sentido")


















Juan Angulo llega a su oficina exhausto. A su pequeña y vieja casa de la calle Obispo. No suele hacerlo pero repara en los montoncillos de tierra que destilan los desconchones de la pared de la fachada a ambos lados de la puerta de madera, descolgada, carcomida por la polilla, los años, las patadas para lograr abrirla. Las tejas del vuelo, algunas a punto de caer a la calle
y que pueda haber una desgracia. Hoy está susceptible a esas cosas mientras respira hondo para recuperarse del cansancio por la caminata desde la vieja estación, más de un kilómetro en pronunciada cuesta, y busca la llave para iniciar el ritual hasta que la hoja abre lo suficiente y su corpachón logra acceder al interior. Empieza a anochecer. Son casi las nueve y María ya se habrá ido. “A su otro trabajo”, piensa con escozor en los ojos. Busca a tientas el interruptor de la luz y lo pulsa. Una de las cuatro bombillas de la lámpara proyecta una luz tenue y triste. Ilumina el corto pasillo que preside la puerta de cristales de su oficina. Juan Angulo se queda parado, pensativo, deletreando: “JUAN ANGULO DETECTIBE PRIBADO”, pintado en el cristal por su amada María, algo chapucero, reconoce por descoordinado, en nivel, en medida, por alguna falta de ortografía, pero entrañable por la fe y el amor que puso en hacerlo. Piensa con ansia en María, más al ver a su izquierda, en el dormitorio, la cama desecha, en tantos días sin trabajo en los que se consolaban mutuamente, también en que así no podía pagarle el sueldo, que así no era plan, ni podían tener futuro, que con suerte había caído un trabajillo, que estaba en ello, un trabajo cansino, aburrido hasta la nausea, mal pagado, pero al fin y al cabo algo, y siempre mejor que nada. La puerta de cristales cruje. Y llega a un ángulo en la que se atranca en las baldosas y hay que subirla. Son pasos medidos. Pura rutina. Su corazón comienza a sosegarse. No está acostumbrado a tanta caminata, a tanta ni a nada, siempre al volante de su Ford Fiesta
aunque tuviera que ir a dos pasos. Pero el Ford dijo basta, lleva un mes en el desguace, y no le queda otra. “Suerte que el trabajo está en la vieja estación, a poco más de un kilómetro”, se consuela ya algo más relajado. Saca el medio Farias del bolsillo de la camisa que apagó al iniciar la cuesta y lo enciende al tiempo que cae crucificado a su sillón de madera. Llena sus pulmones de humo y de reojo mira el cerro de papeles que hay sobre la mesa. Son los papeles de siempre, muchos amarillentos, la mayoría arrugados de tirarlos al suelo una y otra vez al poner los pies sobre la mesa y agacharse a cogerlos con cabreo, sin ninguna sutileza. El teléfono parpadea bajo una carpeta con recortes de portadas de Interviú. Es un mensaje. Rebobina la cinta. Una voz conocida, fina como el maquillaje a una bestia, susurra con silabeo: “Señor Angulo, soy Maruja, mañana quiero que me muestre las pruebas de la infidelidad de mi marido, el nombre de esa guarra, su dirección, si está casada, to-do. No admito excusas. No le pagaré ni un día más, ¿está claro?”
  • ¡Puerca miseria! – masculla entre dientes
Aún no tenía nada. Llevaba una semana con el caso. Una semana de guardia en la vieja estación de tren. Acechar a alguien y pasar inadvertido no es fácil, gruñe para sí maldiciendo a la vieja señora, “fea, arrugada, esquelética, sin un mísero bultillo de carne donde agarrarse”, la define ahora con justicia y rompe en pedazos su molde prefabricado de diosa, de celestial mecenas, “es un mal bicho y tiene el justo castigo”. Lo supone, intuye que un tal José Ramírez estará por ahí en brazos de otra. Lo intuye porque aún no sabe nada, porque ni siquiera lo ha visto. El tal señor trabaja en una fábrica de embutidos a 15 kilómetros de la capital y va y viene en un tren de cercanías. El tren sale temprano, a las siete de la mañana, y no ve sentido ir a esa hora sólo a verle la jeta, sí a partir de las nueve, en horario de oficina, memorizando su foto por si es una de las miles de caras que desciende de las decenas de trenes que cruzan el andén, un tránsito que requiere una habilidad visual importante. Y ahora empieza a pensar que se ha equivocado. Ha optado por una vigilancia pasiva, entre otras cosas porque no va a emplear los treinta miserables euros de paga diaria en comprar billetes de tren y convertirse en la sombra del sujeto, en averiguar por qué no regresa a la capital en el tren de cercanías de las ocho y sí en el Rápido de las doce, en qué demonios hace después del trabajo, a qué brazos corre a refugiarse. Ha tenido que rugir la horrible señora para hacerle pensar. La experiencia es un grado que él, sabe, no tiene. Tiempo al tiempo, se dice siempre. Se hizo detective bajo cuerda por casualidad (fue mozo en un taller mecánico hasta matarse el dueño con su Mercedes y echar el cierre), animado por su abuela (que en paz descanse), por Juancho, su único amigo y dueño del “Malena” (pub que frecuenta para comer y beber whisky), y por María, una puta que le fiaba, entre otras cosas por su imponente físico, por su rostro rudo e inexpresivo, un matón a primera vista aunque sea incapaz de espachurrar a una mosca cansina, y sólo ha tenido tres casos con éste, los dos anteriores de infausto recuerdo. Algún día cambiará todo. Lo sabe. A la gente le ocurre. Él, se dice, no va a ser menos. Echa una cabezada con los pies sobre la mesa. El estómago le despierta a las diez. Es hora de visitar el “Malena”. Al levantarse está a punto de pisar los papeles desperdigados por el suelo y se agacha a recogerlos de malos modos.
  • ¡Puerca miseria! – ruge
Juancho está que trina. El pub está vacío. Soplan malos vientos.
  • Me debes más de tres mil euros – le recuerda a Angulo
  • Ya lo sé, campeón. No te preocupes. Ha caído un trabajillo pero apenas para cubrir gastos. Ya caerá algo bueno, algo que me hará rico, y famoso
Juancho se siente culpable. Por él se hizo detective. Para eso deben estar los amigos.
Angulo se ceba con el whisky. Apenas tiene hambre, aunque da cuenta de las tapas que le pone Juancho a regañadientes.
  • Estoy pensando en cerrar el negocio – susurra Juancho con una pena infinita, con la mirada perdida – el edificio está en ruina. El Ayuntamiento me ha mandado una carta. Tienen razón. Cualquier día se me puede caer encima
Angulo se encoge de hombros. Le recorre un escalofrío. Mira las vigas agrietadas, algunas rajas considerables en las paredes. Apura el whisky y finge tener prisa.
  • El tiempo se nos cae encima, amigo – le grita Juancho cuando ya se iba
Ésta noche no puede dormir. De pensar en el trabajo, en la estrategia a seguir para conseguir algo, para ofrecerle algo a esa mala bruja, para intentar que le amplíe el plazo y así arañarle otros pocos euros. Debería levantarse a las seis de la mañana, le da repelús el pensarlo, y subirse a las siete a ese tren de cercanías, pegarse a ese tío como una lapa, apretarle la yugular si hace falta, obligarle a que hable, a que escupa sus fechorías hasta que se le seque la boca. Ríe. Podría inventarse un nombre y una dirección, y así estar mañana todo el día tumbado a la bartola, revolcarse con María. Pero no. Soy un profesional, se afirma con rotundidad, me engañaría a mí mismo.
El despertador retumba con estrépito a las seis de la mañana una y otra vez. Angulo intenta amoldar su sonido estridente al sueño en el que está confortablemente sumido pero es inútil. Llena entonces su mente de haberes y deberes, de vergüenza profesional, y se levanta. Medio adormilado se viste y revisa lo necesario: la libreta y el bolígrafo, la cámara digital, la pistola en el costado, bajo la chaqueta. Comprueba el cargador. No tiene balas ni falta que le hacen. Sería incapaz de disparar a nadie y así evita un accidente. No. La triste realidad y en lo que jamás piensa es que la compró en un “Todo a cien”, que es de pasta dura aunque da el pego. En el espejo intenta alinear la selva de sus cejas, se peina en un pispás, revisa su perfil, y sale. La noche aún coquetea con un amanecer que augura caluroso. Angulo no ha sido testigo jamás de ésta lucha crepuscular (al menos no la recuerda, ni de coña), que hoy ve como en butaca preferente descendiendo la ancha y larga avenida hasta la vieja estación de tren que queda debajo de su mirada como un pie de foto o una firma de éste paisaje progresivamente hermoso. Son casi las siete y camina al paso de varias personas que se dirigen al mismo sitio que él. Es tarde. La mayoría fuerza el paso. Debe darse prisa. Pero correr le ahoga. El vaivén de la carne en su pecho le provoca que el corazón se acelere, que vuelva a recordar lo vivido de primera mano en el infarto de su abuela, y como consecuencia que se ponga muy nervioso, que le empiece a faltar el aire, que empiece a bufar como un toro. Llega a la cola de la taquilla tan rojo y asfixiado que la gente se vuelve preocupada. No es nada, se dirige a una cara que reconoce entre todas como la de José Ramírez, se me pasará en un minuto. En el andén se oye la primera llamada. El tren espera. A Angulo le toca el turno y maldice el euro y cincuenta céntimos que se aleja de sus manos para siempre. Un pequeño papelito a cambio. Y subirse a un tren, como al tren de la bruja que lo subía su abuela en la feria. No se ha calmado. Subir a ese tren también le da algo de yuyu, además de estar algo inquieto por no controlar la situación. Debería pasar desapercibido y no que cada uno de los pasajeros de este grande y único vagón, como un gran autobús, lo define, le pregunte cada minuto si se encuentra mejor. Agradece los gestos pero se siente como un gorila en un circo. Y sopla al ver que José Ramírez le chista para que se siente a su lado. Lo analiza mientras se acerca. Le cae bien. Es un hombre bajito, rechoncho, pancho a primera vista, y feliz, con una sonrisa constante, como si las comisuras de sus labios las tuviese cosidas al rabillo de los ojos.
  • ¿Se encuentra mejor? – le pregunta lo de todos
  • Sí, sí, gracias, algo…, yo es que padezco del corazón, ¿sabe? – sigue nervioso y miente sin venir a cuento
En el andén se oye la última llamada. El tren se mueve despacio. Empieza a mecerse, a sonar su traqueteo incesante. Angulo se abraza al asiento de delante.
  • No tenga miedo – le dice José con algo de guasa
Le cuesta pero se relaja. Pronto ve desfilar los primeros olivos, la ciudad encogerse a su izquierda. El viaje, de no más de treinta minutos, se le hace largísimo. No cruza con su compañero de viaje más de dos palabras y vuelve a mentirle cuando se interesa por su nombre, por su trabajo.
  • Me llamo Juan…Pérez – dijo el primer apellido que le vino a la cabeza – soy comercial, pero hoy viajo por placer…, como turista, ¿sabe?
Las facciones risueñas de José, con toda seguridad, camuflaron una carcajada. No tenía Angulo aspecto de comercial, por atuendo, arrugado y de mercadillo, por aseo, creciente la aureola de olores variopintos, a sudor, a ropa sucia, a los eructos disimulados de un batiburrillo a whisky nacional, jamón y queso. Decreció el ímpetu de la sonrisa de José y pasaron el resto del viaje sin decirse una sola palabra. La bocina sesgó el lapsus incómodo al avisar que entraban al andén de Menbijar, un pueblo pequeño, sobre una loma. Descendieron cinco personas al andén. Angulo esperó unos segundos hasta verles marcharse y siguió a José a una distancia prudente. Pero algo no hizo bien, José se vuelve y tiene que disimular. Mira una nube solitaria y su forma de caballito de mar. La señala y ríe. “No desesperes, Juan, lo peor está hecho”, intenta animarse. Los cuatro van en grupo y toman un carril que bordea el pueblo. La fábrica está sobre la loma. Angulo se gira. Percibe que la fábrica está en línea recta a la estación, que hay un banco a la sombra en un porche lateral, un lugar ideal para sentarse y de paso hacer su trabajo. El sol ha salido con brío. Empieza a hacer un calor de escándalo. Angulo se despanzurra en el banco y ve pasar las horas lentamente, con los ojos como platos. Se distrae oyendo el ambular de los pocos viajeros que entran y salen de la estación, viendo pasar los trenes. Empieza a picarle el sueño. Ésta noche ha dormido poco y el cuerpo lo necesita. La última vez que mira el reloj marca la una del mediodía. A las siete de la tarde alguien le despierta con una sonrisa de oreja a oreja.
  • ¡Menudas visitas turísticas hace usted, amigo!
Le cuesta despabilarse. Y no se corta delante del fulano estirando sus huesos, bostezando, eructando, tirándose algún que otro pedo.
  • ¿Quiere unirse a nosotros?, ¿le gusta a usted jugar a las cartas?, Pánfilo no puede quedarse y necesito un compañero
Angulo disipa la niebla de sus ojos y reconoce a su interlocutor como un tal José Ramírez, alguien a quién debería estar vigilando. Se pone en pie con esfuerzo algo avergonzado.
  • ¿Que qué, que cómo? – trastabilla
José le pone al corriente. Está ciego con el tute. Todas las tardes después del trabajo él y sus tres compañeros de trabajo echan sus partidas en la estación de tren en un pequeño trastero que limpiaron para tal menester, y a las que se suma el jefe de estación a partir de las ocho, cuando es prácticamente nulo el tránsito de trenes. Pero hoy Pánfilo tiene que irse. Son las siete. Y el jefe de estación aún no debe escabullirse.
  • ¿Las cartas?, no, no, ni pensarlo – rechaza Angulo la oferta viendo peligrar su dinero
De todos modos le sigue. José suplica a Pánfilo en el andén que se quede.
Angulo no puede creer que todo sea tan fácil. Está apoyado en la puerta de un trastero en la estación de tren viendo jugar codo con codo a José y sus tres amigos a las cartas con las visitas esporádicas del jefe de estación y da por resuelto el caso de la manera más absurda imaginada. Sólo le queda seguir con su rol de turista y echarles una foto de recuerdo para mostrársela a la vieja señora, no sin antes cobrarle lo acordado (siete días a treinta euros) y rogándole algún plus, de rodillas si hace falta. Los cuatro posan risueños y Angulo pulsa la cámara una y otra vez. Misión cumplida. El trabajo está hecho. Se despide de ellos y se acerca a la taquilla para sacar el primer billete a la capital. Pasa a las ocho. Un Expreso que viene de Madrid. Faltan quince minutos y mientras pasea por un andén solitario. De fondo oye las risas retumbar en el trastero, a dos niños jugar con una pistola. Su mano va como un resorte al costado y maldice los infiernos.
  • ¡Puerca miseria!
Se dirige a los zagales como un oso enfurecido y les da el susto de su vida. Recupera el arma y la coloca en su sitio. Y se siente bien. Satisfecho del día, del resultado final inesperado, aunque se haya gastado tres euros en billetes de tren y no haya probado ni agua. Piensa en el “Malena”, en que va a dar buena cuenta de la despensa de Juancho. Y mata el tiempo paseando cerca del banco donde ha pasado buena parte del día, bajo la ventana del trastero donde un tal José Ramírez engaña a su mujer con otra. Ríe y pone oído. No le parece que hablen sobre la partida sino con toda claridad sobre un detective imbécil que ha mordido el anzuelo. Oye a José dar las gracias, pedirles que no salgan hasta que el “gigante baboso” se marche, que les pagará un taxi, que no se preocupen. Angulo tarda pero capta lo ocurrido. Tiene en su cámara la prueba para dar esto por zanjado. Aunque sea falso. Pero ha pasado por un imbécil y eso no le gusta. Mal empieza su periplo profesional si le engañan como a un chino (los otros dos casos anteriores no quiere ni recordarlos). Se debate entre la dejadez y el orgullo. Vence por K.O. olvidarse del tema. Entre otras cosas porque tiene hambre, y sed. Pero resurge algo en su interior que ha notado pocas veces, cuando su amigo Pedro le robó los cromos, recuerda con genio. No, no va a consentir que un engendro risueño se ría de él. Perderá el tren, y el euro cincuenta. Ruge. La bocina del Expreso retumba a lo lejos. Vuelve a maldecir el dinero perdido viendo entrar el tren al andén y marcharse a los pocos segundos. Se centra. Necesita barrer la mente de gilipolleces y tener actitud. Respira hondo. Luego bufa. Se repite una y cien veces que es un detective, un detective y no un gigante baboso e imbécil hasta que alcanza el grado necesario de motivación. Su arma es la sorpresa. Se escurre a uno y otro lado del lateral de la estación como una sombra. No tarda en llegar un taxi. A él suben los compañeros de José. José se despide de ellos y vuelve a entrar en la estación. Le parece raro. En la estación no hay nadie, tampoco en el andén. Supone que esperará a alguien. A él también sólo le queda esperar. No demasiado. A los pocos minutos llega un tren de la capital. Vigila el andén. No baja nadie. Su sorpresa es mayúscula cuando José sube a él de un salto. El tren se mueve. No lo piensa y le sigue. Desde los escalones, bien sujeto a los laterales con los codos, no puede evitar sacar la lengua al jefe de estación que le mira atónito. Luego levanta la cabeza y otea el largo pasillo del vagón. José camina lentamente y entra a un departamento. Angulo espera unos minutos antes de seguir sus pasos. La mayoría de los departamentos están a oscuras, vacíos le parecen, alguna persona percibe apenas. El traqueteo le marea y tiene que agarrarse al resalte de las puertas, a las barandillas de las ventanas. Se acerca al departamento donde entró José. Quiere ser prudente. También está a oscuras. Pero alguien se mueve en el interior. Y jadea. Se queda un rato viendo a dos sombras abrazarse con una agitación desmesurada, caer al suelo uno encima del otro. Oye sus respiraciones hondas, sus besos. Le da pena interrumpirles pero tiene una bonita foto, una foto obscena por la que un mal bicho pagará lo que le pida. Algo le frena. No puede hacerlo. Prefiere esperar. Retrocede unos pasos y se distrae mirando por una ventana. Ha anochecido. Se ve reflejado en el cristal y se gusta. Al fin se siente detective. Ha resuelto un caso difícil. Y se siente orgulloso. También de sentirse persona, de no tener el impulso de entrar al departamento, encender la luz y fotografiarlos en pelotas, decirle a José que éste gigante baboso no es tan imbécil. No. Siente respeto por éste hombre que ha encontrado desahogo, tal vez amor, en un lugar atípico, quizá con alguien que trabaje en la capital y regrese a su casa a diario, quizá una mujer casada, con hijos, da igual, alguien necesitada de afecto. Piensa en María, en que va a centrarse en su trabajo y sacarla de la mala vida. Quiere luchar por ella. Como José por ésta mujer desconocida. ¡ El amor, ah, al amor! Cree que debería irse y dejarles en paz. Pero siempre ronda en su cabeza como una alimaña el problema del dinero. Está tieso como un boquerón. Y puede jugar a dos bandas. La vida es dura y las oportunidades que se brindan no deben despreciarse. Se acerca al departamento. José sigue desollando los glúteos de su amada. Angulo no lo piensa, abre la puerta y palpa la pared hasta dar con el interruptor de la luz, como hace a diario en el pasillo de su casa. Ilumina a una pareja haciendo el amor con una fogosidad encomiable.
  • Uy, perdonen, ustedes perdonen – se disculpa y apaga la luz cuando se da cuenta que José le ha visto
Cierra la puerta y sale. José no tarda en estar frente a él. Tiene los ojos desencajados, además de la camisa a medio abotonar y la bragueta desabrochada. Quiere decir algo, presumiblemente insultar a Angulo, pero se frena.
  • Bueno, ya tiene lo que quería – acierta a decir tras un rato de silencio
  • Depende – ironiza Angulo
  • Escuche – le ruega – ella es una mujer casada, y decente
  • Casada puede que sí, pero decente, no sé, no sé…
  • No se meta con ella, puedo partirle la cara
  • Debería pensar, amigo. No tengo demasiado interés en que su mujer se entere de esto. Tengo una comprometedoras fotos de un vicioso de las cartas y me basta
  • Ya, ya – José se resigna - ¿Qué quiere?
  • No volverá a verme jamás la jeta por …mil euros – le cuesta pronunciar la cantidad, por inusual
  • Está usted loco
  • Puede llamarme gigante baboso e imbécil
Regresaron a la capital en un Rápido sobre las doce. José no dejaba en paz el infinito. Angulo ponía cara de circunstancias aunque necesitaba gritar y que aflorara su inmensa alegría. Sin quitar la mano de su hombro le acompañó hasta el portal de su casa.
  • Mi mujer es un mal bicho
  • Ya, ya
  • Espere. Le bajaré el dinero
Angulo escupió varias veces a su dedo gordo e impregnó la punta del resto de sus dedos. Notaba el peso de los billetes en sus manos, su sonido áspero, cortante, al desplegarse para contarlos. Pero José tarda. Y se desespera. Oye ruido en la escalera. Puertas que se abren. Un murmullo creciente. Las luces que se apagan y vuelven a encenderlas. Alguien sale a la calle, pulsa el portero del bloque de al lado, dice algo y regresa sofocado. Angulo le pregunta.
  • La Maruja esa, la del Joselico, que se ha muerto. Dicen que se ha tomado pastillas, o no sé, no sé – le cuenta sin pararse una mujer en bata
La puerta del portal se cierra en sus narices. Se gira. Mira la calle solitaria a derecha e izquierda. Al cielo. Se mete las manos en los bolsillos y saca el forro para que le cuelgue.
  • ¡Puerca miseria! – ruge como un animal herido, al tiempo que abre la boca como un galgo


No tarda en animarse pensando que tal vez Juancho no haya echado aún el cierre.

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