Casi al anochecer
Juan y su ayudante Manolo han acabado el trabajo y salen de la obra.
Manolo cierra el candado de la cancela mientras que Juan fija al
hombro la cinta de su caja de herramientas y al girarse dirige a la
multitud que abarrota la calle una mirada agria.
- ¿No hay nadie que arregle esto? – les grita con rabia
- Vale, hombre – le aplaca Manolo – que bastante desgracia tienen
La gente
retrocede. Se apiña. Les dejan paso.
Se dirigen con
paso firme a la tienda de Matías, ese menudo y despreciable sujeto,
reconocido usurero, con el que suelen guardar las formas por ser el
promotor de la obra, quién les paga el jornal a diario.
La gente libera la
fachada de Matías, la casa vieja, la peor de la calle, sin pintar
ni reparar las maderas de sus huecos, y el interior, dicen, en
amenaza de ruina. Juan empuja la puerta de cristales, la levanta
llegado a un punto cuando arrastra en el suelo y tintinea la
campanilla que les delata. Matías sale de la oscuridad de la
trastienda apuntándoles con una escopeta.
- Somos nosotros, Matías
- Si, sí. Perdonad
Sobre el mostrador
dos velas casi acabadas iluminan una habitación pequeña atestada de
artículos de alimentación y droguería. Matías se acerca a la luz.
Cruzada en su pecho lleva una canana sin una falta y en ningún
momento suelta la escopeta. Abre un cajón y saca un puñado de
billetes que empieza a contar y coloca sobre el mostrador con
parsimonia.
- Hemos rematado los azulejos de la cocina – le relata Juan mientras rebaña el jornal – mañana empezaremos con el suelo del piso de arriba. Lléguese usted que tengo que explicarle…
- Bien, bien, iré, intentaré acercarme a primera hora, ¿necesitas algo de la tienda?
- No, creo que no – responde Juan sin pararse a pensar
Manolo cobra su dinero y tampoco quiere
nada. Y susurra:
- Da cargo de conciencia salir con comida
Matías se altera
y apunta la escopeta al cristal de la puerta.
- ¡Esos hijos de puta!..., ¡van a destrozar el país, van a joderme la vida!
- Tranquilícese usted, Matías – dice Juan y se aparta por si acaso – qué culpa tienen
Se despiden. Al salir la multitud que
se agolpa en la puerta retrocede. Juan y Manolo salen. Van en
direcciones opuestas.
- Hasta mañana, Manolo
- Hasta mañana
La gente se aprieta a uno y otro lado
de la calle formando un largo pasillo. A Juan no le amilana la
perspectiva de cuerpos inertes, de brazos caídos y manos vacías, de
miles de ojos que siguen sus movimientos, e inicia la marcha hasta su
casa al final de la calle. Camina con buen paso pero pronto se siente
aislado en ese silencio invadido por el murmullo. Nadie se dirige a
él, nadie avanza a increparle, sin embargo la sensación de agobio
le acelera, desata sus nervios, la ansiedad empieza a ahogarle, la
necesidad de salir de allí cuanto antes. Camina más deprisa,
empieza a correr. Golpea sin querer cuerpos con su caja de
herramientas, tropieza y cae. Su boca besa el asfalto y queda así un
instante, presionado por la impotencia. Y vuelve a serle patente ese
olor a ciudad sitiada, asolada, extinta, vacía de todo sentido, de
cientos de calles sin salida, de paisajes oscuros y siniestros, de
cielo muy lejano. Y vuelve a acuciarle la desolación, la sensación
terrible de deja la soledad más amarga. Levanta la mirada y vive el
clímax de un sueño repetido donde un cúmulo de sombras lúgubres
como alimañas pretenden devorarle, donde una red de araña de miles
de manos temblorosas y frías se posan y aprietan su cuerpo desnudo.
De un salto se levanta y huye a través
del largo pasillo humano. Llega a su casa. La mano le tiembla al
fijar la llave en la cerradura. Al fin logra abrir y entra. Está
asustado, tembloroso, exhausto. Cierra la puerta, echa la aldaba, y
abandona poco a poco la impresión de ser perseguido. Ese murmullo de
la multitud que atruena en su cabeza y se debilita quedando como un
leve silbido. Dentro la oscuridad es absoluta. Su mujer se acerca con
una vela encendida. Y le besa. Un fuerte beso en la mejilla. Apenas
hablan. Sólo esa mirada intensa y descorazonadora. Entran al salón.
Sobre la mesa aún están los platos, los restos de la comida del
mediodía, una lata de mejillones sin abrir.
- No he tenido ánimo de limpiar – dice su mujer lamentando su dejadez al tiempo que sonríe levemente – He traído mejillones
Juan
se irrita y la regaña:
- Sabes que no quiero que salgas
- Lo sé. Ya lo sé. Pero son para la cena
Juan
resopla al dejar la caja de herramientas en el suelo, en un rincón.
Sus ojos críticos no evitan revisar la mugre, la suciedad de todo.
- No te preocupes – calma la mirada compungida de su mujer – entiendo que no tengas ganas de hacer nada
Juan
se acerca al aparador. Apura en un vaso la botella de whisky.
- Mañana te traeré otra
- No. No se te ocurra salir. Yo la traeré
Cae
a su sillón y cierra los ojos un momento, respira hondo antes de
empezar a beber con prisa, sorbo a sorbo, sin tiempo para pensar.
Luego va al cuarto de pila. Vacía en el depósito del generador las
últimas gotas del bidón de gasolina y lo arranca. El ruido
ensordecedor se amortigua al cerrar la puerta. Enciende las luces del
salón y el televisor. Su mujer le mira con fijeza. Está sentada con
las manos sobre las rodillas. La primera cadena emite como las
últimas semanas videos musicales. Ya no hay programas de ningún
tipo ni falsas informaciones. Sintoniza entonces la CNN donde repiten
una entrevista a alguien que no le interesa.
Sube a ducharse. Abre los grifos por
instinto aunque sabe que el agua lleva varias semanas cortada y
hace días que se acabó el butano. Se ducha con agua del aljibe y
está fría. Está sudoroso y tenso y el agua le relaja. Se pone
ropa interior limpia, el pijama de rayas descolorido de siempre, y se
afeita. Luego revisa las contraventanas, la rosca del puntal
metálico que presiona el tablero de madera sobre la puerta de la
terraza, el lugar más vulnerable.
Baja al salón y su mujer no se ha
movido. Pronto empieza las noticias. Pronto las de España. Ambos
asisten en silencio a las noticias confusas sobre el caos que allí
reina, la disolución del gobierno, su huida, la huida atropellada de
las cúpulas de todas las empresas nacionales y extranjeras, el
cierre de los aeropuertos, el corte de todos los servicios, el cierre
de todas las fronteras terrestres, las reuniones infructuosas de
Naciones Unidas en poner en marcha un plan humanitario, y mientras
tanto, las cifras supuestas del desempleo, además de sobre ese muro
humano que poco a poco avanza en cada ciudad haciéndose más denso y
indefenso.
- Casi diez millones…
- Es una barbaridad…
Juan se queda frío, sin ánimo ni
fuerzas.
- Tenemos que
irnos, Carmela. No sé cómo pero tenemos que irnos de aquí
- A mí de mi
casa no me echa nadie
- Entonces
unámonos a ellos. Los de la obra de al lado han cerrado. Somos los
únicos que trabajamos en la ciudad. Dos personas, Carmela, sólo dos
personas, ¿qué pueden hacer dos personas, qué vamos a solucionar?
- No desesperes. Esto así no puede seguir. Tendrá que arreglarse…
- ¿Y si ocurre una desgracia?
Carmela gimotea.
Llora a ratos sin mirarle.
- Puedo seguir uno o dos meses más – susurra Juan en tono grave – pero no sé si lograré cobrarlos
- Matías es un tacaño pero te pagará. No va a fallarte
- Matías está asustado. Como todos. Y quiere irse
- ¿Sí, y adonde va a ir ese mezquino?
La cena espera
sobre la mesa. Se sientan. Juan abre la lata de mejillones con su
navaja.
- Se va a América…, a Sudamérica…, a Argentina, aunque dicen que también está muy mal. Él tiene dinero y cualquier lugar le irá bien. Nosotros también podríamos si el dinero no se hubiera quedado en el banco
- ¡América! – ruge Carmela – ¡Yo nací aquí. Ésta es mi casa. Aquí nació mi madre, mi abuela. No me iré así como así. Nadie va a echarme de ésta casa!
- La cosa está muy mal, Carmela, hazte a la idea
- Pero no para nosotros. Hemos tenido suerte. No has parado de trabajar
Vuelve a reinar el
silencio. En las noticias hablan de otros países y de la crisis que
les acucia y de la que intentan deshacerse. De los países
fronterizos con España y su contundencia al afirmar que repatriarán
a cualquiera que ose cruzar sus fronteras.
Juan apaga la tele
y continúa una novela. Su mujer se acuesta.
Lee hasta quedarse
dormido.
Son casi las doce
cuando un fuerte golpe en una de las ventanas le despierta. Le parece
una pedrada. Pone oído. Trozos del cristal de la ventana caen a la
calle y se hacen añicos. La contraventana es fuerte y no se inmuta.
- ¡Hijos de puta! – grita con rabia contenida
Enciende la vela, apaga la luz, el
generador y se decide a acostarse. Se acurruca a su mujer.
Juan tiene los ojos muy abiertos. Y el
oído agudo hasta que el hondo silencio le devuelve la calma. Pero ha
perdido el sueño. Y nada grato gira en su cabeza. Las imágenes se
superponen confusas. No lo entiende. Ésta situación no la
entiende. Jamás ha vivido algo así. Es de locos. Se siente un
delincuente. Alguien que jamás hizo daño a nadie deliberadamente,
que trabajó lo que debía trabajar, que vivió como creyó que debía
vivir, se siente un ser ruin y despreciable.
- Un pobre superviviente - susurra
De reojo mira la hora en el reloj de la
mesita. Las dos, las tres, las cuatro. Pronto su zumbido persistente
a las siete de la mañana. La oscuridad es absoluta. Busca las
cerillas sobre la mesita y enciende la vela. Su mujer duerme
profundamente. Hace semanas que no hacen el amor. Se le revuelve como
un gato cuando se lo propone. Pero él tampoco está sobrado de
ganas. Le calma algo el pensar en otros momentos donde la vida les
parecía normal, en algún viaje de juventud donde desnudaron todos
los placeres conocidos. Pronto la mente diluye la nostalgia y se
centra en otras cosas. Amanece un nuevo día y con él la angustia de
sentirse aún más solo. La obra de al lado hoy estará cerrada.
Estarán solos. Sólo quedan ellos. Él, y su fiel ayudante Manolo.
Un buen hombre que decidirá lo que él decida. Además de José en
la taberna como un capitán en su barco, y Matías defendiéndose con
uñas y dientes en la única tienda abierta en la ciudad y donde sólo
ellos compraran apurando conservas y congelados.
Se asea. Diluye en un vaso de agua una
buena cucharada de leche condensada, se cuelga su caja de
herramientas y sale a la calle.
Son las siete y media. La calle está
vacía de gente. Es una calle larga, ancha, de paredes bajas y
blancas. Sin gente resurgen los coches aparcados. Coches con
cristales rotos y ruedas pinchadas. Hace más de un mes que cerró la
gasolinera por falta de combustible. El furgón de Juan está en su
garaje, impecable, pero no le sirve para nada. Desde hace un mes hace
a pie el recorrido hasta la obra, a casi un kilómetro de su casa.
Con parada obligada en el bar de José. Allí se reúne con Manolo, y
a falta del buen café que le reportó una fiel clientela se
consuelan con una copa de sol y sombra.
Hoy en la taberna no hay nadie. Los
tres albañiles de la otra obra que aquí se reunían antes del
agarre hoy no han venido.
- Buenos días, José
- Por decir algo, Juanito
La copa de sol y sombra brilla sobre un
mostrador muy limpio de ocho metros de largo. Juan bebe un trago
antes de adelantarse a decir lo que los dos están pensando:
- Esto tiene muy mala pinta
- Mala no, peor. Hoy eres el primero. Aquí no viene nadie. Ya ves, si no tienen esas criaturas dinero para comer como se van a tomarse una copa. Si los que tienen el dinero se han ido, si de esos no ha quedado ni Dios, si el hijoputa del alcalde fue el primero que salió huyendo. Y sin ellos qué podemos hacer. Si nadie invierte, ni gasta, si no ofrecen trabajo poco podemos hacer. Esto es una cadena y se ha roto. Está hecha picón. Y así éste país se va a la mierda
- Los pobres sólo tenemos las manos para trabajar. Y siempre seremos pobres aunque a veces nos hagan creer lo contrario
- Tuvo que llenárseles los ojos de billetes a todos esos cabrones – sigue bramando José – gastaron lo nuestro sin tocar lo suyo. Ahora mírales. El gobierno se ha ido. Todos se han ido con las manos llenas. Tanto prometer, tantas obras por hacer, que si el turismo, que si nuevas industrias, que si qué crisis, mentira, todo mentira, y venga subvenciones para ellos mismos, y venga millones para salvar a los ricos…
Son las ocho y
Manolo tarda.
- Y Matías que también se ha ido… – recuerda José
Juan se queda
boquiabierto. Lo intuía, alguna vez se lo había comentado pero no
esperaba que fuese tan rápido.
- Se fue anoche cuando se despejó la calle, sobre las diez. Ese listillo guardaba el coche con el depósito lleno de gasolina y salió disparado. Llevaba un remolque tan cargado que iba tirando cosas a la calle. Me lo dijo su criada. La pobre pasó por mi puerta llorando. Quería irse con él y hasta la empujó de mala manera. Después de vivir con ella como si fuera su mujer. La pobre se fue a buscar a la gente llorando. Me contó que ese cerdo iba a Cádiz. Que de allí sale un barco todas las semanas. ¡A América! – suspira - Muchos españoles se han ido. A los últimos es ya el único sitio que les queda. Los que han tenido suerte de tener dinero guardado en casa. Otra vez a América. Vuelven a América. Como en otros tiempos. Emigrantes otra vez, Juanito. La vida solo da vueltas y vueltas. Gira. Siempre es lo mismo. Aunque estos emigrantes sean de otro modo. Bueno, de un modo u otro sólo buscan escapar. A otro mundo, lejos de éste que ya no les vale para nada…
De debajo del mostrador saca un álbum
de fotos de tapas desteñidas. Lo abre y muestra a Juan las primeras
fotos y más antiguas con una intensa emoción.
- Son mis padres. Éstos mis abuelos. Y ésta – señala a una niña enmarcada bolígrafo en la cubierta de un barco – ésta, Juanito, era mi abuela Mati. Emigrantes, Juanito, de aquellos de entonces que buscaban una vida mejor para ellos y sus hijos. Y no como éstos ladrones cobardes. Mis padres regresaron a España con una pequeña fortuna. Y yo ahora vuelvo a ser pobre como mis abuelos, pobre como una rata. Maniatado, preso como un delincuente
Juan le escucha distraído. Está
helado. El trabajo le espera pero no tiene sentido trabajar para
alguien que se ha ido y no va a poder pagarle. Tiene ganas no sabe si
de llorar o si de golpearse la cabeza, si de golpear a alguien.
- Se estaba haciendo una casa preciosa, joder. De un lujazo impresionante. Solo quedaba rematar el suelo, las escaleras…, revocar la fachada…, joder
José se sobrecoge
de verle hundido. También de lo que a él concierne. Esto es el fin
para los dos de algo a lo que han resistido sin inmutarse. Un
problema generalizado de esos que siempre flotan en los telediarios,
que ocurren sólo a otras personas, y a lo que se creían inmunes. Un
río de lodo que veían desde la orilla, una inundación que al fin
les ha atrapado.
- Es duro aceptarlo – suspira Juan – Durante toda mi vida no he hecho otra cosa que trabajar y vivir dignamente del fruto de ese trabajo. Trabajar y vivir. No es justo que me ocurra esto si yo no he tenido nada que ver – mira a la calle. En la acera de enfrente empieza a reunirse gente. Y les señala: ¿qué tengo yo que ver con ellos?
- Son buena gente, sana, buenas personas, Juanito, tú lo sabes como yo. Conocidos, amigos, incapaces de hacer daño si no les apretara el hambre. Está todo patas arriba. No nos engañemos. Somos demasiados
- Ya, ya
- Sólo cogen lo que está abandonado, entran en las casas, en los comercios de los que se han ido
- Ser inútil en una razón convincente para dejar de luchar. Quisiera seguir como sea, no soporto la idea de perderlo todo. Es muy triste bajar los brazos y esperar
Juan gime. Pronto
se rehace y apura la copa. José la llena sin preguntarle y llena
otra para él.
- Carmela no quiere irse. Pero al marcharse Matías no tiene sentido trabajar por trabajar. El banco quebró con mis ahorros. No tenemos nada. Cuatro pesetas escondidas y poco más. Y de nada servirán si pronto no habrá qué comprar con ellas
José señala a
Manolo, su fiel ayudante durante años, entre la gente que se reúne
en la calle. Manolo percibe que hablan de él y se acerca. Apega su
corpachón a la puerta de cristal. Les mira con una pena honda,
intermitente de culpa.
Retrocede unos
pasos. Lo piensa mejor y entra.
- Yo…, no quería dejarte solo, pero…- balbucea, no es capaz de elevar la mirada - Anoche les abrí la puerta de mi casa…, les di lo poco que tenía…, a esos niños…, se lo di todo a esos niños…, todo para esos niños – se rehace, clava en Juan una mirada profunda - Ya no tengo nada porque no hay nada que tener. No imaginas lo que hay detrás de esa gente. Se están muriendo. No queda apenas comida, ya no les queda nada, ni un pobre animal que llevarse a la boca. Y es muy duro verles morir por nada. Yo al menos no podía seguir así, qué quieres que te diga
- ¿Pero y tu dinero? Podías haberte marchado
- No te enteras. Son mi gente. Les conozco a todos. ¿Adonde voy a ir yo? Si ellos sufren aquí estoy para ayudar o para sufrir con ellos. Sólo quiero estar como están todos. Y no hay otra
Sale. Cierra la
puerta. Recuerda algo y vuelve:
- Que… tu mujer ha salido a la calle, y les ha abierto las puertas. Que… la gente está entrando en tu casa…
Juan cede. Sus
piernas le fallan un instante. Con gusto caería al suelo de
rodillas. Se ofrecería en sacrificio. Que ese sueño de sombras que
le acucia todas las noches le aplastara de una vez. Morir en silencio
y no ver nada ni a nadie. Pero por qué, se pregunta. Respira hondo.
Se sobrepone. Mira a José y ambos vacían sus copas de un trago.
José vuelve a llenarlas.
- ¿Celebramos la despedida de alguien? – bromea José sin ánimo
- Celebremos aquello que fuimos – exclama Juan
- Bien, amigo, me parece bien. Brindemos por aquello que alguna vez fuimos, y por toda esa gente y por todo lo que algún día fueron
Alzan sus copas y
beben. Se miran y gritan los dos al tiempo con vehemencia:
- ¡Tenemos que irnos de aquí!
Vuelven a apoyar
el cuerpo a la barra.
- Y mi furgón en el garaje sin una gota de gasolina – desfallece Juan
- Y mi coche hecho una mierda en la calle – se derrumba José
- ¡Si en América hace mucho frío, joder…!
- Y aquí mucho calor aunque el frío bulle por dentro – sonríe José
- Te confieso que no he salido nunca de aquí. Que Andalucía es el único mundo que conozco. Y yo para empezar de nuevo ya no tengo aquellos veinte años. Ni esa edad ni tampoco ganas
- Y mis millones a plazo fijo en el banco. A un buen interés – ríe José – Solo me queda lo puesto. No, te miento, también ésta casa, y la taberna, y las pocas botellas que ves y algunas que guardo en el sótano. Algún buen vino – reconoce. Luego mira lejos y sigue: Soy de Madrid, ya lo sabes - le insta a apurar la copa con él y las llena de nuevo – que vine a Andalucía a casarme. Ésta buena tierra. Hace treinta y cinco larguísimos años. Éste es mi hogar por mal que me pese ahora. Yo, Juanito, tampoco sabría vivir en otro sitio. Ni América ni otro sitio sería un destino acertado para mí. Además, estoy solo. Suerte que no tuvimos hijos
- De esa suerte también presumo. Así sufriremos sólo por nosotros
José sale del
mostrador, se acerca a Juan y le abraza.
- Bebe y salgamos fuera. Es nuestra gente. Salgamos. Vayamos con ellos
Apuran las copas y salen.
La multitud es espesa. Miles de ojos
siguen sus pasos, brillan, miles de labios esbozan leves sonrisas,
tristes gestos les saludan, miles de miembros aplauden, abren sus
brazos para recibirles.
Juan mira al fondo de la calle. Allí
está la obra con la fachada si revocar, allí su trabajo, allí su
vida abandonada.
Y unos metros antes en la tienda de
Matías una hilera de gente entra y sale de ella en procesión
silenciosa.
- Si salimos de ésta te invito
a una cena – bromea Juan apretándole el hombro
- Mientras que logremos cenar,
Juanito, saldremos de ésta.
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