Bartolomé quería ser importante.
Lo tenía claro. Jefe de algo,
presidente de cualquier cosa.
Y dio un paso al frente como un soldado
en una formación para quedarse solo, en tierra de nadie, sacando
pecho ante las miradas de asombro, las lenguas viperinas.
Su mujer, Laura Antonia, estaba
encantada y ensayaba poses ahuecando vocales con estilo. Y
enseñaba
a sus dos niñas a comportarse. Saldrían en la radio, en la tele, en
los periódicos y debían estar acorde a la responsabilidad del
cargo.
Sólo faltaba el cargo. El qué, el
cómo y el donde.
A Bartolomé el qué le traía sin
cuidado, el cómo era el verdadero problema aunque lo creía
controlado y el donde estaba claro pues descartadas sus aptitudes en
su oficio, chapucero a domicilio, aprendiz de todo y maestro de nada,
y en sus estudios, primaria por los pelos, sólo podría encontrarlo
en la política, en la política municipal de su pueblo, Garifante de
la Vega.
El consistorio era un hervidero de
hermanos, tíos, primos y amigotes con ideas tajantemente moldeables
en función de la necesidad apremiante.
Bartolomé no tenía ningún vínculo
al que agarrarse pero sí los conocía a casi todos y bien porque era
el manitas que los sacaba a menudo de apuros y a veces de alguna
situación escabrosa.
A Ambrosio, el concejal de Deportes, lo
tenía bien cogido por los güevos y sabía a conciencia que cuando
le expusiera su idea de formar una nueva concejalía que podría
llamarse. “Concejalía amigos de la patata” (que no estaba
pillada), la acogería con entusiasmo. Ésta era una tierra prolífica
en ese tubérculo y bien, ¿por qué no? Y el sería el sufrido
concejal o presidente, o como hubieran de nombrarle, claro. Eso para
empezar porque tenía otras ideas extensivas a Laura Antonia, su
mujer. Para ella bien se podía crear la “Concejalía de mujeres…,
yo que sé –piensa -…mujeres…amigas de sus amigas, por ejemplo,
más que nada por tenerla distraidilla y que no interfiera en su
tarea.
- ¡Pero, Bartolo!, ¿y para las niñas? – le recrimina su mujer
Sus niñas, Laura Josefa y Antonia
Luisa, están para comérselas a sus cuatro y cinco años.
- ¡Mujer! – le responde muy serio, experimentando su nuevo papel, poniéndose firme y bajando la mano como una guillotina – primero lo mío, y después ya veremos
Ambrosio, el concejal de Deportes, se
rió en su cara pero reculó al no tener más remedio que recordarle
el rollo que tiene con Felisa, la mujer de Antonio, el perpetuo
Alcalde de la Villa serrana y próspera de Garifante de la Vega y
también algunos detalles de aquella dichosa nochecita lluviosa
donde le llamaron porque a la parejita no les arrancaba el coche en
el barranco “La Cobaila”.
- ¡Bartolo!, ¿no serías capaz?
- No, hombre, ¡por Dios!, claro que no
- ¿Y por qué de la patata? – se interesó Ambrosio resignado
- No sé, es lo primero que se me ha ocurrido
- ¿Pero tú eres de nuestro partido, Bartolo?
- Yo soy del partido que haga falta
Todo arreglado. Laura Antonia, su
mujer, saltó de júbilo y subió como una bala al armario a probarse
vestidos con desencanto. Debía cambiar el vestuario y no sólo eso
sino el mobiliario, más que eso, incluso la casa porque un cuarto
piso en un bloque de cincuenta vecinos no era lo adecuado para el
nuevo estatus. Y los amigos -esa era otra- no les servían porque
ahora debían relacionarse con personas que tuviesen cultura y
dinero, y esas cosas. Evidentemente pensó en el coche, un Megane con
tres años al alcance de cualquiera del montón:
- Que no, que no, Bartolo - le grita - qué menos que un BMW
- ¡Pero mujer!
- Ni na, ni na – se da cuenta y rectifica: ni nada, ni nada… de nada
Antonio, el perpetuo alcalde de
Garifante de la Vega, no daba crédito a la petición de Ambrosio
para Bartolo, ese burdo chapucero que a veces iba por casa, y mandó
llamarle.
Bartolomé, con todo el respeto
merecido pero con aplomo, se plantó frente a él y sin dejarle
hablar le dijo que era muy amigo de Felipe, el único constructor por
excelencia de esta Villa Serrana, y que le dijo después de jurarle
silencio que tuvo que darle al Alcalde una comisión de sesenta mil
euros para que le firmara un permiso de obras para construir un Hotel
en el parque protegido “La Jarana” (ésa conversación la oyó en
la taberna cuando Felipe, borracho, alardeaba con un amigo), y
también le recordó algo de ese hijo que por ahí rueda sin
apellido.
- Pero tú eres un hijo de puta, Bartolo
- Aprendo rápido, Antoñico
- Y bien, ¿qué cojones es lo que quieres?
- Joder, pues lo que todos vosotros, un sueldecito, estar por ahí, reuniones, salir en la tele…, esas cosas…, tú ya me entiendes
- Podría denunciarte por chantaje – intenta amenazarle sin voluntad
- ¡Pero, Antoñico, si media España vive de la política!
- Y de la patata… - condesciende sin remedio
- Sí, ¿qué te parece?
- Bien, bien, adecuado, adecuado
Y así, Bartolomé, cambió el mono por
un traje con corbata, y Laura Antonia, su mujer, los mandiles por
vestidos de marca, y las niñas, Laura Josefa y Antonia Luisa, las
amigas por la Playstation.
Y tuvieron paz, y dinero, y cultura, y
fueron felices en su urna de cristal ahumado.
¡Muy bueno, Juan!
ResponderEliminarEsa urna tenía que ser por fuerza de cristal ahumado.
Me ha encantado.
¡Muy bueno, Juan!
ResponderEliminarEsa urna tenía que ser por fuerza de cristal ahumado.
Me ha encantado.
Muy en tu línea, por desgracia estas cosas pasan.
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