juanitorisuelorente -

viernes, 18 de octubre de 2013

ESCISIÓN, 2ª parte (De "En cierto sentido")

(Imagen de la red)














.................................................................Me devano los sesos y pierdo mi tiempo. Recuerdo un sueño a mis catorce años. Ahondaré en él aunque haya olvidado sus orillas. Puede que deformado alcance forma. No hay sueño coherente pero éste me dejó pensativo un tiempo. No. Creo que olvidaré quién soy y me sumergiré en lo piélagos del pensamiento de alguien desconocido. No pierdo nada con intentar deslizarme por la corriente sin mover un solo remo.
Dejo correr la sangre y olvido. Presiento que creen que no me será difícil. La confianza da asco. Mis palabras han sido una muestra de amistad no correspondida pero así deberá ser para quién desnuda su pecho a una multitud que no puede ver. Da igual. Me centro en mi idea. E insisto.
No es ahora un paisaje inexistente, oscuro el que me atrae sino que imagino espacio, viento que sopla sin obstáculos salvo algún vaivén agradable, un lugar emblemático por los siglos pasados y venideros. Imagino grupos que se concentran en él para admirar y escuchar su historia descafeinada.



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El calor es como una losa que oprime. No vuela un solo pájaro. Quizá nos miren agazapados alacranes y serpientes.
Se eleva ante mí la Gran Pirámide.
El destello de sus perfectos planos de mármol pulido hoy son irregulares peldaños que no deslucen su majestuosidad. No me impresiona, ya he estado aquí otras veces. Baste decir que no soy un insigne sino un animoso y fantasioso egiptólogo. ¡Dios, si viese mi padre desde su tumba en qué dilapido su dinero! Pero tengo ante mí la mayor pregunta de la humanidad y la historia más absurda jamás contada. ¡Si supiesen lo que sé! Tuve claro desde niño que todos nadaban en la superficie y que ninguna teoría se alejaba lo suficiente. En una excursión de la universidad a mis diecisiete años, al ponerme por primera vez frente a ella, reconocí mi destino, el sentido de mi vida.
Admed me pone sobre aviso.
  • Es el momento, Sahib
  • No me llames así
  • Me gusta, Sahib – ríe mostrando sus dientes desajustados y amarillentos
La multitud se agolpa en la entrada para iniciar el ascenso. Varios guías intentan controlar a su grupo y entre los turistas hay una mujer de perfectas proporciones. Se llama María y esta mañana me deslicé por su piel suave y sudorosa. No tenemos una relación formal. Por ahora sólo exploramos nuestros secretos y saciamos nuestro ímpetu. Por su gesto al mirarme sé que no hay ningún problema. Todo va bien. Ha pasado una semana desde mi última entrada y vuelvo a temblar como la primera vez. Estoy cerca del final del laberinto. Sólo me quedan por explorar dos galerías. Creo que ésta semana será suficiente. ¿Qué habrá allá abajo? No puedo imaginar que nada. ¿Qué mente caprichosa crearía ese intrincado laberinto, cientos de metros, de ángulos en cada galería donde palpo piedra a piedra, buscando algún signo como el que hace casi un año me abrió la entrada a ésta maravilla? Un laberinto por el que circula el aire y aunque parezca increíble la luz en algún instante. Entramos. Me rezago del grupo admirando la pulcritud de los ajustes en la cámara de la Reina y el guardia trasero, mi buen amigo Hassán, se adelanta. Introduzco el ojo de mi anillo de oro en el ojo grabado, casi imperceptible, del sillar que apega al inicio del pasillo más bajo. Apoyamos Admed y yo, la espalda sobre él y en una rotación sobre su eje, rápida y perfecta, nos vuelve a pasar al interior mostrando al pasillo su otra cara gemela. El mecanismo es silencioso, rápido; son instantes y nadie percibe nada. Tenemos otra semana para salir, un poco antes de la entrada del grupo de turistas e integrarnos con ellos. “¡Hasta el próximo sábado, amigos, María, cariño, te quiero, un beso! - grito a nadie”. Admed ríe y tiembla. Encendemos las linternas y sé que trescientos escalones sin un solo rellano continúan donde muere la luz. Calculo que descienden a cuarenta metros y que los pasillos del laberinto (de tres metros de alto y uno de ancho, exactos en cada medición) ocupan toda la base de la pirámide. Es asombroso. No recuerdo ahora cuantas veces he bajado, sí que bajo confiado. Esto debe tener algún significado diabólico y no sólo el de proteger una tumba. Es tan simple, tan natural, tan lineal en sus giros y tan enrevesado que parece construido por mentes sobrenaturales.
Ésta semana al revisar los planos de los pasillos pateados reduciéndolos a escala, sentí un escalofrío al comprobar que forman la silueta de un rostro, que dos galerías mueren a pocos metros entre sí en una perpendicularidad perfecta formando los ojos, que partimos de lo que parece la boca y si es así poco o casi nada queda, quizá la barbilla, también la nariz, muy pocos metros para los ya recorridos. Admed parece un conejo asustado pero me sigue fiel. Está solo en este mundo y le quiero como a un hijo. El lo sabe. No necesito decírselo. Las linternas, al fin, alcanzan el final de la escalera y comienzan a dilatar su presencia en la gran sala circular y sus diez pasillos. Ocho hacia nada. Escrutados palmo a palmo, donde no asoma un solo signo, una sola grieta. Llegamos. La sala está plagada de signos que ya he copiado y esperan en mi oficina tiempo para dedicarme a ellos. Los resucito de nuevo para mis ojos porque no dejan de impresionarme.
Dejamos las mochilas en un rincón y cogemos lo indispensable: agua, bocadillos, una piqueta, pilas para las linternas, una pequeña cámara de fotos digital, una cinta métrica, mi libro de notas. Nos ponemos en marcha.
  • Decide tú, Admed – le digo
Seguí la luz de su linterna auscultando planos interminables. El aire es limpio y fresco. Inaudito. Ni un solo hueco, ni un resquicio en ningún bloque salvo alguno en el techo que el sol taladra en algún instante del día. Nada. Primero acostumbrábamos a recorrer sus cientos de metros algo a la ligera y cuando la desolación tropezaba frente a un muro regresábamos midiendo y acariciando las piedras como si fueran la piel de una mujer, acelerándose nuestra sangre ante cualquier resalte o hendidura. Cuento los pasos. Diez y giramos a la derecha, cinco y a la izquierda, veinte y un giro drástico, creo que debe ser la nariz. Nada nuevo. Exasperante. Tengo fe y eso mueve mis piernas. Estoy cerca del Olimpo para mi nombre. Deberán encender una hoguera y arrojar todos los libros sobre ésta pirámide y sus mentiras. Yo escribiré su historia, su sentido, impensable para un limitado y reciente hombre llamado Keops. Él fue un okupa y un aprovechado. Yo, en cierto sentido, tomaré el relevo. Admed se adelanta. Creo que ha visto algo. Falsa alarma. No, no, algo ocurre.
  • ¡Ven, corre, Sahib!
Su luz se expande por una nueva sala circular, algo más pequeña y cerrada. Calculo que de ocho metros de diámetro. Mi corazón acelerado sabía que aquí podía estar la respuesta. Las paredes de bloques forman la curva cada metro, bloques de al menos cuatro metros de altura. En el techo sólo una línea de unión entre dos bloques colosales. Ni un resquicio, ni una grieta y el aire fresco acaricia mi cara. Cruzamos nuestras linternas y observo en la cara de Admed sus ojos desorbitados y en su risa sus dientes nauseabundos. Me río con él. Parece el final de ésta pesadilla. Pasamos al interior y el suelo falla a mis pies aunque puedo agarrarme. Es un hueco en el suelo. En el ansia por descubrir algún signo en las paredes no iluminamos el suelo. El hueco es cuadrado, de no más de ochenta centímetros. Suerte que pisé el borde. Ilumino su interior y no veo nada.
  • ¡Admed!, ¿Admed?
¡En la sala no hay nadie! Me desespero gritando su nombre, aguzando el oído y no oigo respuesta, ni un quejido. Debo tranquilizarme pero mi corazón trota desbocado. Debo coger las riendas. No puedo ceder al primer infortunio. Ilumino el suelo y veo dos huecos abiertos de idénticas dimensiones. Por el que cayó Admed y del que logré salvarme caen en vertical más allá de la luz. Mi voz angustiada se pierde en ellos. ¡Pobre Admed! Son agujeros hacia lo desconocido, demasiado profundos para intentar explorarlos con éxito. El tercer agujero, ¡Dios, no tiene más de dos metros! En su fondo veo grabadas algunas figuras dentro de un círculo. No puedo creerlo. Me tumbo en el suelo y acerco la linterna. Son pequeñas y no las aprecio bien. Adivino un pájaro, un río, una escalera, no sé, no veo nada claro. La base del agujero parece firme y de dos metros podré salir con cierta facilidad. Suelto la mochila, sujeto con los dientes la linterna y me escurro por la pared. Tanteo. Esta firme, no hay duda. El círculo no tiene más de treinta centímetros de diámetro y parece serrado del resto. Tiene cuatro símbolos que no son ninguno los que había supuesto. Están esculpidos: el sol, una pirámide , la silueta de otra pirámide o una A mayúscula, no estoy seguro y ondas como si fueran olas, sí creo que es el mar, ¡qué simple o qué extraño significado! Nada que una mente simple no pueda entender o admirar por separado, sólo en su superficie, tal vez como la pirámide, nada de sus recónditas entrañas, nada. Todo está aquí enterrado, sumergido, esperando. La respuesta a demasiadas preguntas de la Humanidad. El círculo es como una llave o una trampa e induce a pisarlo. Pongo las manos sobre el borde y mis dos pies sobre él. Dudo. Pero al tercer amago suelto las manos. La piedra desciende unos centímetros. Mi corazón estalla. El suelo sigue firme. No noto nada. Oigo deslizarse en la sala un bloque de piedra y el sonido seco de un acople perfecto. Es todo. Nada más. No se cierra éste agujero atrapándome en su interior. Desde aquí miro la sala. Permanece incólume. ¿Qué ha ocurrido? Salto como un gato de éste agujero y me tiendo sobre el frío suelo de granito. Mi corazón bombea a toda máquina. El aire ha arreciado y limpia de mi cara las gotas de sudor y relaja algo el miedo que me atenaza. Abro los ojos. La linterna rocía de luz las paredes y nada ha cambiado o sí. La fijo al suelo y los dos agujeros están sellados, ¡pobre Admed! La puerta de acceso no se ha alterado ni observo ningún hueco nuevo en la sala, sin embargo, el viento es fuerte y salado. ¿Qué ha movido la piedra? Algo, estoy seguro, ¿pero qué? Me pongo en pié. Me sitúo con la referencia del único agujero abierto y mi corazón de nuevo en desbandada, ¡la puerta del pasillo se ha movido! Ilumino el interior del pasillo del laberinto y ahora es una rampa suave y descendente. Estoy agobiado. No sé qué hacer. Salto de nuevo al círculo para volverlo todo a su estado primitivo y no ocurre nada. La confusión me envuelve. No puedo recuperar mi mochila y si me aventuro por ésta puerta a lo desconocido no sé si podré regresar. Tengo tiempo pero no suficiente comida ni agua. Mi alma es la linterna, ¿qué haré sin ella? Analizo al milímetro los sillares y me pongo en camino resignado, ¿hacía qué?, ¿hacía donde? El techo desciende perfecto a la rampa. Tres por tres metros y las líneas son asombrosamente perfectas, los acoples milimétricos. Tengo miedo aunque pienso que aún respiro y podría estar muerto. Debería, entonces, enfrentarme a esto sin importarme lo que ocurra. Sea lo que sea. Sea lo que sea debería tomarlo como un regalo. Sin ningún temor. Jamás entenderé al ser humano y su miedo a todo. La vida es sólo un paseo para distraer el alma. El alma es inmortal. Somos, por tanto, inmortales. Los cuerpos son un lastre que dejamos a su suerte cuando ya no nos sirven. ¿Qué estupidez estoy diciendo?, me resisto a creerlo.
¡Eh!, ¿y esto, qué es esto?
¡Dios, parece el cristal de una luz empotrada en la roca!, no es cristal, parece plástico, muy duro a mi piqueta, metacrilato, más duro aún, ¿y dentro?, parecen los filamentos de una luz pero no veo cables, la concavidad no tiene ninguna entrada! Me recorre un escalofrío. Continúo. Hay una luz cada diez pasos. No sé lo que llevo recorrido, quizá sólo los primeros diez metros y me han parecido cientos. Contaré las luces y así lograré distraerme. Nada cambia. No hay ángulos ni curvas. No me sitúo. En el maletín está la brújula. Puedo estar bajo El Cairo o encaminándome al desierto, tal vez hacia el mar. El aire me parece salado, puede que hacia el mar. Lo más probable que hacia el secreto de una tumba a la vez que hacía mi propia tumba. No varían los grados de la pendiente, sí mi ansia por alcanzar el fin de este claustrofóbico pasillo. Pienso en María, ¿para qué?, jamás volveré a verla, jamás golpearé sus entrañas sellado a sus labios. Ella no puede ayudarme. Conoce el secreto y puede dar la voz de alarma pero no le he revelado en qué piedra está grabado el sello ni tampoco tiene el anillo. Este anillo fundido a la cerámica de un ánfora que compré en un mercado y rompió Admed sin querer en la oficina, que reconocí por casualidad en una de mis visitas diarias en el pasillo hacia la cámara de la Reina, grabado muy tenue en un ángulo de un sillar de las mismas dimensiones del anillo, que ajusté sin saber que activaba el mecanismo que hoy me tiene aquí, animoso y atrapado. Ya está hecho. No puedo volver. Cuento más de cincuenta luces y desisto. La luz se difumina y golpeo la linterna para apurar hasta el último instante. Aún me queda una carga en la bolsa. Camino un poco más pero estoy cansado. Son las ocho de la tarde y no he comido nada. No tengo hambre pero debo comer. Muerdo un bocadillo y apago la linterna. La oscuridad y el silencio es absoluto. Me siento. Aguzo el oído y no percibo nada. Así deberá ser la muerte, el alma vagando por una inmensa oscuridad, buscando desesperadamente la luz. Pero mi cuerpo se alimenta para continuar y al presente lo ilumina mi linterna, ¿hasta cuando? Elevo mi pensamiento al universo y me siento una estrella. Ilumino mi espacio oscuro. La veo confusa, lejana, sin nombre. ¡Mi nombre! La historia la cimientan los nombres, ¿quién recuerda una cara?, ¿qué importará mi cara tras rellenar mi foto las portadas en los periódicos la primera semana?, quizá ni eso. Será una noticia escueta, perdida en el interior: “Aficionado egiptólogo perdido en los confines de la Gran Pirámide junto a su secreto”. Deprimente, desolador. Estoy aquí atrapado hasta el cuello en mi locura y ya he provocado un muerto (¡perdóname, Admed!), pero ya no hay paso atrás. Debo tranquilizarme. Pienso. El aire que me acaricia gratamente debe tener alguna entrada del exterior, tal vez una gruta. No parece factible que sean conductos de ventilación a esta profundidad. Eso espero, porque está claro que este interminable pasadizo debe conducir hacia algo. Nadie construye esto para nada, lo ilumina para nada, ¿por qué estas luces no aparecen en el resto de la pirámide?, ¿qué misterio encierran? Continúo la marcha. Tengo fe y lucharé hasta el último aliento. Las luces continúan cada diez pasos y a riesgo de equivocarme creo haber pasado el centenar. Compruebo la pendiente y la calculo de un cinco por ciento por lo que estaré a cien metros de profundidad. Nada cambia y troto como un caballo desgarbado. Libero mi ansia y alejo mis temores. No me importan. No tienen sentido. Nada está en mi mano. Sólo puedo deslizarme por mi destino y esperar a ver qué ocurre. Miro el reloj. Son las seis de la mañana. Es mi segundo día y el paisaje no cambia. Un haz potente de luz ilumina un pozo sin fondo o una broma. Creo que esto va a continuar y apago la linterna. Decido ahorrar pilas. Camino ahora hacia nada. Flotan mis ojos en el aire, también imágenes en mi memoria, retazos de mi cabezonería, así soy desde niño; veo a algún psicólogo arrojando la toalla, a la hermosa Marta que abandoné con veinte frescos años, la madre de mi hijo de meses, hoy un mocetón de catorce años, ¿qué pensará de mí? Que soy un loco, seguro y desde ahí sumará adjetivos a cual más descorazonador. No tengo remedio. Lo merezco. Merezco esto. Lo he buscado hasta desollarme las manos y los sesos. Es la justa recompensa. Allá arriba la vida florece y yo me hundo en el pozo más oscuro. Tropiezo en la pared y enciendo la linterna. Creo que no voy a apagarla. Puede que haya alguna trampa y caiga en ella. Son las cinco de la tarde y sueño el fin de esto. La luz se atenúa. Corro un tramo gritando y mi eco se pierde en la lejanía. Nada cambia. Pienso en lo absurdo de todo esto. Calculo el tiempo transcurrido y que habré recorrido quince o veinte kilómetros, ¿hacia qué secreto lugar? No puede ser hacia una tumba. No es lógico, ni esta perfección en los planos de la piedra, ¿hacia qué extraño lugar conduce éste cordón umbilical de la pirámide? Algún soñador habla de la Atlántida como la madre del Egipto crepuscular. Yo no lo creo. La Atlántida es como Shangri-La, un oasis de nuestro deseo. No existen. Todos los conocimientos planean desde las estrellas. En la Tierra no hay maestros, sólo receptores, profesores más o menos avezados. La verdad está arriba, muy lejos. Aquí armamos un puzzle y faltan piezas. Así es imposible. Somos unos ilusos, yo me cuento además de llamarme gilipollas. Un avaricioso que no ha querido compartir su secreto.
Es terrible esta soledad. La luz se aleja de mí. Miro el reloj por última vez a las tres de la madrugada. Da igual. Aquí no hay sol ni luna, qué me importan ya el día o la noche. Mi vida se aleja de la luz. Paso otro foco y sigo casi a oscuras. El destello de la linterna es ya un guiño al futuro que me aguarda. Se apaga al fin. Continúo, no sé hacia donde ni para qué. ¿Tengo alguna esperanza? Aprieto mis dientes y afirmo mis pasos. No tengo hambre ni sed, tampoco comida ni agua. Despierto todos mis sentidos. Sólo el aire fresco y respirable, el tacto de mis pies y mis manos a la roca acarician este mundo que aún no he abandonado. Pasa el tiempo. Horas. Estoy cansado. Es el fin. ¡Dios, qué muerte me espera más oscura! Qué incongruencia, Señor, no creo en ti y siempre te nombran mis labios. No sé qué creo. Puede que te tenga como una mano tendida donde apoyar mi debilidad, como un refugio para mi miedo, porque tengo miedo, un miedo terrible a morirme y es a lo que me enfrento ahora.
¿Qué es eso?, ¡Dios, no puede ser, no puedo creerlo! ¡Un sonido nuevo entremezclado con el aire es música celestial para mis oídos, tenue como el soplido de una flauta, irregular como una corriente de agua! Mi corazón despierta y bombea a mis piernas que corren desmedidas. Percibo nuevas notas y un fuerte olor a árboles y a flores. Corro cientos de metros golpeándome con las paredes y cada paso acerco algo nuevo a mí. Noto, al fin, espacio, un plano a nivel para mis pies doloridos. ¿Dónde estoy? La oscuridad ciega mis ojos pero percibo un espacio abierto. Percibo ramas que se mueven y crujen con el aire. El suelo es resbaladizo, me arrodillo y lo palpo apartando un manto de hojas. Es liso como el mármol, con uniones casi imperceptibles. Tengo que situarme. Retrocedo mis pasos hacia la entrada y no doy con ella. Me abrazo a algo que parece una columna. Mis manos se escurren en ella, en sus perfectas hendiduras. Lanzo al cielo mi piqueta y no golpea nada. Puede que la haya lanzado a cinco o seis metros y la oigo caer a lo lejos. Al fin descubro la entrada y me sitúo. Camino en línea recta con mis manos extendidas y mis pies notan un resalte o hendidura en el suelo. La radiografían mis manos. Me describen un triángulo o una pirámide dentro de un círculo. Creo que me importa ahora encontrar una salida más que desnudar cualquier hipótesis. Me centro en mis pasos al frente y en los sonidos, que intento dar forma. No estoy loco si afirmo que percibo una cascada y nuevos sonidos extraños entre los movimientos de las ramas y las hojas. Sea lo que sea está cerca de mis manos y se mueve, tal vez por el aire. Me roza y me pincha hasta que logro cogerlo. Es el tallo de un rosal o de una zarza. Cojo la botella de agua vacía de la mochila y rozo un muro de zarzas y matojos. Quince o veinte metros que rozo tallo a tallo buscando algún hueco para cruzarlo. Nada. Es un trenzado infranqueable. Oigo correr el agua cerca pero no puedo acercarme a ella. Es terrible estar ciego con mis ojos abiertos. Retrocedo y a los dos lados de la entrada descubro y acaricio las paredes curvas revestidas de mármol. Está frío y reconforta mi cara. Cerca, a pocos metros, hay una hilera de columnas. ¡Qué misterioso y extraño lugar!, ¿qué misterio encierra? Es cruel estar aquí de esta manera, encandilado a la oscuridad y al silencio a la vez que a un paso de mi propia muerte. No me importaría morir si pudiera contar ésta hazaña, así de qué me sirve. ¡La Atlantida, La Atlantida! ¡La he encontrado! Yo la encontré. ¿De qué me sirve? Ni siquiera puedo verla. Es real. La tengo delante de mis ojos y no puedo verla. No podré enriquecer ni siquiera a mi alma. Moriría con placer. Lo juro.
Mis súplicas no caen en saco roto.
De pronto recuerdo que está mi cámara de fotos en la mochila y que el flash pueden ser mis ojos. Un instante de luz que los abra y los cierre para siempre.
La visión es maravillosa y desoladora.
Fotografío una ciudad vencida por el tiempo, abandonada a su suerte, al tiempo inclemente que no deja piedra sobre piedra. Veo a ráfagas una cascada de agua entre un muro inaccesible de zarzas y arbustos, cientos de columnas ahogadas entre ellos, alguna techumbre que aguanta. Nada que me reporte paz, ilusión, esperanza. Pulso, pulso la cámara hasta que su luz agoniza, entonces la arrojo a los arbustos con desesperación.
Estoy atrapado, es imposible cruzarlo y absurdo volver por mis pasos. Retiro lo dicho. No quiero morir. Haberla visto no merece una vida. Tengo un sudor frío. Mi estómago es una cavidad insurgente y redime mis fuerzas. Mi mente se hunde en sus piélagos. Me desespero. Abrazo mi piqueta e intento cruzar el bosque por las bravas. Desisto. Acuchillo mi piel con cientos de espinas de las zarzas. Creo que me acurrucaré en un rincón y esperaré paciente su llegada. Cojo mi bloc de notas y decido escribir a oscuras todo lo que recuerdo. No sirve de nada escribir para nadie pero lo hago para mí, para sentir, de nuevo, mis emociones y redimirme en ellas, cerrar los ojos lentamente recordándome, apoyando la cabeza en esta pared fría, terriblemente fría, deslizando mis manos sobre el papel hasta que caigan mis brazos. Quizá alguien lo encuentre. Otro descerebrado aventurero. Quizá vea la luz esto que escribo. Quizá algún día eleven mi nombre a la gloria. ¡Mi nombre!, ¡mi nombre!



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Podría ser. Lo pensaré. Quizá contrastando datos y extendiendo el inicio. No sé. Es tan terrible y absurdo. Es terrible enfrentarnos cara a cara con la vaguedad de nuestras ideas, de nuestros sueños, absurdo morir por ellas. Vivir y morir por nada.
Sabemos sólo lo que logramos entender aunque prendemos, disonantes, fuegos de artificio. ¿Quién somos?, ¿qué somos? Exploramos nuestro paisaje pateado y enseñamos lo que otros ya saben, ¿de qué preocuparnos?, ¿para qué estropear una bonita novela? La ignorancia nos reporta seguridad, la rutina sosiego. No se puede sufrir por lo que se ignora.
Les aburro.
Me enfrento a una nueva hoja en blanco y debería apostar por una nueva bifurcación. Una novela es una parte muy importante de mi vida para decidirme a la ligera. Bato la mente. Escisión de personajes. Amalgama compleja, variopinta.
Todo mío, nada aún de nadie.


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