Estás tendido sobre la cama. Oyes el
rumor de la lluvia en las chapas del porche y estás a punto de
confesarme que tampoco puedes dormir ésta noche, sin tener motivo,
aunque estás muy cansado. Ayer tuviste un día de trabajo duro y lo
normal es que duermas de un tirón hasta las siete de la mañana.
Pero no. Tu cabeza no ha parado de dar vueltas y
vueltas sin saber
por qué (sí lo sabes, sólo que no te desvelaba lo que tú querías)
creando un clima de nerviosismo que ha enfrentado como dos feroces
enemigos al ansia y al cansancio. Tu mujer ronca a tu lado. No te
molesta que ronque. O te has acostumbrado. Ronca a veces como si
hubiera tormenta. Y ésta noche que la lluvia ha arreciado a ratos
vas a decirme que te ha hecho gracia. Te reirás al confiarme que le
presionas los pechos cuando empieza a molestarte y eso la hace
callarse unos segundos para volver a arrancar mas bajito el ronroneo
(sabes que da igual darle con el codo en un costado pero sé que
quieres volver a mostrarme lo morboso que eres). Has apoyado la
cabeza en tus manos tras ver parpadear las dos con el rabillo del
ojo en el reloj de la mesita e intentado concentrar tu cabeza en algo
antes de despertarme. No es que no sepas lo que quieres, lo que
ocurre es que no puedes. Incluso me dirás que, para centrarte,
pensaste en algo que te ocurrió ayer. Eso sí lo tenías claro. En
el trabajo lo hiciste bien, como siempre. Hace tiempo que nadie
espera de ti otra cosa. Ya no dudas en nada de lo que haces, aunque
tengas días tontos como todo el mundo. Ayer no. Fue un día normal
como otros muchos. Demasiados. Un día que gritaste (a lo mejor con
razón) al chaval que no va a espabilarse por mucho que lo hagas. No
entiendes a la juventud. No es un caso aislado. Has tenido varios
ayudantes de su edad y con todos te ha pasado lo mismo. Cuando tú
eras joven…, le dices contándole esto o aquello… (pero de eso ya
no hay, Federico, tontos cono tú trabajando como burros por nada no
hay), y le explicas su fallo una y otra vez, y vas a contarme que
vuelve a equivocarse una y mil veces en lo mismo. También reconoces
que te hace gracia, y que te acorta el día, que da para contarlo y
así tienes conversación con tu mujer, conmigo, en el bar de Jose,
en la barbería donde sueles ir a afeitarte dos veces por semana.
Pero no era eso en lo que querías pensar aunque te haya servido para
barrer la cabeza de esa incómoda espiral de cosas indescifrables e
inútiles. Llevas un tiempo raro. Ya no te satisface lo que te
satisfacía antes. Lo sé aunque no me lo digas. Te has vuelto
reservado. Tu mujer también lo ha notado. La he oído reprochártelo
muchas veces. Que ya no hablas con ella de tus cosas, que estás
distraído, como ausente. Conmigo sí hablas y no te lo he dicho para
no herirte pero noto la envidia, o el rencor (no sé como llamarlo),
que te produce lo que yo hago que no es otra cosa que lo que tú has
deseado siempre. Nada es un camino de rosas, Federico. Te lo digo de
corazón. No hay peor cosa que ser una espora de uno mismo. Algo que
sólo usas cuando no tienes otra carta con la que quedarte. Yo lo he
asumido. Tú sé que no. Y ahí andas a la greña entre dos tierras.
También vas a decirme que tienes problemas, que algunos no pueden
confesarse. Yo los sé, Federico, ya sabes, aunque no me lo digas.
Pero si lo hicieras te serviría para desahogarte, para tener la
satisfacción de presumir de algún amigo (de los de verdad), además
de no tenerlo guardado todo y para nada (para joderte el alma, si
acaso). Ya sé que lo de Luisa no es un tema para contarlo. Con ella
has ido demasiado lejos. Un escape necesario, has pensado infinitas
veces para justificarlo. Un polvo puntual, todos los domingos por la
tarde, con la excusa de ir al ver el fútbol al bar de Jose. Y ha
ocurrido lo que no querías. Luisa te quiere. Se ha enamorado de ti
como una chiquilla. Yo creo que la soledad, que sabemos, la confunde.
Que tiene una edad en la que necesita agarrarse a algo. Has sido tú
como podría haber sido otro. Y te ama, cree, como no ha amado nunca
a nadie. Pero tú no quieres de ella más de lo que ya tienes. Y le
dices cosas bonitas, alientas su cariño, sólo para que siga
comiendo en tu mano. Es lógico que te sientas culpable. Y confuso.
Porque ahora quiere acaparar otros momentos de la semana y tu mujer
no es tonta. Algo tonta sí pero no tonta como a ti te haría falta.
No es mala mujer, me has dicho cien veces, también que el sexo le
apetece de tarde en tarde y la mayoría de las veces cuando no hay
más remedio (por lo cansino que te pones), que cuando no le duele
una pierna es otra cosa, que cuando no le duele nada corta por lo
sano y te dice por las claras que no porque no y basta. Pero no. Esa
sensación entre necesidad y culpa tampoco te tiene en vela ésta
noche. Tampoco la niña. La dichosa niña, la llamas. Una niña que
ha crecido demasiado rápido y le ha dado por ponerse novia como a
todo el mundo, que tiene una edad en la que se ha empeñado en
casarse, que ha concertado la fecha en la iglesia y en el salón de
bodas sin consultarte, dentro de nada, de unos meses, que tendrás
que ayudarla en todo lo que puedas, que sigues sin un duro, una
situación que te ha acompañado toda tu vida. Tu negocio da para
comer, para vivir bien y poco más. Para pagarte la casa, pequeña
pero mona, el Mondeo nuevo de fábrica, las vacaciones, quince días
en julio, a un pueblo u otro de la costa granadina. Permíteme que te
repita que no es un negocio el que tiene un solo pilar (el tuyo en
amenaza de derribo) que lo sustenta. Tú y el nene ese que no te
sirve para nada. Pierdes el tiempo en enseñarle, también te lo
digo. Toño cobra la semana y se pierde. Huye lejos del mundo que tú
crees normal. Los fines de semana engloban su mundo. Y los lunes
regresa resignado con el espíritu y la mentalidad, como mínimo, de
sus catorce años. Le aburre pensar de un día para otro. Mañana
Dios dirá, es uno de sus lemas, y el más sabio. Para qué malgastar
sus huesos por una ínfima paga y sin estar dado de alta en la
Seguridad Social. Así los oficios se pierden. Así el tuyo no
interesa a nadie. Nadie desea ser así albañil. Es un trabajo digno,
necesario, pero así los jóvenes sólo pasan por él como único
recurso o como trampolín para otras cosas. Qué ilusión les puede
dar verte chapuceando a tu edad, sudoroso, sucio, cediendo a los
caprichos de tantos y tantos abusadores. Un artista en tu trabajo y
un desastre en pedir lo que merece ese trabajo. La vida está muy
cara, ruges, los impuestos te comen, ya no te avisan más que los
cuatro clientes fijos de toda la vida, normal, y suerte tienes si te
avisa alguien, insistes en que hay muchas empresas que lo abaratan
todo, que te quedan tres días para jubilarte, que hace poco has
pagado la hipoteca de la casa, que estás tranquilo aunque ahora se
case la niña. Todo se arreglará, Fede, sueles decirme, de una
manera u otra. Y me repites como te casaste, sin un duro, sin
vivienda, enfrentado a tus padres porque sólo tenías veintiséis
años, y que para colmo elegiste a Maruja (por su físico y sus
maravillosos ojos verdes, me susurras cuando está cerca, para que no
te oiga y se deprima), una veinteañera que había logrado escapar
(con lo puesto) de un hogar caótico. Es gana de consolarte y lógico
que la niña que se te revuelva como una bicha cuando le cuentas esas
gilipolleces. Y te grita. Y grita a tu mujer. Y grita al mundo
(también al novio, a ese pobre chico…, Felipe). Y aquí estoy yo,
en medio de todo éste caos que es tu vida. Intentando remediar lo
irremediable. Intentando comprenderte para saber lo que no debo
hacer. Dándole un giro nuevo y esperanzador al resto de ti que ha
logrado salvarse, restos de algún sueño, algún deseo juvenil que
aún flota en tu mente. También como un amigo fiel, de los que ya no
quedan. Y no tienes bastante y ahora vas a pedirme que escriba. Un
deseo frustrado del instituto. Vas a despertarme para decírmelo. A
las tres de la madrugada. Dentro de un instante. Ya. En éste mismo
instante. No puedo creerlo. Deseo matarte (no, no es cierto). Son
las tres de la madrugada y estoy despierto, como tú (gracias a ti),
y me pides que escriba, argumentando que tienes ese deseo hibernado,
que ya no te satisfacen las cosas que te satisfacían antes, que
estás harto de todo, hasta de un tema del que no quieres hablar. Que
la niña ya no es una niña. Que tu tiempo en el trabajo se acaba y
algo tendrás que hacer cuando te jubiles. Que lo has pensado mucho y
decidido esto como un clavo ardiendo al que agarrarte. Y recurres a
mí. Tu álter ego conformista. Aquel, te recuerdo, que afronta el
trabajo (últimamente sólo en algún momento puntual) con la ilusión
de tus comienzos, afrontando los retos con seguridad y dinamismo, el
que hace el amor a Maruja con una pasión y fogosidad que ni en tu
mejores días, el que intenta acariciar a la niña entre sus
manotazos y le pregunta cosas que tú nunca serías capaz de
preguntarle. Me lo agradeces. No esperaba menos. Sin estridencias. Me
dices que a la imagen fabricada de tipo duro, de capricornio en
estado puro, no le va cierto sentimentalismo, cierta blandenguería.
Estás aquí para eso, me dices sin ningún atisbo de reflexión y
arrepentimiento. Te necesito, pero yo soy así, me gusta ser así,
¿entiendes?, te aceleras, incluso, dejándome las cosas claras.
Claro que te entiendo, Federico, dejémoslo, no tienes arreglo, le
espeto muy serio. Quiero que escribas un relato, comienzas a
desvelarme, un relato para un certamen, diez páginas como mínimo,
hasta veinte si te son necesarias; a los catorce, en el instituto,
escribía poemas y relatos cortos, ¿te acuerdas? Vagamente, le
digo, nunca lo has deseado realmente. Y sigue: Maruja escribe, ¿lo
sabías? Sí, claro que sí. Ayer estuve revolviendo su armario,
confiesa sin rubor, y leí sus cosas; lo hace bien, me he propuesto
ayudarla. Ya sé, continúa, que escribir es algo personal, que no
debe interferirse, pero está embarrancada en algo serio, un certamen
de Cabra del Santo Cristo, escribe en una agenda y he leído, al
menos, cuatro o cinco inicios tachados, más o menos extensos, de un
relato que debe tratar sobre una foto de Cerda y Rico, una foto que
está en el cajón de su mesita. Percibe mi cara de circunstancias e
intenta hacerme comprender: lo que intento explicarte es que
descubrir esto me ha hecho regresar al pasado, a aquella ilusión de
mis catorce años. Éste, mi primer relato, quiero que sea para ella;
quiero darle algo, Fede, nada de palabras vacías, de gruñidos y
malos modos, quiero darle algo autentico, algo que ella pueda
agradecerme ya que no quiere nada de mí, sólo dinero para la niña
y no hay, un poco, sí, pero no lo suficiente. Nunca has pensado en
ella, le recrimino, y ésta idea es absurda; no es por ella, no vas a
hacer esto por ella, tú nunca has hecho nada por nadie, utilizas a
la gente, y ahora que te sientes culpable buscas una excusa para
utilizarme a mí. Tienes razón, Fede, soy un hijo de puta, y tú lo
único bueno que tengo. Me da algo de pena, ya menos, pero qué
hacer. Al menos mientras esté presente puedo mitigar el daño
inconsciente que hace a la gente que quiere, a la gente que quiero.
Darle otro aire aunque pronto me patee al ostracismo. Me cuenta que
no puede dormir. Todo lo que he relatado antes. Luego calla. No tiene
más que decirme. Se acomoda. Se aleja. Noto que se abandona a mí.
Es como un pitido que despierta mi salida a la vida. No sé por
cuanto tiempo (¡la última vez hace tanto!) Unas horas. Unos días.
Tal vez mientras escriba el relato. Me levanto con ímpetu. Abro el
cajón de la mesita y cojo varias hojas dobladas por la mitad. Maruja
ronca. Ronca con fuerza y cuando vuelvo a acostarme deslizo un brazo
bajo las sábanas para abrazarla y presionar un pecho suavemente, con
ternura. No se despierta aunque no ronca durante unos instantes. No
quiero despertarla todavía y me centro en mi cometido. No me fío de
Federico. Desdoblo las hojas y miro la foto, leo los datos del
certamen, información sobre Sierra Mágina, de cortijos cercanos a
Cabra, algunas fotos de pequeño tamaño, algo borrosas, de Cerda y
Rico, algún dicho popular de entonces (me fijo en uno: “Haces la
visita del tío Miguel Rodríguez”, y me río pues me recuerda las
visitas de mi cuñado en la larga agonía de mi suegra). Me centro en
la foto, tema central del relato. Una foto de primeros del siglo
pasado. En un cortijo, en su habitación principal, al lado de la
chimenea. Ésta está apagada, presumiblemente es primavera, quizá
principios de verano. Plasma una escena familiar alrededor de una
visita, puede que habitual, simulando naturalidad cuando aquella foto
debió ser todo un acontecimiento. No parece tener nada de especial.
Sí como indudable muestra de la cultura y costumbres de ese lugar
en el tiempo, para cotejar la precaria vida que padecían con la
bonanza que disfrutamos hoy, a la vez que nos agobia. Me gusta la
foto. Su simpleza la hace grande, su aparente naturalidad logra que
mi mente cambie la cara a los personajes y fluya en mi memoria. Que
se aleje a mis seis o siete años. A un fin de semana que visité con
mis abuelos a mi tío José, por entonces capataz de un cortijo en el
que vivía con su familia. Un fin de semana que conviví con ellos.
Que jugué con mis primos por todos los rincones del cortijo, también
en la habitación principal, con una chimenea similar a la de la
foto. Continúa lloviendo. La lluvia tamborilea con intensidad en las
chapas de aluminio del porche. En la calle las ruedas de los coches
que pasan parecen chapotear en los charcos. Es como un fondo mágico
que ameniza el silencio nocturno, junto a los ronquidos de Maruja.
Empiezo a centrarme. Y a pensar. Noto ese estado que debe encontrar
un escritor (no sé si llamarme así) para construir sus versos.
Aunque aún no tengo la trama. Porque creo que no debe haberla.
Imagino que la chimenea es el decorado de un teatro, que mi mirada es
una más de cientos de miradas en una sala abarrotada de público,
mientras, ellos permanecen en su pose inmóvil esperando un gesto mío
para continuar con su vida, hablando lo que ellos quisieron hablar,
haciendo lo que en ese momento les apeteció hacer. Sería hermoso
poder bucear en el tiempo. No me parece justo dotarles de un nombre,
de una historia, de un léxico que no les corresponda; idear una
trama amable, rocambolesca, o dramática para avivar más el interés
y así tener alguna oportunidad (impensable en cualquier caso) en el
certamen. No lo haré. No inventaré la historia de estos personajes
(entrañables ya me parecen). Tampoco contar, como una historia
paralela, lo acontecido en aquella visita al cortijo de mi tío.
Aunque ocurrieron algunas cosas que merezcan ser contadas: el
espectro de una antigua dueña del cortijo y sus paseos por la
madrugada (yo no vi nada, lo juro), los motivos sentimentales de un
vecino para provocar una pelea a navaja con dos gitanos y la
mediación de mi tío y mi abuelo para solventarlo, el descubrir un
mundo nuevo, distinto para mí, hecho sólo a la masificación y el
asfalto. No. Creo que no. Debe ser su historia. La que ellos solo
sabrían contar, o relatar para ser contada. Para mí el pensar,
desde mi mirada lejana, que no me sería posible vivir de ese modo,
ser feliz de ese modo. Y pienso en mí, en qué tengo que me haga
sentirme más afortunado que ellos, en qué he logrado. Nada. Estoy
doblegado a lo que no quiero, a ser siervo de mí mismo, de un ser
amargo que no quiero ser, porque sé ser de otra manera, un flash que
acogen con entusiasmo los míos, por inusual, un rayo de luz que
sosiega a los clientes tras el calvario que soportan con su actitud
prepotente y arbitraria, la presumible sorpresa de Luisa al comprobar
(mientras dure mi estado) que no deseo nada con ella. No voy a
acostarme con ella aunque provoquen mi ansia sus pechos excesivos, su
físico agraciado. Prefiero a mi Maruja aunque ronque a mi lado,
ahora como una mula. Aunque su carne esté floja y dispersa, aunque
esté gorda, demasiado gorda. Abandonada, quizá, por mí culpa, sin
ser, en el fondo, culpable de nada. Y ahora escribe como un desahogo
lógico, inmersa en su soledad, atrapada en la edad y la monotonía.
Poco podré hacer para remediar una relación ruinosa. El amor está
muerto y enterrado. Lo he vivido preso en mi atalaya. Como mucho
celebraré su afecto, con suerte alguna relación sexual
satisfactoria, con toda seguridad sus gritos y reproches. Suerte que
de lo de Luisa aún no está enterada. No lo merece. Tampoco los
desaires de la niña, una presuntuosa que se cree el ombligo del
mundo. No la siento como mi hija. No fui yo quién la concibió, no
la he educado, salvo algunos días esporádicos, tal vez con suerte
como mañana. No puedo evitar estar melancólico, ni comenzar a
escribir lo que me ocurre aunque no sea importante. Escribo todo lo
que se me ocurre; lo que pienso, lo que siento, sin tener muy claro
qué ni por qué lo hago. Son casi las cuatro de la madrugada cuando
llego al punto en que me encuentro ahora. He escrito en el reverso de
las hojas fotocopiadas de Maruja, luego en los espacios en blanco
entre líneas, entre las fotografías de Cerdá y Rico. Aún me queda
espacio. Quiero llenarlo, no sé bien para qué. Maruja ronca. Yo
estoy sentado en la cama oyendo la lluvia, algo más débil, chupando
el bolígrafo para distraerme. Debería escribir sobre la foto. Pero
ya he dicho que no lo voy a hacer. Mañana es domingo. Federico suele
levantarse a las siete aunque sea domingo, despierta a Maruja y le
hace el amor si se deja, se asea rápido para ir al bar de Jose a por
el café y la copa de sol y sombra. Yo no. Bueno, sí. Despertaré a
Maruja (antes de las siete) y le haré el amor como siempre le he
hecho. Con una pasión y entrega que la hará dudar si soy yo
realmente. Luego hablaré con ella. Mostraré interés por sus cosas,
por su afición tardía a la escritura, su idea acerca del certamen
de Cabra del Santo Cristo, y sobre esa idea la ayudaré si ella
quiere, sea lo que sea, fabulando si le apetece. Pensar en ella me
arrebata. No puedo evitar abrazarla y presionar sus pechos, deslizar
mi mano a su pubis. Hace tiempo que no lo hago. Recuerdo que fue otra
madrugada de domingo. Para solucionar un tema. La pelea originada a
consecuencia de la compra del Mondeo, como siempre sin avisar y
disponiendo del dinero a su antojo. Mi recompensa fue profundamente
sexual. Un par de días de una complicidad maravillosa, además de un
viaje relámpago con el coche. Una familia feliz. Luego el Federico
de siempre. Nada que me agrade recordar. El regreso del orgullo, de
la prisa, de la amargura de vivir, la soledad, la presencia semanal
de Luisa como ansiada salvadora, y para los suyos la lejanía, la
apatía, el ambular por el desierto. Y estoy aquí de nuevo. Y estoy
empezando a excitarme. Maruja al fin se mueve. Estira sus huesos. Y
cede a mis caricias. La amo. Amo a ésta inmensa mujer. Y la deseo.
La deseo con todas mis fuerzas, con toda la presión de mis huesos.
Mis manos aprietan sus pechos. Me recreo en sus aureolas granulosas,
en sus pezones dormidos deseando como nunca que resurjan en mi boca.
Maruja gruñe sin llegar a despertarse. Noto que su cuerpo se
distiende y desciendo de nuevo a su sexo, sin prisa, anunciándole mi
llegada, formando círculos más y más pequeños, acosándola antes
de atacar, como a ella sé que le gusta, algo, le dice, que casi
nunca le hace aunque le gusta con locura, ese cosquilleo que la deja
muerta, a merced de mí, inmóvil, esperando que me acople para
iniciar su vaivén como un barco a la deriva en una tormenta. Cierro
los ojos. Es un momento mágico. Me abandono a su luz a pesar de la
hora intempestiva, a esa luz que ilumina de alegría tan pocos y
tantos retazos de mi vida. Que merece la pena por tan añorada. Por
tan soñada, por tan suplicada. De pronto el desastre. Lo escribo
ahora, a posteriori. Cuando ha pasado todo y he logrado calmarme. No
he podido reaccionar. Intentaba que se girase, que se pusiera boca
arriba para continuar con mis juegos preliminares al coito cuando
abrió los ojos. Me miró como a él, como a un monstruo. La rabia,
el odio anidaban en sus ojos. Codeó con fuerza mi cara para zafarse
de mí antes de gritarme: ¡Tú a mí ni me toques, olvídate de mí,
jamás vuelvas a tocarme! Volvió a girarse. Me dejó con el sabor
agridulce de la derrota, saboreando el regusto amargo de la sangre de
mis narices reventadas. No sé por qué le comenté lo del certamen
de Cabra. ¡Vete a la mierda, rugió como una bestia, no tienes
vergüenza, con Luisa, con mi mejor amiga, cerdo, no te lo perdonaré
nunca! Lloró y me partió el alma. Yo también lloré. Estaba allí
como escudo, como siempre, recibiendo los golpes, mientras él yacía
hibernado en su sueño dulce, cual inofensiva serpiente. Ya no lloro,
ahora intento pensar. Remediar lo irremediable. Sigo escribiendo
compulsivamente, como un dislate, todo lo ocurrido, todo lo que me
está ocurriendo. Son las cinco y media de la madrugada. Maruja
vuelve a roncar. Creo que ha dejado de llover. En las hojas no cabe
ni una sola línea. Debo acabar esto (no sé como llamarlo), añadir,
acaso, que mi sangre vuelve a gotear en las sábanas, y que, abatido,
la recojo en las hojas. Que goteo en la foto donde una familia de
apariencia normal refleja un instante de su vida normal, y que yo
miro con extraña atención cien años después, una foto que
impregno del color rojo, intenso de mi sangre, un fondo que parece
darle un aire crepuscular, como este nuevo amanecer para mí, un
nuevo amanecer que ahora ilumina un paisaje tétrico, desolador,
donde debo lograr (no me asusta, ya lo he hecho otras veces) que
vuelva la emoción, que en su larga huida vuelva a mirar aún sea de
reojo el amor, conciliar lo irreconciliable, ayudar en lo posible a
la niña, la niña…, esa niña…, mi hija... (Escribo sobre lo ya
escrito. Iré a buscar más hojas. Pienso. Ahora me toca a mí. No me
das miedo. Sólo el hecho de no poder estar viviendo la vida que
necesito y quiero. Necesito tiempo. Pero debo tener cuidado. Debo
idear un largo, extenso relato para Maruja. Escribir es lo único, lo
más sensato que en éste momento puedo hacer).
Una vida corriente, vulgar, bravucona, puesta frente a frente con su yo al desnudo. La amargura del tiempo mal aprovechado, la ausencia de afectos, la falta de sinceridad con uno mismo.....Me gusta.
ResponderEliminarJuan.... entiendo todo lo que dices, pasa en muchísimas parejas de años de casados....se aman pero llega el aburrimiento en el sexo, no hay atracción entre ellos...y de allí la mirada del hombre se dirige a una mujer de menos años para sentirse amado, ser joven otra vez.
ResponderEliminarLa mujer si se comportase como el hombre, salir a buscar o sin buscarlo le aparece alguien que le haga olvidar hasta de su nombre y de roncar jajjaaj....que pasaría..la mirarían con malos ojos...sería mal vista por ser mujer...alli está la diferencia.
En la época en que vivimos a muchas no les interesa, y creo que antes de vivir en pareja aburridos es mejor tirar la chancleta y terminar felices los últimos años de vida...mientras halla amor de por medio, no solo sexo.
¡¡ relato para reflexionar !!!
un beso desde Argentina