Hace
tiempo escribía en la orilla opuesta. Solía pensar en los demás,
en los sudores y sus resignaciones. Confiaba en la frescura del
oficio, en lo lógico por llegar, y nunca en la integridad como
milagro. Fueron años de labores cuidadas, y trasfondos distraídos.
De exprimir interiores, desoyendo otras explicaciones, esas que
intentaban justificar su ineficacia para seguir y seguir hasta el
infinito. La labor creativa, en cualquier ámbito, necesita aislarse
de lo superfluo, delegar todo lo que la circunda a otras personas. Y
confiar, o no, en ellas. Yo sí, yo confío. La confianza es como en
el amor, no puede haber amor si no hay confianza. Luego, claro,
viene, el tiempo sin solución. El mal de los confiados. Porque la
confianza suele preñarse del ausente.
Como
decía, escribía hace tiempo en la orilla opuesta, y tuvo que cruzar
a nado mi cuerpo cansado, secuestrado de horizontes, por un río de
ceniza. Y así, cantar la pérdida, exaltar lo que fuimos, los
instantes encendidos, no existe humanidad...para qué.
Ahora
escribo en mi propia orilla, cavando adentros, viendo volar cenizas
sin convulsiones, con la tristeza en gestos equívocos, desatado de
sangres diluidas, libre en plena oscuridad.
Vestido
de hoy, y mañanas por venir.
Ahora
escribo como si mucho comenzase, con puentes abiertos a recibir
nuncas de verdad.
Porque
la vida no termina nunca.
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