Ni siquiera cuando murió
Satu me sentí liberado de aquella sensación que me tuvo tanto
tiempo aletargado. Respiré, sí, como hago siempre.
No sé qué puedo
recordar de verle sumido en aquel ataúd, callado, insípido,
derrotado. No lloré ni me alegré, fue algo extraño. Muchas veces
quise que se muriera o matarlo con mis propias manos, otras, casi
siempre, sesteaba a su sombra ancha y alargada.
Satu era ese hijo del
que todos los padres hablan a boca llena adornando las palabras con
una rutilante luz de artificiosa esperanza y yo, el otro, ese que
rellena espacio sin mostrarse, porque para qué. Murió y mi padre
lloró y pataleó como nunca le había visto, a mi madre le dio un
ataque, a mi hermana – también tengo una hermana, la pequeña, se
llama Elo – ni fu ni fa. Ella estaba obcecada en su mundo, algo
maravilloso –suponía por el brillo siempre en su mirada – y que
no contaba a nadie, ni siquiera a mí que era en cierto modo su
desahogo. Total, que era mi hermano la imagen visible de esta familia
modelo que vagaba escondida a su influjo, que no necesitaba moverse
ni hablar, sólo estar sin estar, haciendo bulto. Murió y con él la
familia pero como no existía familia pues yo digo que no perdimos
nada. Nos quedamos como habíamos estado siempre, cada uno a su bola,
aunque mi padre perdió la compostura y se acentuó su apego a la
mala vida – las putas, la bebida y esas cosas - y mi madre a las
pastillas para estar gilipollas todo el día – no las necesitaba
para eso, la verdad - o mi hermana habitando a renta fija ese lugar
maravilloso o lo que sea que la tenía embobada. Seguía estando
solo, quizá más sólo que antes, puede que más solo que nunca
porque ya no tenía sombra, porque el sol me daba de lleno y no me
gustaba su descaro. Ahora se fijaban en mí y no sabía cómo
esconderme, ni de quién, ni para qué. ¿Qué podía hacer?, no
quería estudiar, ni trabajar (tampoco hacía falta), no quería
hacer nada, ni conocer a nadie, ni casarme; no me gustan las mujeres
ni los hombres, no sé qué me gusta, no me gusta nada que yo
recuerde ahora, bueno, sí, sobar y a lo mejor comer pero eso no sé
si tiene algo que ver con lo que estoy hablando, por cierto ¿de qué
estoy hablando? Sí, ya sé, creo que no exagero si digo que soy un
vago, un perro muerto, decía mi padre. Nunca he servido para nada
que yo sepa, a lo mejor porque no he hecho nada de lustre, tampoco me
lo he propuesto, imagino que todos tenemos un don aunque el mío,
así, con éste afán, no iba a averiguarlo nunca.
Y me puse a escribir.
Una rama que agarré cuando caía no sé adonde. Me pareció
interesante. Podría contar cosas sin tener cosas que contar, hablar
sin tener que mover los labios, rabiar o amar a gente sin tener que
enfrentarme a ella, fabricar actitudes o pisotearlas como a gusanos.
A lo mejor era un artista y no me había dado cuenta. Uno de esos.
A mi padre no le pareció
mal. “Ya que no mueve el cuerpo que mueva el brazo y la cabeza”,
dicen que dijo. Mi madre sé que no dijo nada y a mi hermana creo que
nadie le preguntó. Me sedujo la idea de ser inmortal, vamos,
escribir alguna cosilla para la gente, esa que anda por ahí, para
que me jalearan, formaran un corro y con las manos entrelazadas me
subieran para arriba, ¡ala!, un montón de veces gritando mi nombre,
Edu, Edu, porque me llamo Edu, que aún no lo había dicho. En casa
empezó a ser un acontecimiento y eso que no había escrito una sola
línea. Llamaron a un decorador, a los carpinteros, a los pintores, y
una habitación que teníamos para los juguetes rotos se convirtió
en un acogedor centro de trabajo con las paredes forradas de
estanterías de libros, una gran mesa de madera con las patas
labradas, un sillón, igual de ostentoso, como de presidente de algo,
además de decenas de paquetes de hojas, de recambios de tinta para
la impresora de un ordenador a estrenar, encendido, con la carpeta
Words pinchada y una hojita rosa colgando de la pantalla con un
lacito fucsia y la ocurrente frase: TE QUEREMOS a naranja fosforito.
El mundo tembló a mis pies, ¿para qué había dicho nada? Ahora era
yo la sombra donde querían cobijarse y yo sabía que eso no podía
ser porque yo no tenía sombra, mejor dicho, no tenía ninguna
intención de tenerla. Hay que joderse. La vida empuja y no hay freno
que la pare. Me senté allí y mi familia babeaba viendo mis amagos
con el teclado y a ello se sumó un señor, (le había visto otras
veces por casa acompañado de una señora rancia, su señora,
imagino) que aireaba con guiños ostensibles y ridículos una hoja.
Era un contrato para editar mi primera novela.
¿Pero qué novela?
Firmé, claro. Un mínimo
de cuatrocientas páginas en un máximo de seis meses. Nada de
animalitos que hablan, ciencia ficción ni sexo explícito. Daba
igual porque no tenía nada y podía tomar, salvo lo dicho, el camino
que me diera la gana. ¿Pero cual? Estaban expectantes y escribí: La
noche huía de nuevo haciéndose fuerte en las cañadas y en las
alcantarillas..., y los mandé a todos a hacer gárgaras, menos a mi
hermana que no hubo forma humana de echarla. Se había quedado
petrificada y me miraba muy rara. Estuvo impertérrita más de una
hora viendo mis mohines para concentrarme en algo sea lo que fuese.
Yo, la verdad, tenía ideas pero no sabía desarrollarlas. ¿Cómo
iba a hacerlo? No había viajado, no tenía amigos, no hablaba con
nadie, no leía, no veía la tele ni oía la radio, conocía de la
vida pocas facetas, mejor dicho, sólo una, mi vida insulsa y
circular. Casi no salía de nuestro palacete, total, ¿para qué?
Aquí tenía de todo aunque a mí no me gustara nada, bueno, la buena
mano de la cocinera que ya he dicho y las camas y los mullidos
sillones, claro. Tampoco podría contar cosas de mi hermano, que tuvo
una vida ajetreada y que no me había contado ni yo caí en
preguntarle. Una pena. El mal estaba hecho. Eché números, así por
encima, y necesitaba escribir dos hojas diarias. Al día siguiente
cuatro, para compensar este nefasto inicio donde todavía colgaba de
la pantalla el odioso papelito. Y para colmo Elo con principio de
sorna en su cara incitándome a arrearle una hostia. “La noche huía
de nuevo haciéndose fuerte en las cañadas y en las
alcantarillas...”, leía una y cien veces, ¡pero qué noche ni qué
niño muerto! Me levanté de aquel trono para un rey todavía sin
corona y me asomé a la ventana por si el paisaje me invitaba a
colocarle personajes y así moverlos en una u otra dirección. El
aire batía los cipreses de nuestro coqueto cementerio y parecían de
goma. Me cegué con ellos fijando la vista en la copa de alguno como
si viviese una tormenta en un barco pequeño, el yate de mi padre,
por ejemplo, aunque nunca lo había pisado, a lo mejor de pequeño
pero de eso no me acuerdo. Era lo que había logrado sin
proponérmelo, sumergirme en una tormenta estúpida y sin sentido,
yo, que vine a este mundo sólo a eso, a no hacer nada. Y es lo que
más me gusta, además. Escribir es un esfuerzo mental al que no
estaba acostumbrado, un sobreesfuerzo desmesurado para mi brazo
dorado, mi brazo derecho, solemne cuando elevaba esas maravillas que
prepara Tata, mi negra, a la boca, momentáneamente, ya sé, brioso
cuando me masturba una o dos veces diarias. No, no estaba dispuesto a
moverlo como si me hubiera dado un ataque. Bueno, no eran buenas las
prisas, piano, piano, que hasta un buen maestro necesitaba tomarse un
respiro. Elo se había sentado en mi mesa, había arrugado el
papelito y tecleaba, y a mí, el oírla, me estaba dando sueño. Eran
las doce de la mañana y a esta hora solía echar una cabezadita. Un
sillón, al lado mío, cumplía los mínimos requisitos y me recosté
en él dejando que Elo se divirtiera con el ordenador. Elo me
despertó sobre la una y media y me mostró quince hojas escritas
pero no quiso que las leyera. Cuando esté terminado, dijo. ¿Cuándo
esté terminado?, le grité, ¿pero cómo cuando esté terminado? Sí,
tonto, que yo lo haré. Y se giró dejándome con un palmo de
narices. Yo de escritor flaqueaba a pesar de todo el empeño que puse
y estaba como bloqueado y asustado en medio de un pantanal. Me había
metido en camisa de once varas. Cada puerta anda bien en su quicio y
cada uno en su oficio, oí por ahí. Que no, que no, que no había
manera y esto era, a todas luces, mi más aceptable salida. Elo era
soñadora, yo ni eso, o al menos si lo soy no me acuerdo, cerrada en
sí misma como una tumba, odiosa, un poco tonta, caprichosa, con una
sombra ridícula incapaz de cobijarme ni siquiera a mí pero sí un
inesperado negro para mi aciaga novela. Escribiera lo que escribiera
me daría mil vueltas y yo podría seguir haciendo mi trabajo, no se
rían, lo mío también era un trabajo que visto en un diccionario:
“Esfuerzo humano aplicado a la producción de riqueza”, que mejor
riqueza que uno mismo.
Y así fue creciendo mi
primera novela, día a día, como un hijo. Y yo la veía como un
padre, a cierta distancia, pero no por ello menos padre. Planteé un
riguroso plan de trabajo. El tema era el siguiente: les dije que
necesitaba a mi hermana, como secretaria, un sillón reclinatorio y
que a esta habitación no entrara ni Dios. Así pues y cumplidos mis
deseos, trabajaba sin descanso desde el desayuno a las once hasta la
merienda a la una y media y desde el café con pastas a las cinco
hasta la cena a las ocho. Era enternecedor, lo guardo en la retina
como una imagen entrañable: mi hermana sentada como un retaco en
aquel pedazo de sillón (estaba poco desarrollada para sus nueve
años) hojeando ese libraco y del que no se separaba nunca y
escribiendo sin descanso y sin pararse a pensar como si le estuvieran
soplando al oído, y yo tumbado en esa maravilla angular procurando
estar despierto el mayor tiempo posible, no por nada.
Me confié y la tarada
copiaba literalmente el primer librote de una saga de un tal Tolkien,
más de mil páginas que tuvo, tuve, listas para mi editor en menos
de dos meses.
Tuvo gracia. ¡Ah,
aquellos maravillosos años! No es que ahora me queje. La vida ha
sido permisiva conmigo a pesar de que las personas se mueren, esas
que nos rodean, que no parecen importarnos y su marcha es un vacío
irreparable porque nos damos cuenta que eran como un trocito de
nosotros mismos, incluido Satu, por qué no reconocerlo.
Murió mi madre, también
mi padre y Tata, mi negra, ¡joder!, y Felisa, una colombiana no
logra el punto a la comida ni de coña (todas las mañanas me
despierto malhumorado queriendo echarla); y mi hermana, ¡ah, mi
hermana!, mi hermana ha crecido y con ella todos sus defectos, sobre
todo la tontura porque es idiota hasta reventar de decirlo. Se ha
liado con un chino, sí, como lo oyen, y le ha dado por estudiar
chino, y al chino nuestro idioma. Han invertido los papeles. A menudo
me divierten y me hace falta. Ellos son lo único que tengo, lo único
de verdad porque de Fausto, mi administrador y de D. Anselmo, mi fiel
abogado, no me fío ni un pelo, y en cuanto a mi cocinera ni me la
recuerden.
Ya sé, ya sé que soy un
hurón, alguien extraño, solitario, un inadaptado en una palabra, a
lo mejor una pena de hombre pero me miro al espejo y me gusta lo que
veo. En serio. Vendí el jet, también el yate porque soy incapaz de
sacar mi culo de esta casa. Y sé que soy un inútil, un vago o lo
que ustedes quieran pero también, sin querer, que mi sombra es
inmensa, impuesta por las circunstancias pero una sombra agradable,
una sombra plácida y que no necesita mantenimiento, mover un músculo
si no es para comer, firmar cualquier papelote, para levantarme o
volver a acostarme. Una sombra que cubre a más de cien personas que
trabajan en mis tierras, más de una docena en el servicio, además
de a mi hermana y al chino ese. Hay que joderse.
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