juanitorisuelorente -

jueves, 19 de septiembre de 2013

PASAJE (De "En cierto sentido")


















La estación de Chinchilla, en el 78, una oscura noche invernal, a las once, ofrece la extraña magia de vivir consciente una realidad muerta.

  • “Un decorado de película” – piensa Javier - “de película de terror”, resopla, dudando si cruzar desde la estación de tren hasta un club, el único lugar abierto y apegado a la carretera, al otro lado de la aldea.
Lo hace. Da unos pasos y se gira a la estación. Ésta
tampoco invita a la retirada, solitaria, con el jefe de estación medio amodorrado en un cuartucho al calor de un brasero eléctrico como singular testigo de un paréntesis infame hasta el próximo tren, el de Javier a Murcia, a la una.

Está, pues, atrapado entre sus temores, propios de la edad y de su despegue forzoso y reciente del redil paterno, entre la duda y la curiosidad. Duda y curiosidad como ocasión fortuita, ocasión propicia para flirtear con algún sueño irreverente, con algún deseo, frustrado en dos o tres ocasiones por diferentes motivos, aunque su intención manifiesta, y eso mueve sus piernas cruzando aquel lugar desangelado, es calentar, alentar, enfatiza su yo faccioso, sus sentidos con una copa de coñac, placer heredado de su padre.
  • “Lo último que deseo es estar con una chica de esas. Lo tengo claro” - se anima y calma a su novia a la que ha besado un rato antes con pasión aprovechando un descuido de la familia en un paso subterráneo hacia el anden número tres en la estación Linares – Baeza.
Pocas y desperdigadas bombillas en las tres calles terrizas en ascenso hacia una loma eran aplastadas con estrépito por un ejército de sombras. Ni un hálito de vida, ni un leve resquicio de luz en las ventanas. En la carretera berrean un instante los motores de los vehículos y zigzaguean los faros en una curva.
Javier no tiene miedo pero cruza aquel espacio tiempo con creciente premiosidad, no asustado pero sí preparado para correr al mínimo ruido sospechoso. Crepitan las chinas en las suelas delatoras a pesar de su andar volátil y fuerzan su respiración contenida, su escalofrío expectante. Siente alivio al ver las luces intermitentes de colores al llegar a la última esquina. Es una casa de una planta de altura pintada de rojo y azul. Mira hacia atrás y la puerta de entrada a la estación de tren parece colgar al otro lado de un abismo.
  • “No hay marcha atrás” - piensa
  • - “Ni se te ocurra entrar ahí, Javi” - le dice su novia materializándose de forma contundente
Javier la escucha, como hace siempre y la entiende, por supuesto, pero no puede elegir, no hay otro sitio abierto y hace frío
  • “Calma, tonta, sólo quiero coñac”.
En la ladera de aquella loma se agudiza el relente de esta noche manchega vapuleado en mayor medida por los camiones que le acuchilla sin piedad la camisa de cuadros. Javier se estremece de frío a la vez que de deseo inconcreto, un deseo, cree, que podrá abrir sus ojos pero nunca mostrarse.
  • “Para eso tengo a mi Luisa” – se recuerda
  • “Para eso cuando te cases, tonto lila”, vocea el otro, harto de tanta miel en los labios.
Rod Steward gana nitidez en cada paso repitiendo su genuina pregunta sexual y le atruena al empujar la puerta azul ahogando el sonido cascabelero de una cortina casera de tapones de bebidas. Aún así una decena de pares de ojos se concentran un instante en su apocada anatomía para volver rápido a lo suyo, salvo cuatro o cinco mujeres que le miran con descaro. Seis clientes mantienen ésta noche el negocio, quizá demasiados para un antro de puterío decadente.
Javier, con un sentido relámpago, desnuda a las dos únicas chicas amoldables a sus floridos veinte años. Una está ocupada así que se acerca a la barra exigiendo a una morena flacucha y pecosa su faceta de camarera.
  • Hola guapo
  • Sólo quiero coñac
  • ¿Una copa o una botella?
  • Una copa, claro
Le muestra sin pudor, bajo unas gasas, un pecho exiguo y un peludo cobijo luctuoso, nada especial que altere lo más mínimo al Javier sedado con los magreos a Luisa en los permisos de la mili, una Luisa prominente y abundosa, dócil hasta un punto inexpugnable, ese tesoro para un conquistador paciente, pero sí insuflando inconsciente una palpable y frugal realidad al Javier que adolece, con desesperada resignación, calmado con medias tintas y verdades a medias.
Aboga por su integridad mientras la coñac le hierve la sangre, mientras mira a las otras que tienen edad de ser sus madres, a la otra joven, agraciada y guarrindonga, sentada en un congelador, con los pechos abatidos y las piernas abiertas apoyadas en la barra.
Los Bee Gees gallean Nigth Fever y Javier mira al infinito, a la vez que vacía la copa, entre el prolífico triangulo pecho - vaginal de la morena.
Tiene claro que no va a desvirgarse en aquel lugar infecto, ni con aquella chica que no disgrega su sangre, también que no va a desmembrar los mil duros recaudados en rutinario peregrinaje por los abuelos y las tías, que no coartará su ración de cerveza, tabaco y cubatas de las, como mínimo, dos próximas semanas por un polvo atropellado y simbiótico.
  • “Tu primer polvo, idiota” – vocea el otro
  • “Si ni siquiera estoy operado de la fimosis, capullo”
  • “Dicen que el coño de las putas es de gelatina, imbécil”- sigue galleando el otro desde lo hondo
La morena toma visos de diosa cuando apura la copa.
  • “Javi, ni se te ocurra, que no me tocas más ni un pelo” - ruge Luisa jugando su parte
  • - “Vale, mujer, vale, yo solo quería coñac”
Sale de allí rígido, como empujado por una fuerza arrolladora y liberado expele todo el aire retenido. El frío nocturno resbala en su pecho de acero, la rotunda oscuridad le parece un día azul, apoteósico. Respira hondo y agradecido. Ha vencido esa memez, esa ansia belicosa. Habría rociado a esa niña de nada porque nada podría darle, una porción de desechos de placer que siempre arroja a nada; habría fundido su desnudez a la de ella sin nada que ofrecerle, sin nada que robarle, una unión inane, despojos para el baúl abyecto de la memoria.
  • “Me revuelves las tripas, ¿Lo has probado para saberlo, marica de mierda?”
  • “La verdad es que es cierto. Sólo lo supongo”
  • ¿Quién va a enterarse, tontorrón?”
Javier otea aquel cementerio viviente antes de contestarse:
  • “Nadie, nadie”.
Las luces blancas y rojas de varios vehículos se entrecruzan en una recta larga en ascenso. Javier fija su mente en sus destellos sin pensar nada coherente. Luisa se ha diluido, son poco más de las once y media y si el Expreso Madrid – Murcia no viene con retraso aún le queda hora y media de desaliento, de encumbrar a los altares su soledad.
Revisa con calma el paisaje que las luces tenues no han fundido con el horizonte. Busca su sentido, el vínculo, la sintaxis para entender. Cambia su actitud y aquel lugar le parece un remanso necesario para algún especial estado de ánimo o deseo de vivir, sin pensar en su obligado nacimiento oligárquico, ¿por qué no plausible?, no en su caso pero puede que aceptable para el pensamiento de otros. Un lugar aletargado para una vida lenta y contemplativa, rodeado de sonidos de personas que viajan, que viven así en ninguna parte; un lugar, después de una vida de continuo ajetreo, que muchos quizá sueñen para morirse en paz.
  • “Para mí puede esperar”, ríe su mente abierta.
Un carril bordea los patios de las casas y parece bajar hasta la vía. Javier lo anda y en la bajada lo ve perderse en una negrura insolente. No le importa y sigue con caminar lento y firme, reptando con ojos de serpiente las juntas sin masa de las paredes de piedra, desgranando cualquier sonido sin preocuparle su significado. Las luces de las calles, insignificantes, le parecen ahora incluso molestas. La oscuridad puede ser hermosa, entrar a ella como a otro mundo, como sentirse flotando en un universo lejano. Son cúmulos que hieren al resplandor en cada calle y un inmenso océano de oscuridad que se expande al infinito. Javier penetra en ella y sale y se acerca a la vía y toca el raíl pulido y lanza trozos de granito al silencio y camina por las traviesas hacia la luz de la estación de tren como a un oasis en un desierto.
Salta al andén. El letrero se mece con el aire y chirría. Mira el reloj y abate su ánimo en alza. Se acerca al cristal del cuchitril y el jefe de estación está de espaldas y no mueve un músculo. Supone que tendrá algún despertador dispuesto, que el reloj de la rutina le hará saltar como un resorte diez minutos antes de cada llegada, aunque qué más eficaz que la bocina de un tren para abrir los ojos como platos. No era su problema. Bastante tiene con esta parada inútil en su vida, ahora que se inicia la escalada y te obligan a arrojar un año a la basura. Javier lo tiene asumido y sabe que no va a involucrarse.
  • “Todo lo que se vive cuenta, a pesar de todo” - anima su nueva faceta de militar indiferente.
Un banco de madera le invita a sentarse a pesar del frío punzante.
Está inmerso en una escena de su necesaria defensa a la Patria realizando su trabajo de albañil, reparando un viejo molino en el cuartel, cuatro meses en Cartagena si haber tocado un cetme, participado en unas maniobras ni hecho una guardia, sólo chapuceando y a veces en casa de algún jerifalte para alguna mísera propina o bocadillo. Rabia porque su precoz empresa de construcción es un bálsamo para la precaria economía familiar y allí tiene que hacerlo por nada.
  • “Siendo justo por doscientas pesetas de paga mensual, dos billetes nuevos de veinte duros que dan lástima cambiarlos”
Visto desde el lado positivo se siente un capricornio copioso de esfuerzo e ideas, atado a demasiadas obligaciones prematuras. Como una gota de agua en un océano de mediocridad
  • . “Sí, sí, mucho bla, bla, pero hombre sólo a medias”
  • “¿Crees que no soy capaz?”
  • “Claro que no eres capaz”
Se escurre de la punta de sus dedos su oscura sinfonía inclemente y retoma su mano Luisa, medio desnuda, con esa avalancha adiposa que precede a su mirada cristalina y que concentra en uno todos sus sentidos hasta el hartazgo más dulce y desabrido. Javier se ahoga en el pensamiento más reciente, un fin de semana inmenso, con exigido protagonismo para las bocas y las manos. Y saltando las reglas imagina que desciende a jirones a esa acanaladura negada a los ojos, forzando su tibia resistencia, sondeando lo insondable, hasta la disyuntiva, como siempre, de ver qué hacer con aquella emulsión galopante. Corre a un váter para atrapar el placer junto a toda esa amalgama viva que le ofrece su memoria, horadando en Luisa, al fin, ese muro de amarga existencia. Estalla y vuelve a sentirse vacío y engañado. La soledad de aquellos servicios en aquella solitaria estación acrecienta su soledad, acrecienta ese amargor que le roe por dentro y que asola esa mermada fracción de novio fiel y paciente.
Distiende el anhelo y regresa la morena pecosa como presa desvalida. Piensa en sus mustias flores de otoño, en ese vigor que necesita y que sólo él podría darle, un hombre joven, impetuoso, virgen, alguien que desdibujará un instante su vida maltratada. La morena se muestra y le ofrece su mano por un camino de luz a su lecho de rosas.
No puede negarse.
Ruge, entonces, su atrofiada e incrédula oscura esencia:
  • “Podrás recrearte, cabrón, después de pajearte, podrás estar empalmado más tiempo, follar con ella hasta que revientes”
El ansia codea obstáculos y eleva su gloria. Javier tiene la boca seca y no puede frenarla. Tampoco pensar. Sigue su instinto, como un cachorro a su madre, la estela de un deseo con forma de mujer definida, una mujer cercana, accesible y complaciente.
La estación de tren ha desaparecido. La aldea no existe. La carretera es una vía muerta. Sólo la casa roja y azul parpadea su reclamo en las faldas de la loma. Está frente a ella y la música es un ruido ininteligible. Entra decidido y tintinea la cortina de tapones de bebidas. Ve las mismas caras. Tres hombres apoyados en la barra se vuelven para seguir rápido a lo suyo. Aguza la vista en aquel ambiente discotequero y no ve a su morena pecosa. Presumiblemente la patrona, por la edad y por su oferta de monstruosa muestra, sin duda simbólica, se dirige a él:
  • Pasa, muchacho, Angelines se ha indispuesto pero ya sale. ¿Qué quieres tomar?
  • Coñac – grita acercándose a la barra
Se acerca a aquella oronda sesentona, al menos, que rebosa, además, una afabilidad relajante. Lo necesita.
  • ¿De donde eres, chico?
  • Soy de Jaén
  • ¿Capital?
  • No, de un pueblo
  • En Linares vive una prima de mi abuela
  • ¡Dios! – ríe Javier , pensando: “por lo menos tendrá cien años”
  • Llevamos años sin vernos..., mira, aquí está mi niña. Ven, pequeña que este joven desea conocerte, ¿tienes bien la tripita cariño?
Angelines se acerca a Javier haciendo mohines y con las manos aprieta su estómago. La mole se larga. Javier toma aire con fuerza para preguntarle:
  • ¿Te encuentras mal?
  • Tengo diarrea, no es nada. Creo que se ha cortado
Tiene una voz leve, infantil que la hace aún más frágil.
  • Qué...
  • Dos mil, dos mil quinientas si es completo
  • ¿Completo?
  • Si te la chupo, ya sabes
Javier se queda mudo pero algo en él mueve los rotores de sus piernas. La sigue tras una cortina alejándose de aquella música histriónica. La patrona grita su atención:
  • Págame la copa, muchacho
Javier retrocede rebuscando ciento cincuenta pesetas en la cartera de las monedas.
  • Son doscientas
Paga, qué remedio y la copa ni la ha olido. Fija la mirada en la cortina, en Angelines que la mantiene descorrida esperándole. Sube tras ella una escalera atestada de cajas de botellas vacías. No deja de mirarla, embobado en la inquietud de su carne, con estupor en el nerviosismo exagerado de sus gestos.
  • Eres muy joven – murmura Javier
  • Tengo veinte años
  • ¿Por qué haces esto?
  • Necesito el dinero
Llegan a un pasillo iluminado por dos luces rojas. Hay cuatro puertas. Angelines le señala una.
  • Espérame un segundo. Tengo que ir al servicio. Perdona
Javier abre la puerta y desnuda un antro tétrico. Un paraíso de instantes, le parece, y a la vez un dispensario para el desfogue más frío y repelente.
Angelines regresa con síntomas evidentes de agotamiento.
  • Lo dejamos si quieres – le dice Javier
  • No, no, ha pasado, podemos hacerlo
  • ¿Algo te ha sentado mal?
  • Sí, un viejo baboso
Cierra la puerta y arroja las gasas sobre una silla. Está completamente desnuda y se tiende despatarrada sobre la cama. A Javier le parece como una niña, débil, con un denostado cariño, abatido tras esa frágil máscara. No le impresiona su sexo dispuesto, al contrario, siente vergüenza por ella, un enorme sentimiento de culpa.
  • ¿A qué esperas?, desnúdate, vamos
Javier le muestra su desnudez animosa. Ha llegado hasta aquí y tiempo habrá si debe arrepentirse. Desciende a ella pero Angelines salta de la cama como un gato.
  • Lo siento, lo siento, no puedo, me cago, no te vayas, llamo a Lourdes, si quieres, la chica es joven, te gustará...
  • No, yo...
Se queda solo, de nuevo, en aquel antro cenagoso, virgen y con opción de retirada. No va a hacerlo con esa Lourdes voluptuosa y guarrilla ni se hundiría en el regazo de alguna de esas supervivientes de la última guerra. Siente vergüenza de estar allí, pena por esa niña que ha insultado a la vida cerrando todas sus puertas, puertas de luz natural y no de este rojo intenso y repugnante, rojo de vida superficial y anhelosa, reducto de almas repudiadas, abandonadas a su suerte.
Le ha tomado aprecio sin conocerla, se ha colado en su subconsciente, de puntillas, y se hace sitio en el trastero del recuerdo, sabe que la recordará siempre como algo que no fue aunque con ella no le hubiese importado, sabe que rezará un tiempo para que ese frágil ángel sólo se deje penetrar por el sentido y la cordura.
Juró que jamás, aún mereciendo sus respetos, se acostaría con una puta, que no daría chance al destino para que ideara nuevas situaciones rocambolescas para evitarlo.
Sale de allí triste y alegre, doblegando sin resistencia, abatido, a un rincón perdido, su lado oscuro, apurando la copa de coñac hasta su última gota, respirando el aire nocturno, de nuevo, libre, sin remordimiento ni ataduras.
Regresa a la estación de tren a las doce y cuarto. El aire insolente es una brisa calmosa y respirable. No le importa molestar al jefe de estación y recoger su macuto. Se despoja de su ropa civil en los servicios y se ajusta la militar, apretándose la gorra, sacando del desorden un libro, “Soledades” de Machado para matar el tiempo.
A la una y media la bocina anuncia la inminente llegada del Expreso. Su presencia desvela unos minutos aquel paraje somnoliento. Nadie desciende y Javier sube con ímpetu para alejarse de éste lugar olvidable.
Un lugar, sin embargo, propietario de por vida de un cuchitril secreto en la memoria.



1 comentario:

  1. Me ha impactado, cuantos secretos, sueños, emociones, vivencias, incluso desengaños se pueden dar en el ser humano.
    Como cambian los tiempos, o tal vez somos nosotros los humanos los que cambiamos. O en el fondo no ha cambiado nada.
    Un placer leerte Juan.
    Un abrazo.

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