Ignacio Fernández se ha muerto sin
darse cuenta, o sí, pero se ha hecho el loco.
Ha ocurrido ésta mañana cuando se
dirigía al tejar con su Mobylette, puntual como un reloj, después
de tomarse el café y la copa de pacharán en el bar de Ángel.
Un coche le arrolló antes de llegar al
cruce y yace irreconocible en la cuneta, tanto que no quiere ni
mirarse, ni tampoco esperar a ver las caras de los conocidos que
llegan en tropel a intentar reanimarle.
Nunca ha llegado tarde al trabajo y se
marcha para
estar en su puesto un poco antes de las siete, hoy algo
más justito que otros días.
José, el encargado, no le ve en el
grupo, y con la explanada tras él atestada de camiones, ruge como un
león maldiciendo su nombre. De todos modos le conoce bien y sabe que
algo gordo debe haberle pasado. Nunca falta y se ofrece a menudo para
los días de fiesta. Entonces pregunta por si alguno conoce el motivo
y alguien responde diciendo que ha visto la moto parada en el bar a
las seis y media como todas las mañanas.
José maldice sin parar y señala a un
chico melenudo para que ocupe su puesto mientras Ignacio se
desgañita intentando explicar a unos y otros lo que le ha pasado
sin que ninguno parezca escucharle.
La gente se reparte y Ignacio, abatido,
sigue a José a todas partes oyendo su voz enérgica hasta que cada
uno se acopla al puesto, dando unas zancadas enormes para intentar ir
a su paso, estremeciéndole como arrea sin piedad a algún novato,
cómo guiña el ojo a algún pelota, como mira con mala cara a alguno
de los que integran su lista negra.
El tejar ha arrancado su engranaje y
comienza a desperezarse.
Suben a la oficina y Ignacio nunca le
ha visto así, desde tan alto a ésta hora temprana. Está en el
descanso de la escalera dispuesto a entrar tras José a ver al jefazo
y no le gusta. Prefiere estar dándole corros a Luis sin parar para
quitar de en medio al primer camión antes de la ocho y luego fumarse
un cigarro con una calma infinita. El trabajo cunde más con la
fresca y el café y el pacharán ayudan. Después sabe que el sol te
hunde como un guiñapo aunque el ritmo cansino nunca se pierde.
Hoy, en cambio, está aquí en la
oficina a las siete de la mañana frente al jefe, ese ogro que todos
temen, y puede permitirse soltarle cuatro frescas. Está gordo, sabe,
de la sudor de ellos, claro que también entiende que alguien tiene
que estar ahí sentado, que todo el mundo no sirve. Hay que ser un
cerdo para pagarles esa miseria, para tenerles a más de la mitad sin
dar de alta en la Seguridad Social, para tener la explanada con más
de medio metro de polvo y con el personal asfixiado, al tiempo que un
genio para vivir sin dar golpe.
De todos modos con él no ha tenido
nunca problemas y las dos o tres veces que ha subido aquí ha sido
para pedir lo suyo. Solía preguntar y cuando en otros tejares subían
alguna pesetilla las toneladas y los paquetillos pues para eso le dio
Dios la boca, para pedirlo, y si no, como ocurrió una vez que se
negaba a dárselo, le dijo que ahí tenía el tejar para él, que con
lo suyo no iba a comprarse más pisos ni Mercedes, que lo que le
diera a los otros le daba igual, que a él le apañara, que no iba a
contar lo suyo a nadie.
Están hablando del orden de carga y de
que el alambre que corta los ladrillos en la máquina se parte
demasiado a menudo frenando la cadena mientras Ignacio se distrae
mirando varias fotos aéreas de la ciudad cotejando su cambio en el
tiempo.
Suena el teléfono.
El jefazo cambia de color contestando a
la llamada y tartamudea:
- ¿Qué?, ¿cómo?, ¿no es posible?
Cuelga y le dice a José en tono grave:
- Ignacio ha muerto. Le ha matado un coche en el cruce y se ha dado a la fuga
José suda y se sienta. Ignacio se
acerca a palmearles el hombro.
- ¿Qué se ha dado a la fuga? – repite Ignacio pensativo - ¿Pero cómo que se ha dado a la fuga?, ¿el hijo de Manolo se ha dado a la fuga?, es buen muchacho, no puedo creerlo, le conozco bien
José balbucea con la cabeza hundida
entre sus piernas.
- Voy a bajar a decírselo a los muchachos
Se levanta para irse y el jefe le
frena.
- No, espera, es mejor que no lo sepan todavía. Deja que trabajen un rato con alegría
José asiente y sale. Ignacio se
sumerge un instante en las fotos aéreas buscando el solar donde se
asienta su casa, la de su suegra todavía, cuando ve al jefazo
tirarse al teléfono como un oso.
- Se ha matado uno – le dice a alguien – Ignacio, sí, Fernández, ¿le conoces?, sí, ese que no pelaba nunca la mona, el que se acostó con su hermana de chico y le pega a la mujer, ese, ese. Bueno, ya sabes, tienes que darle de alta, ¿eh?, sí, con fecha de ayer. No me falles
Ignacio se acerca a increparle.
- ¿Pero cómo que le pego a mi mujer?, será que le arreo alguna cuando ya estoy hinchado a hostias, y lo de mi hermana…, que conste que estaba borracho cuando lo de mi hermana…¿y lo de beber?, quién no lo haría con el panorama que tengo. En mi lugar quisiera yo verle, que con el dinero que usted tiene la vida no es la misma, que todo se ve de color de rosa, ¿no?
El jefazo respira hondo y saca del
cajón un Farias. A Ignacio le da asco ver su aire prepotente y
decide irse. Para qué recriminarle que lo tuviera sin seguro, para
qué amenazar con denunciarlo, esto está por todas partes a la orden
del día, hay temas que no tienen solución, hay personas que no
tienen remedio, los tejares no tienen remedio. Pero se ha metido en
su vida privada y eso no se lo consiente.
- Pero todo no lo puede el dinero, ¿verdad, cornudo? Lo digo por lo de su mujer con el notario ese, porque todos sabemos que tiene que agacharse cuando pasa por las puertas, que ha tenido que hacerle dos agujeros al techo del coche, ¡Eh, toro!, y ese es un peso que yo no tengo
Ignacio se ha quedado a gusto y se va.
A éstos no hay mejor cosa que decirles las cosas a la cara, que no
se crean mejores por estar sentados en esos sillones en lugar de
sudar en la era y tener buenas barrigas.
Baja y da una vuelta a la nave antes de
ir al tajo en la solanera. Hoy quiere disfrutar el día, sabe que no
es igual que todos los días de todos estos años, demasiados años,
y no quiere preguntarse todavía el porqué.
Se acerca a la trituradora y saluda a
Olías, el maquinista. No le devuelve el saludo, está atento a su
trabajo, a cualquier avatar de las máquinas, además de estar
también subido a la parra por creerse imprescindible. Ignacio sonríe
y le llama infeliz. En su largo periplo ha visto subido en el banco a
más de uno, y recuerda a Fermín, un buen amigo también de los
bares, un maquinista cojonudo que perdió el brazo derecho en un
descuido.
El barro se sumerge en las
profundidades de la máquina hasta tomar forma en la boquilla de
hueco triple. El alambre lo corta con un golpe seco y firme, con una
cadencia y contundencia incansable.
Mira a los tres zagales, y a otro que
viene de camino, que dan avío a la maquina, delgados como escarpias,
ennegrecidos, con un pantalón corto y unas sandalias como única
vestimenta además del cigarro que no se les cae de la boca. Sigue
sus movimientos rítmicos colocando los corros en las vagonetas, no
perdiendo comba, arrancando el motor de sus pulmones para empujarlas
y descargarlas en los rejales de la era sin descuidarse para regresar
a tiempo.
Hay un zagal nuevo y José, que está
cerca, no le quita ojo. Cuando ve que se retrasa le grita y el
chavalín empuja casi descompuesto una vagoneta más alta que él.
Pone fe y eso le vale. Aquí no hay lugar para los muermos ni los
picha flojas, sentencia Ignacio para quién quiera oírle pero el
ruido es ensordecedor y ninguno se da cuenta.
Alguien grita.
El zagal nuevo se ha escurrido. La
vagoneta se ha desnivelado, ha hecho un giro extraño y se le ha
caído encima. Le ha pillado la pierna y el chico grita como un
poseído. Ignacio corre a ayudar pero ya está allí José y los
otros zagales que han parado la máquina. No parece muy grave, tiene
una raja en el muslo y quizá necesite que le cosan en el hospital.
José está muy nervioso, tienen la gente justa y debe pensar rápido
para que no se amontone la faena. Manda a los zagales a la máquina y
llama a uno de los que están sacando ladrillos del horno. Un chico
rubio, seco como un alambre, no puede creerlo. Le dice al encargado
que está liado desde las cinco de la mañana, que lo suyo es sacar
sus dos paredes y salir pitando, que esa es su tarea, que qué tiene
él que ver con la máquina. José se cabrea y le dice que eso es lo
que hay, que tiene que joderse. ¿Por qué yo?, sigue reclamando el
rubio. José no le escucha y llama a Olías para que le ayude a
llevar al chico al coche para ir al hospital. Lo tiene aparcado
debajo de la oficina, al lado de un Mercedes que sobresale del
garaje, y cuando le han acomodado en el asiento trasero le dice a
Olías que se marche a su puesto y que se encargue de todo mientras
él vuelve. Olías sonríe para muy adentro, hincha la barriga y
camina erguido hacia la nave mirándolos a todos desde un poquito más
alto. Ignacio no pierde detalle, le da una pena infinita este hombre,
también el chico y se acerca animarle, sin perder ojo a José que
sube corriendo a la oficina y baja unos papeles para que el chico los
firme. Son los mismos papeles en blanco que firmó Ignacio, hace
años, cuando llegó aquí y supone ahora que es lo que firman todos.
“Esto es peor que la selva, nos tratan como a animales”, gruñe
viendo al coche alejarse.
Vuelve su mirada a abarcarlo todo. Hoy
el aire está en huelga y le parece que va a hacer un calor de
escándalo aunque él aún no lo nota. Pasea la mirada por éste
lugar al que ha dedicado buena parte de su vida, más de veinte años
en los que sólo pensó en trabajar, “es el único tejar que he
pisado”, expone con orgullo. Aquí reventaba, se dejaba la salud
para resarcirla algo cada tarde con las tres botellas de cerveza con
tapas de avellanas o pipas en el bar de Ángel antes de pensar en
buscar la cena. Entonces se le acerca levemente la imagen de su
Francisca, una Francisca joven y tierna que pronto sucumbe ante la
verdadera, gruñona y agresiva, y la diluye sacudiendo la cabeza como
un chucho, y fija la mirada en Martín, el hornero, un buen hombre a
punto de jubilarse, colega de algunos buenos ratos, que pasea la
carretilla de carbón y la reparte por las boquillas. Está negro
como un congoleño salvo los ojos que le delatan e Ignacio se mea de
verle. Al pasar por el horno de camino a la explanada le levanta el
brazo saludándole y Martín le vocea algo que no entiende. Sube al
horno a preguntarle.
Desde que pisa la escalera se da cuenta
que esto es otro mundo. Nada que se parezca a lo suyo, ni al trabajo
de los zagales; esto es peor, si es que peor se puede. Y es que al
calor generalizado sumado al que expulsan las boquillas al abrirse
se une el polvo que expele el carbón cuando se remueve, sin olvidar
la cubierta de chapa de uralita a poca altura que multiplica el calor
del sol y te fríe como una boga, no, nunca le ha gustado éste
trabajo y tuvo ocasión, lo pensó porque lo pagan bien y se trabaja
menos, pero no, dijo que no y no se arrepiente. Hay demasiados
jubilados prematuros con los pulmones negros como el suelo que pisa
ahora, piensa mientras busca a Martín con la mirada. Vuelve a
reírse sin querer de verle negro como un tizón. Martín está
gordo, éste ambiente parece afectarle poco y fuma como un carretero
además, eso sí lo sabe de sobra, de beber como un cosaco.
Martín, al notar su presencia, se
acerca.
- Que no te he oído con el ruido de las máquinas, ¿qué me decías? – le grita Ignacio
- Nada, hombre, que pareces el encargado dando vueltas de un lado para otro, ¿es que te pasa algo?
- No sé, Martín, que creo que me he muerto – le confiesa bajando la cabeza
- Tú y tus bromas. No tiene gracia. ¿Es que te has colado con el pacharán?
- No, Martín, y no te rías, ha pasado muy rápido, ha sido el hijo de Manolo el que me ha matado con el coche
No se le nota pero a Martín, debajo de
la máscara de carbón, se le ha puesto la cara roja como un tomate y
le entra un escalofrío desde los pies para arriba que le deja los
pelos de punta.
- ¿Pero cómo que estás muerto, hombre, cómo vas a estar muerto si estás aquí..., cómo vas a estar muerto si puedo verte? – espurrea como una moto
- Y yo que sé, Martín, yo de éstas cosas no entiendo
Martín recela.
- ¿No habrás venido a llevarme a mí también? – pregunta a la vez que comienza a alejarse
- ¿Yo, adonde?..., pero..., espera, amigo
Martín, en dos zancadas, se ha puesto
en un extremo del horno y agarra una pala como escudo. Ignacio no
entiende una reacción tan absurda y se baja de allí maldiciendo a
todo santurrón que le viene a la boca. Empieza a pensar que a lo
mejor está muerto, pero muerto muerto, que puede que tengan razón,
que no es normal esto que le pasa y si no “¿por qué no estoy
dándole corros a Luis?”, se pregunta a la vez que mira por si su
Mobylette está aparcada junto a las otras. “¿Y si estoy muerto
cómo es que estoy aquí?”, repite la pregunta de Martín con ánimo
para hundirse al volver a recordar su cara de canguelo, aunque
resurge: “A lo mejor es que soy un muerto de otra manera”.
Cree que lo mejor es ver a Luis y
dejarse de chácharas. A él le conoce como a nadie y siempre se
dicen las verdades a la cara. Si está muerto seguro que se lo dirá
sin ningún reparo y se quedará tan pancho. Luis es un caso perdido
y se divierte mucho con él. Se dicen que es como si estuvieran
casados porque pasan más tiempo juntos que con sus mujeres. “Sólo
nos falta echar un polvo”, le dice Luis a menudo. “¿Y por
donde?”, le responde siempre Ignacio con cara de bobo. “¿Por
donde va a ser, maricón?”, contesta y ríen a boca llena la zafia
broma arrancando la mueca de algún zagal.
Hoy le parece que está algo serio.
Ignacio se acerca y como le conoce sabe que no está a gusto con el
melenudo aunque tiene un tic risueño de verle de polvo hasta las
orejas. En éste trabajo hay que sacudir el polvo de los ladrillos al
tiempo de darlos o no moverlo para nada, jamás airearlo y el chico,
que está pegado, tiene una nube perpetua en la cara.
Ponen las últimas paredes al tráiler
y siente una envidia enorme de verles, pero envidia sana, de esa que
no escuece. Se acerca a Luis y le habla, “ya estoy aquí, mamón”,
pero parece estar en Babia. Tampoco la otra pareja, Salvador y Paco,
le hacen mucho caso, ni el melenudo, aunque éste le importa menos.
De un salto sube al camión y les estorba y ni por esas. Les grita,
intenta que entren en razón y no encuentra manera. Luis tiene los
ojos perdidos en alguna parte y la boca cerrada a cal y canto.
Ignacio se lamenta, comienza a lamentar estar muerto, “si no puedo
alternar con Luis no quiero estar así, no es justo”. Se sienta a
mirarles, al chico con los ojos hinchados por el polvo, hasta que se
harta. No está acostumbrado a mirar y le bulle la sangre pero se
resigna, hoy sabe que debe tomárselo así y esperar a ver qué
pasará mañana. No sabe qué hacer ni adonde ir. Tenía los pasos
pillados al día, todas las horas cubiertas, menos el rato en casa
que es una lotería, y ahora que supone que serán las ocho y con
todo el día por delante está descolocado. Piensa con presión: ir a
su casa ni de coña que bastante tiene con el rato de antes de
dormirse, y tampoco está acostumbrado a tomarse una “fresquita”
tan temprano, ni va a quedarse a verles trabajar como si fuera un
perro muerto. Habrá otras cosas, supone sin ninguna convicción.
“¿Y si fuera a verme?, se dice sin pensar, aquí nadie me hace
caso y Martín está acojonado, será lo mejor”.
Enfila el carril y corona la carretera
no sin antes volver a mirar el tejar con la extraña sensación de
que jamás lo pisará como antes. Al mirar al frente no puede evitar
detenerse en los cipreses que sobresalen de las tapias del
cementerio. Se santigua. Allí tiene a sus padres y a un hermano,
pero va a bajar al cruce que tiempo tendrá de estar con ellos.
Desde lejos ya ve las luces de una
ambulancia y bastante ajetreo de coches y gente.
Ha sido al intentar cruzar cuando el
hijo de Manolo, Manolín, con su 124, se lo ha llevado por delante.
Son dos bajadas muy pronunciadas, un buen lugar para arrearle a los
motores, y con el cruce en medio, “como el culo de una olla, ríe
Ignacio para ponerse serio: no me dio tiempo a cruzar, ahí ya se ha
matado más de uno”. La guardia civil ha cortado un carril y hay un
pequeño tapón. Ignacio fija la mirada en un bulto tirado en la
cuneta cubierto con una sábana blanca y en la Mobylette que había
estrenado éste año y está partida en dos como cortada con un hacha
y aplastada como pisada por un tanque. La guardia civil no hace nada,
puede que esperen al forense. Ignacio ya ha visto suficiente. No
logra imaginarse debajo de aquello sin poder moverse con el genio que
tiene y recula hacia el cordón de los curiosos.
Le despabila un lloriqueo. El gimoteo
sentido de una mujer. De su Francisca. Está abrazada a su hija
Paqui, más entera, y no parece encontrar consuelo. A Ignacio se le
escurre alguna lágrima. Así no la ha visto nunca, llorar sí pero
de rabia y con los dientes apretados, así no y se emociona. Está
llorando por él y eso le emociona. “He tenido que morirme para que
sientas algo por mí, desgraciada”, susurra abrazado a ellas. Su
hija parece más tranquila y no le extraña. Desde chica ha
presenciado demasiadas cosas y con él se volvió fría como un
témpano. “Puede que incluso no te importe que esté muerto éste
borrachín que nunca te dio una muestra de afecto”, le dice por una
vez en su vida algo a la cara. Paqui mira lejos y palmea en el hombro
a su madre, “Ya vale, mamá, ya vale”, mientras Francisca llora y
llora amargamente y dice sin parar que qué va a pasar ahora, que qué
va a ser de ellas, que su Paqui tendrá que ponerse a trabajar, dejar
esa ilusión descabellada de ser maestra, que de qué van a vivir,
que la paga de viuda es una miseria, que quién ha matado a su
Ignacio, que quién va a pagar por ello... Es un monólogo
entrecortado pero largo y claro como un libro abierto. Ignacio
guantea sus lágrimas y agarra el hilo de la cruda realidad. Las
lágrimas de su Francisca son sólo la acicalada fachada de un
edificio ruinoso y caótico. Nunca han sido una familia y eso ya no
tiene remedio. Su amor fue como un esperanzador embarazo que parió
un ser desaborido y los mantuvo unidos más por el rol de la
costumbre que por ningún filin de esos que pregonan con morbo las
revistas. “Suerte que antes de poner las cartas sobre la mesa le
hice a la niña, si no ni eso”, recuerda con escozor. Francisca
cerró las piernas como una costilla y le ofreció la mano como una
buena amiga, su mejor amiga si le hacía falta, y todo por el lío
con la Josefa, la novia que tuvo antes de conocerla y que se fue a
Barcelona. “Mejor que no haya estado cerca”, se lamenta de todos
modos. Aquella Josefa que quiso despedirse de él a lo grande, en
aquel pajar donde también dormía, es un decir, Pepón el loco. Poco
tardó el chismoso en contar que la Josefa gritó como una loca y
casi se desmaya del gusto (“no fue para tanto, aunque...,
bueno...”, suspira Ignacio), que le gritaba con brío que se lo
hiciese otra vez, y otra....
Francisca, ya digo, cerró las piernas
y jamás dejó que le pusiera una mano encima. Y ahora llora, y
aunque también sea por otras cosas, Ignacio sabe que quizá alguna
jodida lágrima debe llevar escrito su nombre. “Perdóname,
Francisca, que de lo de la Josefa ya ni me acuerdo, que bien caro me
ha salido”.
Llega José, el encargado, y se tira
al cuerpo como si quisiera volver a matarlo. Un guardia le frena.
Berrea y Ignacio le mira de arriba a abajo sin entender que éste tío
tan grande y que siempre anda chillándole a todo el mundo muestre
ésta efusión hacia él cuando cruzaban al día, todo lo más,
cuatro palabras y ninguna de afecto. “Esto es que te cagas, no lo
entiendo, la verdad es que no lo entiendo, mi hija no siente nada por
mí y ahí está, con dos cojones, ¿para qué sirve la hipocresía,
si yo sé que no le importaba a nadie, a nadie?, ¡eres un
mamarracho, José, un mamarracho hipócrita!”, le grita a aquel
gigantón derrumbado como una boñiga pegajosa y fétida.
Sopla y resopla. “Menudo cuadro para
enmarcarlo”.
José se repone tras un soplo y le
pregunta a un guardia:
- ¿Quién ha sido?
- No lo sabemos, nadie le ha visto
- Ha sido Manolín – les aclara Ignacio
- ¿Entonces quién va a pagar esto, porque alguien tendrá que pagarlo? – sigue José
- Hay que mirar el seguro de la moto por si le cubre, en cuanto al que ha hecho esto..., si no aparece..., pues no sé...
- ¡Ha sido Manolín, ha sido Manolín con el 124!, ¡joder! – grita Ignacio con toda la fuerza que le sale de dentro, y viendo que no le hacen caso se pone a dar saltos y hacer mohines frente al público de éste sarao - ¿Es que nadie me ve, es que nadie puede verme? – para caer al suelo a enroscarse como una bicha – pues no, parece que no – y levantarse como una exhalación - ¿Y Martín, cómo puede verme Martín? – para repetir su nombre una y otra vez y ponerse a pensar – no lo entiendo, esto de morirse de verdad que no lo entiendo
Parece que llega el forense porque los
guardias empiezan a mover el culo.
Ahora podrá verse, ver su cara
despachurrada cuando levante la sábana éste fulano que se baja de
un coche y se acerca con el pelo a lo Michael Jackson y cara de estar
perdido en un garbanzal, no, no cree que no le deje otra cosa que
pesadillas por las noches, mejor recordarse llevando a la boca la
copa de pacharán en el bar de Ángel y notando cómo dejaba, a esa
hora temprana, las tripas en su sitio. Mejor recordar lo bueno de su
vida y, tras un instante de reflexión, gana el pacharán por
goleada, a lo mejor por reciente, superando incluso al polvo de la
Josefa, algo que siempre ha tenido, por el lado del gusto, en la
cabeza. ¿Y Francisca?, “bah, que llore lo que me ha hecho, no se
lo perdonaré nunca”. ¿Y la niña?, “para, que aquí me has dado
de lleno, y juro por mi madre que sólo por ella voy a hacer lo que
voy a hacer que no es otra cosa que lo que debo de hacer”
Martín da un salto como un gato
acorralado. Estaba encendiendo un cigarro y la pala está lejos,
además de estar casi al filo de un ángulo del horno, sin barandilla
y a cuatro metros de un suelo de barro y cascotes, algo que sopesa
si no hubiera otro remedio al tiempo que chapurrea a Ignacio:
- Si yo sabía que vendrías a por mí..., si yo lo sabía..., vaya si lo sabía...
- Pues sí, amigo – le dice Ignacio tras lograr ponerse serio después de un ratillo de partirse el culo, como siempre, al verle – pero es que no tengo otro remedio, te lo juro por mis muertos
Los talones de las chancletas de Martín
ya están en el aire y los brazos comienzan a girar como las hélices
de un helicóptero. Ignacio se da cuenta de la metedura de pata.
- No, no, Martín, que es otro el motivo que me trae aquí, que conmigo ya hay bastante
- ¿No voy a morirme? – suplica sudoroso
- Si te caes para atrás no te garantizo nada
Martín reacciona. Da unos pasitos
hacia delante e intenta meter aire a los pulmones de un cuerpo
rígido, con el corazón golpeándole el pecho como un gong gigante.
- Joder, Martín, que no es para tanto – ríe Ignacio – que yo nunca he matado una mosca, y ahora menos
- Ya, ya, claro, claro
- Te juro que no estaría aquí si no fuera por la niña
- ¿La niña, la niña? – susurra Martín gesticulando como si hubiese tragado lejía
- Se lo debo, Martín, nunca he sido un buen padre
- ¡Ah! - respira
Martín se relaja algo, cree que
Ignacio no sabe nada y comienza a ver al amigo y no al muerto.
- A buenas horas mangas verdes – tartajea Martín – Dios le da a quién no sabe apreciarlo
- ¿Tú que sabes si nunca tuviste a nadie?
- Por eso te lo digo. Ya quisiera haber tenido, por las claras, una familia como la tuya
- No tienes ni idea, no sabes quién es mi Francisca
- Te conozco a ti, amigo…, también la conozco a ella – suspira sin querer, zambulléndose en la memoria
- ¿Que conoces a mi mujer, como que conoces a mi mujer?
- ¡Si ya sabía yo que venías a por mí! , ¿cómo no ibas a saberlo?– recula de nuevo
- ¿De qué conoces a mi mujer?
- ¿De qué va a ser, hombre? – Martín tiembla y busca un atajo por si hay suerte - ¿No somos vecinos?
- ¡Ah! – asiente Ignacio zanjando el malentendido mientras Martín sopla como una locomotora
- Yo estoy aquí por la niña – vuelve Ignacio al tema
- La niña…, la niña… - vuelve a suspirar y a temblar Martín
- Quiere ser maestra. Sí, ya sé que las notas no son buenas, que ha repetido yo que sé los cursos, pero si no lo logra no quiero que sea por mí, ¿entiendes?
- Más o menos
- No tenemos un duro, Martín. Acabo de enterarme que en la fábrica tengo la antigüedad de un día. La casa es de mi suegra y tendrán que darle la parte a mis cuñados. Si ese chico no confiesa y su seguro se hace cargo…, no sé.., no sé
Martín baja los brazos y arrincona los
nervios. Acaba de cogerlo. La da pena Ignacio, siempre ha sentido una
pena inmensa por él a pesar de meterle de vez en cuando un puñal
por la espalda hasta el mango, y no sólo por verle fiambre, que de
eso en el fondo se alegra, “ya es hora de darle la vuelta a la
tortilla”, afirma sin rubor aunque lo oiga, si no por haber sido
testigo privilegiado de una vida anodina y de mentira. Y ahora que se
ha muerto cree perder lo que nunca ha sido suyo y para colmo se
siente culpable. Martín debería sentirse culpable y no lo hace. “Yo
nunca lo he engañado, ha sido él quién se engañó a sí mismo”.
Culpable por algo que todo el mundo sabe menos Ignacio que a lo mejor
no ha querido saber. Pero ahora se siente culpable y le pide ayuda y
cómo va a negarse si a él tampoco le sobra el dinero. “Qué
puñetera es la vida, es el colmo que deba ayudarle a echar una mano
a su mujer hasta después de muerto”
- Tienes que esperar a que llegue el relevo porque el horno no puedo dejarlo. A las dos. Date una vuelta. Luego iremos a ver a Manolín
Ignacio tiene unas cuantas palabras en
la punta de la lengua, que le escuecen y desea tragárselas, pero
también escupirlas sin ningún rencor:
- Yo nunca he pensado mal de ti, Martín
- ¡Eh!, ¿y eso a qué viene?
- Nada…, sólo quiero que lo sepas
Martín bascula y no frena el impulso
de abrazar a aquel fantasma entrañable, a aquel ente de pacotilla
que tantas veces estranguló en sus sueños, aunque no apresa nada y
lo nota como a un frigorífico abierto. Se queda helado a la vez que
le derrite por dentro la emoción y una pizca de culpa.
Manolín da forma de orza a un pegote
de barro en la rueda de la alfarería. Sudoroso y con el corazón
arrebatado no necesita que Martín termine de explicarse cuando le
insinúa que Ignacio está a su lado para decidir acompañarle. Sabe
que se la juega porque el coche tiene el seguro cumplido desde hace
meses y el carnet lo tiene a punto de caramelo (se examina éste
jueves). Justifica que cogió el coche porque le falló la bujía a
la moto, porque el viejo estaba borracho, porque llegaba tarde al
trabajo y su jefe se cabrea. Sabe que se la juega pero la conciencia
no le deja en paz. Es como un runruneo que le martillea la cabeza.
Conoce a Ignacio de juntarse con su padre en las borracheras y le da
doble apuro. Y dice, a ver, que si tiene que ir a la cárcel pues que
qué va a hacer, que a lo hecho pecho.
Deja la rueda y el jefe le monta el
número porque no desea darle explicaciones. Entonces Martín
interviene y le dice que su padre está enfermo, que no va a tardar
pero está muy crispado y no hay humano que le calme.
- ¡Si te vas no vuelvas, ya estoy harto de que todos hagáis lo que os da la gana y yo aquí como un clavo! - grita
Manolín sujeta a Martín.
- Déjale. Es así. Luego se le pasa – dice y le hace un guiño para que salgan a la calle.
Cuando salen le nota preocupado y le
dice:
- No pasa nada, no va a echarme. Necesita oficiales de rueda y de eso no hay
Se dirige al 124 y le muestra un buen
bollo y el faro roto.
- Mi padre me mata
- Yo sí que voy a matarte, desgraciado – gruñe Ignacio que había permanecido callado
- ¿Qué, quién…? – se vuelve Manolín a la voz
- Yo no he dicho nada – dice Martín
- ¿Puedes oírme, desgraciado? – le grita Ignacio en el oído
- ¿Ese es Ignacio? – le pregunta a Martín
- El mismo. Coleando como una lagartija
- Perdona, Ignacio, fue sin querer, te lo juro – le suplica Manolín
- Menuda suerte he tenido contigo, mocoso. ¿De verdad no tienes seguro ni carnet?
- El carnet, con un poco de suerte, me lo sacaré ésta semana
- ¡Vaya!, eso me consuela
- ¿Nos vamos? – pregunta Martín
- ¿En el coche? – bromea Manolín, a pesar del temblor, señalando la Derby de Martín– no podemos ir tres en una moto
- ¿Estás de cachondeo? – ruge Ignacio – ¿subirme al coche que me ha matado?
- ¿Y adonde vamos? – pregunta Martín a Ignacio – porque lo del cuartel es tontería, Ignacio. Tú ya estás muerto y eso no tiene remedio. No puedes joder al chico, no vas a irte con ese peso en tu conciencia
- Tiene guasa la cosa. Menuda pareja para despedirme de éste jodido mundo
Suben y el 124 ruge con alguna chapa
fuera de sitio.
- ¿Destino? – pregunta Manolín agarrando el volante con brío
- A casa, hijo, llévame a casa – dice Ignacio en tono grave y al ver a Martín ponerse muy serio vocea riendo a carcajadas – ¡al bar de Ángel, idiota! Me gustaría emborracharme… - calla y sigue - pero si no puedo hacerlo me conformaré de ver cómo os emborracháis vosotros
- ¡Ignacio, por Dios!, ¿tú crees que puede entrarme algo en el estómago? – le ruega Martín
- Esa es mi voluntad – dice y pregunta con retintín - ¿No irás a negarte?
- No…, claro que no…,¿cómo iba a negarme?... – chapurrea Martín y sugiere con la boca chica por si cae la breva - ¿y eso de marcharte…, para cuando…?
- Yo que sé, amigo, ya pensaré en algo…, yo de esto ya sabes que no tengo ni idea…, ni voy a preguntar no sea que…
Triste realidad y extraña situación. Mucho remordimiento de conciencia y arrepentimiento. Deslealtad del amigo que aprovecha la ocasión que se le brinda. Ni después de muerto pierde la idea del bar. Es el único lugar en el que se encontraba en paz consigo mismo. Del comportamiento de su jefe, de la basura de su jefe, que opinar. No todos los empresarios son así ni todos los trabajadores tampoco. En definitiva, es el fiel reflejo de una vida que tiene similitudes con otras sin que estas hallan llegado a la tragedia vivida. No solo con trabajar es suficiente, existen otras obligaciones que no se suplantan simplemente con trabajar como un burro. Juan, este trabajo tuyo lo considero un homenaje a tantos hombres que se han dejado la vida en los tejares sin haberse dado cuenta de ello.
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