A menudo me dice Fernando que a mi edad lo mejor que puedo
hacer es echarme una novia. Es una broma, una de tantas gilipolleces que nos
decimos para aligerar la rutina de los largos días de trabajo. Me dice que necesito un buen polvo, no rizar
el rizo con mi mujer precisamente, sino hacer realidad de una vez y por todas
tanto deseo inútil: con mi vecina, una rumana separada, con una amiga, Luisa, íntima de mi mujer, fea pero de buen ver, con la Bruta (el mote nos lo
desveló José, un compañero de trabajo
que dice conocerla), una rolliza
cuarentona, prieta, rotunda, que pasa tres veces diarias por la puerta de la
nave y me alegra el rato, quizá porque pocas,
mejor dicho: ninguna mujer suele pasar por éste polígono apartado.
Ocurre que a veces pienso que lo necesito. También como una broma. Eso me digo
para que no logre afectarme. Y juego a pensar en alguna en particular, en la Bruta siempre, y me empalmo desnudándola en el
solar de al lado, tras una caseta, al tiempo que doblo cientos de estribos de
corrugado del ocho. Demasiadas veces hago el amor a mi mujer pensando en ella,
también en otras, pero últimamente más en ella. Pasa y la miro con descaro.
Salimos a la puerta de la nave los cinco (uno de ellos mi jefe), y nos la
comemos con los ojos. No sé si a mí se me nota más que a los demás lo que deseo
de ella. Puede que ni me haya visto, que ni sepa de mí. La pobrecita tiene que
pasar para ir a su trabajo en la oficina de la nave de al lado. No hay otro
camino. No le queda más remedio que
soportar nuestras miradas y algún que otro piropo indecente. Pasa con la cabeza
agachada y no nos mira, claro que las mujeres tienen un sentido especial para
eso, y ya sabrá quién le cae como una mierda, a quién soporta con resignación o
indiferencia. Hace unas semanas se fue la luz y me ofrecí para ir a preguntar
si en su nave tampoco tenían. La oficina estaba a la entrada y con la luz
encendida. Sobraba la pregunta pero aún así la hice a Tomás, un conocido que estaba sentado a
lado de ella. Ella sonrió. Y no me sentí ridículo. Guardé su sonrisa en la
superficie de mi memoria para recuperarla con rapidez y sin esfuerzo, su
sonrisa adornada de sus piernas muy juntas bajo la mesa y del canalillo de sus
pechos apretados. No tiene un pecho exagerado pero lo aprieta para darle realce
y volumen. No me gusta. Lo prefiero a su aire. Hay varias cosas de ella que no
me gustan, su pelo rizado, largo y algo dejado (a la virulé como digo yo), su culo
excesivo y que contonea sin gracia, su voz recia y algo varonil (no la he oído
hablar pero José me lo dijo); también me
atrevería a afirmar que me gusta todo de ella, entre otras cosas porque es otra
mujer y todo lo me ofreciera sería nuevo y sorpresivo. Debo decir que llevo cuarenta años casado.
Sí, y con la misma mujer. En serio. Cuarenta largos y felices años casado con
Laura. Tan largos y felices que si alguna vez estuve con otra ya no me acuerdo.
La Ramona,
aquellas putas de hasta mis veinte años ya no logran ni siquiera levantarme el
animo. Sus pechos grandes o menudos, aquellas matas velludas en sus coños que
podían segarse o peinarse pululan por ahí en mi foso de niebla y en sepia, sin
posibilidad de darles tono ni forma.
Desdibujados por cuarenta años de periplo de culto a un solo cuerpo,
exhortando, encumbrando, endiosando sus miles de matices. Una dulce cárcel de
puertas abiertas. Y un paisaje inmenso, ilimitado alrededor de una isla en
medio de un océano. He llegado a pensar que no existe nada más, o lo que es
peor, que no me importa. Y Fernando a menudo me lo recuerda. Que con la edad no
es lo mismo. Ya saben que como una broma. Suele incidir en que nadie debería
morirse sin echar raíces, pero también sin una amante y sin escribir un libro.
Sus memorias, supongo. No, no me disgusta que me dore la oreja con fantasías.
Las fantasías tienen su sentido. Me dan
ilusión. Acercan (tanto que puedo tocar, sentir, hasta oler diría), la realidad
de mis sueños, de mis deseos, a la sensación real de que puedan cumplirse. De
la impunidad, la alevosía mental a algo
más palpable y sensitivo. Sólo queda que se den la mano una serie de
circunstancias casuales. Qué ocurre.
Pues nada, que casi sin darme cuenta ha
logrado ensimismarme. Que miro a mi vecina la rumana, Yoni, la llamo, a Luisa,
la amiga de mi mujer, como mujeres accesibles. Que la Bruta ha pasado de ser una
realidad virtual a algo más físico y concreto. Que me han obsesionado. No diría tanto, quizá
estoy algo confuso, no, sí lo digo, la triste verdad es que me han hechizado,
sobre todo la Bruta,
ese pedazo de mujer, como un gilipollas. Como un bobalicón que comería en su
mano, que llenaría de babas el suelo a cada palabra que pronunciaran sus labios
(con tono varonil o lo que fuera), y no digamos si me ofreciera algo más que
palabras. Han pasado unas semanas. Me he vuelto más raro y callado, pensativo
más bien. Mi mujer lo ha notado, y mis nietos. Ya no juego con ellos y tengo en
la boca la manida frase “Dejadme en paz” a cada segundo. Debería haberlo
zanjado todo yendo de putas, buscando a alguna de su estructura descomunal y
morderla hasta hacerle cardenales, disfrutar de ella hasta morirme de gusto,
pero no, he creado un rol demasiado revindicado de persona respetable y solo
faltaría que me tropezase en el club con algún conocido, o con alguno de mis
hijos. Ya digo, me siento preso de mí mismo. De unas ideas que acepté y ya no me sirven, si acaso para joderme
vivo. Pero regreso a la
Bruta. La sigo. No en
el sentido literal de la palabra, o sí, la sigo, sí, en el sentido literal,
pero desde lejos, con la mirada. José me
puso al corriente de su vida, de alguna de sus costumbres. Vive con un chico en
un barrio que llamamos “El lite”, por ser propicio para que se esconda la
chusma. Es colombiana, está casada en su país y con hijos. Aquí es una chica
sola y liberada de esa carga, es decir libre de hacer lo que le de la
gana. Vive con un tal Rodríguez,
demasiado conocido por la policía y por alguna gente de bien, sin poder
asegurarme José si son pareja o sólo anda con ella de paso y cuando la
necesidad apremia. Curiosa vida la de algunas inmigrantes. La vida de la Bruta daría para escribir un
libro. Sin duda sus memorias. Aunque dudo que quiera contárselas a nadie. A mí,
lo que sé de ella, me produce un morbazo que me roe las entrañas. Sé que podría
encajar en su ajetreada vida. Yo, y cualquier avispado que se proponga
cepillársela. No digo que sea una puta. Ni que me lo parezca. Sí que desearía
estar con ella como si lo fuera. Continúo. Ha llegado el verano. Digo esto
porque con él llegan las vacaciones. Ya están aquí. Acabo de cogerlas. Quince
días de Julio que voy a pasar en la ciudad junto a mi mujer, con la nota
curiosa de que nos quedamos solos, sin hijos, nueras ni nietos. Todos se van a
la playa. Y nosotros siempre con ellos, pero éste año no puede ser ya que mi
Laura está recién operada de una hernia. La Bruta tampoco trabaja, ni parece que vaya a
aprovechar éstos días para ir a su país porque continúa haciendo su vida
habitual, la de todos los sábados y domingos que la he seguido como un Torrente
de turno, y ahora sigue haciendo lo mismo durante toda la semana: a primera
hora, y sobre las nueve, la compra imprescindible en el Covirán de la esquina,
luego una hora en el gimnasio, y hasta cerca de las dos leyendo bajo un
arbolillo (un níspero, o un sauce, no sé, perdonen, yo es que de árboles no
entiendo) en el parque que está frente a su bloque, hobby que continúa al caer
la tarde, sobre las siete y hasta las ocho u las ocho y media, después se encierra
en el piso y no se le ve el polvo hasta el día siguiente. Yo la miro de lejos,
sin bajar del coche. A veces la fotografío y así la analizo profundamente en
mis ratos de soledad. Una vez, sólo una vez, entré al supermercado y la saludé
ante su sorpresa. Sé que su sorpresa no era tal, ya he dicho que las mujeres
tienen un sentido natural para esas cosas. Sabe que la miro, que la sigo, y sé
que no le importa. Ni le molesta. Lo sé porque acaba de acercarse al coche (cuando la esperaba cerca del parque
al caer la tarde) a saludarme. Llevaba un libro de Isabel Allende pegado a su
pecho y se asomó a la ventanilla para decirme hola agitando sus cinco dedos
como un abanico. Le devolví el saludo y seguí sus movimientos como un chacal
preparado para el ataque, para comérmela de tres tarascadas y no dejarla ni los
huesos. Era lógico que se diera cuenta. Ser detective es un oficio cualificado
y yo de eso no tenía ni idea. Soy torpe y burdo. Me enfrenté al dilema de
marcharme con el rabo entre las piernas a mi isla dorada o descender al pozo
más profundo de mis ansiados infiernos. En el parque varios niños jugaban a la
pelota. No había nadie más. Sólo ella. Leyendo. Sin levantar la mirada del
libro, hojeando cada rato página tras página. La mayoría de las ventanas de los
edificios de alrededor estaban cerradas, sin duda hacinando el aire
acondicionado. No parecía descabellado el hecho de acercarme y pasear sonriendo
a los niños, interesarme por como jugaban a la pelota, sentarme en el único
banco de la plaza al lado de aquella mujer como si fuera cualquier otra, o qué
sé yo, un viejo, o un chorizo del tres al cuarto. Lo hice. Puede que con
disimulo o no. Lo cierto es que ella esperó a que estuviera sentado, me calmase
algo (tarea ardua), para cerrar el libro y presentarse: Me llamo Josefa.
Carlos, soplé con esfuerzo. Su voz sonaba recia, varonil como me dijo José,
como si estuviera ronca, o afónica, bien, para qué darle más vueltas, sonaba
como si me hubiera hablado un tío. Eso y sumado a su enorme corpulencia, a su perfil
de hembra excesiva, me hizo sentirme
algo incómodo. Puede que por el ansia. Me faltaba el aire. Fue ella la que
empezó a hablar y yo poco a poco a tranquilizarme. Soy colombiana, comenzó. Ya
lo sabía, pensé. Estoy en España buscando una vida digna. En mi país, en mi
región, en una aldea ahogada en una meseta, lo pasamos mal, me dijo con los
ojos brillosos, lo más sensato que podemos hacer es irnos. España es un país
hermoso pero difícil para integrarse. De su marido y de sus hijos no dijo ni
mu. Tampoco del tal Rodríguez. Vivo sola en el bloque nº 54, 1º A, me
confesó señalándolo con el dedo a mi
espalda. Estoy de alquiler. Gano una miseria y con un contrato de cuatro horas;
la gente se aprovecha de nosotras. Y suerte que trabajas, le dije, muchas tenéis
que recurrir a la mala vida. No se
inmutó, y siguió hablando sin mirarme: Es más bonito trabajar, ganarse la vida
de otra manera, no digo yo que otras no hayan venido obligadas, pero yo vine
aquí con un contrato, trabajaba de funcionaria en el ayuntamiento de mi pueblo.
Humm, pienso, funcionaria en el ayuntamiento de una aldea perdida en una
meseta. No me lo creo. Me enternece su historia. No me importa si miente. Yo le
confesé que estaba casado. Que tenía mujer, tres hijos de su edad y dos nietos,
que tenía sesenta y dos aunque aparentaba cincuenta, que tenía el espíritu y la
vitalidad de los treinta (ya me gustaría), la viva ilusión de cuando estaba en
pañales en brazos de mi madre. Rió. Trola por trola. Reconozco que rondaré la
vitalidad, el empuje de mis cincuenta y cinco, tal vez algo corta para hacer
frente a semejante pedazo de cuerpo cuando pidiera (exigiera o suplicara) la
presión (últimamente no muy habitual) de mi sangre. ¿Y no es usted feliz?, me
soltó así, sin más, directa al meollo
que nos tenía allí, juntos en aquel parque solitario (los niños se habían
marchado). Soy feliz, me siento afortunado, filosofé con cara de bobo (lo
supongo y basta), la vida me ha tratado bien, estoy sano, mi familia está sana,
y también parece feliz, somos, es cierto, lo que se llama una familia sana y
feliz. ¿Entonces?, se vería obligada a preguntarme. Me miró a los ojos. Tiene
una mirada muy tierna, algo impensable desde lejos. A la vez profunda, hiriente
como un halo de fuego. Yo procuré devolvérsela pero no supe. Tú eres algo que
no me ofrece mi felicidad, le susurré. ¿Cómo? Me oyó pero creo que quiso que
lo repitiera. Y no quería darle más vueltas al asunto pero insistí: Llevo cuarenta años con la misma mujer. No he
estado con otra mujer en cuarenta años, disfruto con ella, pero últimamente no
sé qué nos pasa, la verdad es que no sé qué hago aquí. Es fácil de adivinar,
sonrió. Ya, ya, pero además de eso. Mi mano hablaba al son de mis palabras,
como cazando moscas. Ella la cogió y la apoyó sobre su nalga. Estaba fría. Noté
sus dedos gruesos, también la tersura de su piel, áspera, de su nalga, larga,
ancha, como un océano. Empecé a acariciarla tímidamente. ¿Te gusto?, me susurró
al oído con sensualidad. Estaba eufórico. A pesar de eso me quedé rígido, mudo.
No podía articular ni una sola palabra. Más al entreabrirme su escote, al
acercarme al filo de sus bragas. Vamos a mi casa, suplicó. No dije nada, sólo hice un gesto. De
aprobación o impotencia. Solté su mano y la seguí. Movía el culo con torpeza,
sin firmeza ni cadencia. Y yo la mordía, la comía cruda y sin aliño. Quizá por
eso aprecié sus músculos, su espalda de tío fornido y culturista, además de
volver a reparar en el tono peculiar de su voz al que no acababa de
acostumbrarme. Pero a veces, al volverse y alentarme a seguirla con rapidez, la
silueta de sus pechos desvanecía cualquier duda, duda que desvanecían la cinta
de sus bragas marcada en la tela transparente, sumado al recuerdo nada
gratificante del último polvo a Laura, quejosa y desganada, así todo, batido,
me hacía ver que estaba haciendo lo que deseaba hacer que no era otra cosa que
lo que necesitaba hacer. Al entrar en el portal, y tras asegurarse de que allí
no se movía un alma, frenó y me besó. Me gusta usted, Carlos, me gustan las
personas de su edad, me dan seguridad. Yo seguía mudo pero encantado. Aproveché
para meterle mano. Mis palmas abiertas jugaron al gato y al ratón en el
circuito triangular de sus partes íntimas. Parecía excitada. Y yo para que me
diera un ataque. No era plan. Estropear un polvo tantas veces evocado, sus
pasos medidos, lentos, lentísimos, elevando el ansia como asciende un globo,
retardando el éxtasis como en la más larga y repetitiva escena porno, así,
haciéndolo vestidos, de pie, en un portal, tal vez con alguna cacatúa
excitándose tras una mirilla, no era plan. Podría saltar todo en pedazos.
Iniciar y acabar la pelea sin habernos dado una hostia. Pellizqué mi pene. Éste
no era el lugar idóneo para mostrarse tan prepotente. Josefa seguía besándome
con pasión. Y al notar que bajé los brazos se retiró. Estaba roja, pepona, con
el maquillaje corrido como un tomate en la mata recién sulfatado. ¡Dios!, me
dieron ganas de tirar cohetes, como una vez que me ofrecí voluntario, al
enfermar Perico, a tirarlos en la previa a las fiestas del pueblo. Era una
sensación que me sobrepasaba. Jamás había vivido algo así. Por tan intenso, por
tan desatado. A lo mejor parecido a cuando me regaló mi abuelo un traje de
indio, con un arco, un carcaj lleno de flechas, y un hacha, impensable compararlo con los primeros
magreos a Laura. Esto era otra cosa. Ansiar algo con el alma y lograrlo da un
poder inmenso. Me sentí poderoso, bien es verdad que a la vez temeroso y mudo.
En el rellano, buscando la llave en su bolso maleta, nos dimos otro calentón. Entré al piso colgado de ella como un mono a
una rama. Y salí de mi autismo. Te voy a chupar hasta los huesos, dije lo que
no había pronunciado jamás. Jamás había ayudado a mi mujer a desnudarse,
siempre soportando con resignada calma su recalco, su parsimonia, que si ya
voy, que si tengo frío, o calor, que si me meo, o me duele no sé qué, muchas
veces por si caía la breva y el deseo se apagaba como una lumbre sin atizar, o
me quedaba, en la eterna espera, frito como una marmota. Y a Josefa la había dejado
en pelotas a lo Harry Potter. Yo seguí sus pasos en un pispás. Entramos al
dormitorio a empujones y caímos sobre la cama. Me amoldé como la plastilina a
sus resaltes y hendiduras, medio ahogado en su plano inmenso, comenzando a
abrir la boca y mostrarle mi lengua, mi dentadura sin una sola falta. Pero ella
me frenó. Aun no hemos hablado de dinero, mi vida. ¿Qué? Tenía sus pechos a la
altura de los ojos, a un palmo de mi boca abierta, su coño agarrado con la
tenaza de mi mano. Me portaré bien contigo, cariño, me gustas, cobro sesenta
euros, a ti sólo cincuenta. ¿Qué?, repetí como un loro, encendido como una
amapola. Empecé a chuparla, a morderla. Volvió a frenarme. Pon los cincuenta
euros en mi bolso, amor, y podrás hacerme lo que tú quieras, insistía, me
pareció que con recelo. Estaba justificado pues en la cartera tendría como
mucho cinco euros. No suelo llevar dinero. Una vez me robaron. Desde entonces
siempre paga mi mujer. Y cincuenta euros, ¡Dios!, era un gasto excesivo, y de
sopetón, que tendría que justificarle. A
pesar de eso se los habría arrojado a la cara si los hubiera tenido, no,
miento, se los habría colocado con mimo en su bolso para luego tirarme a ella
como al banquete de una boda. A pesar de que no había imaginado que fuera una
puta, alguien que fingía conmigo por dinero, no me importaba, ¡qué podría
reprocharle!, hacía lo que la mayoría, lo que hace Laura cuando quiere
conseguir algo y yo me opongo, bueno, le digo: no tengo dinero, Josefa, ni en
este momento puedo conseguirlo, no sabía…. Me montó el pollo. Estalló su lado
amargo, su pena más honda, su rabia más furibunda. Y yo por cercanía debía ser
el culpable de todo. Tardó en calmarse, y cuando lo hizo me invitó a que me
fuera. Pasé de ser una persona adorable a un viejo baboso y un cerdo. Y un
aprovechado, añado porque sé que lo estaría pensando. Cincuenta euros es lo que
me da mi mujer para todo el mes, perdona, tendré que ahorrar para volver a
verte, perdona, perdona, intenté justificar, a lo mejor, lo injustificable. Su
brazo musculoso me señalaba la puerta. Se quedó sentada en la cama cubierta con
una sábana viéndome coger mi ropa dispersa por el pasillo. No se movió mientras
me vestí, ni añadió una palabra a lo ya dicho.
Hoy, domingo, cuando las vacaciones se acaban, sigo pensando
en ella, no con tanta fogosidad (o sí, no sé) ya que a mi edad prefiero el sexo
con algo de complicidad, con un mínimo (o mucha, claro) de disposición y
entrega, algo que logré a medias y sin esperarlo con Luisa, la amiga de mi
mujer, en una de sus rutinarias e insufribles visitas. Mi mujer se durmió a
causa de los relajantes para calmarle el dolor. Quizá me excedí en la dosis. No
lo recuerdo. Sí que salté sobre Luisa cuando ella ya se preguntaba a qué
cojones estaba esperando. Lo hicimos en nuestro dormitorio. Y a pesar de las
facilidades fue un polvo atropellado, insulso, y sobre todo muy rápido. En
parte masacrado por su cansina frase: “A ver si se va a despertar Laura”. Laura
no se despertó y aquello fue una mierda. Los dos mentimos al decir que fue
estupendo. Y los dos sabíamos que no volvería a ocurrir. Teníamos ganas. Nos
apetecía. Pero hay cosas que no cuadran. Al día siguiente me trató como si nada
hubiera sucedido. Y hoy puedo afirmar que no recuerdo nada, quiero decir que no
ocurrió nada. Aunque mi mujer puede que sospeche algo. Bueno. No me importa. No
será lo mismo con la rumana. Yoni es una hembra preciosa. Algo sucia, justo es
reconocerlo. La precariedad económica no sé por qué debe ser sinónimo de
dejadez. Si llegara el caso tengo claro que lo primero que haré será ducharla
(yo con ella si con eso la animo). La muy cerda me sonríe al cruzarnos en la
escalera (de la manera que se sonríe cuando se quiere algo de alguien, como le
sonreí a la amiga de mi mujer para que
se diera cuenta lo que quería de ella), alguna vez la he rozado, sin ningún
tacto, como todo lo que hago, simulando que me escurro o que me da un mareo
para caerme sobre ella y agarrarme a cualquier cosa. Dos veces he estado a
punto de meterme tras ella en su piso como distraído (su puerta está frente a
la mía) y forzar la situación. Pero no me fío. Dicen que ha solucionado los
problemas con su marido, un yonqui vago y conflictivo. Su marido no me traga ni
yo a él. Yoni debe esperar. Espero que no demasiado porque me tiene encendido.
Me parece mentira que haya sido Fernando con sus gilipolleces el que prendiera
la mecha de la bomba que siempre he sido. Un simple empujoncito a la pista de
baile y ya no hay quién me haga sentarme. Soy incombustible. Y comienzo a otear
otras opciones: una prima lejana, por
ejemplo, algo rellenita pero con todas las cosas muy en su sitio. El otro día
me crucé con ella y la saludé. Nos besamos y me sonrió, no sé aún si sólo como
primo. Bueno, la aparco y regreso al presente. Hace buen día y me animo a salir
a la calle. Laura está chinche pero ciega con la tele así que me he escabullido
sin que se diera cuenta. Veo a Fernando. Está en una esquina cargado de bolsas
del supermercado como un burro. Estoy esperando a mi mujer, me dice resoplando.
Le cojo unas cuantas bolsas para aliviarle la espera y le digo que mañana a
estas horas tendremos las manos llenas de tizne. Otra vez la rutina, Fernando,
añado, suerte que pasa la Bruta
para animarnos que sino no sé, no sé. Su cara cambia de color y bufa: ¿Pero no
te has enterado, tío? ¿De qué?. Es un
tío, Carlos, esa tía es un tío, ¿puedes creerlo? Me quedo blanco. Es
imposible, pienso, tiene un coño como una puerta abierta, doy fe de ello.
Fernando sigue bramando: ¡Está operada, Carlos, pero es un tío, un tío, ese
hijoputa es un tío!, ¡Pero qué jilipuertas somos, nos ha engañado como a unos
jilipuertas!, ¡y para colmo hace la calle y se la ha follado medio barrio!,
¿pero cómo no se han dado cuenta de que es un tío?, ¡eso se nota, la nuez, la
voz esa que tiene, coño!, ¡cuando alguno se entere lo mata, seguro! Balbuceo,
intento decir algo pero no puedo, no puedo. Fernando sigue: Se lo he dicho a
todos los que he podido, a ti no, tú eres un tío legal, ya sé que a ti esas
cosas no te van, está la vida muy mal, amigo, el otro día me enteré que un
conocido se enrolló con una rusa y le ha pegado el sida, hay que joderse, ¿no
crees?, yo soy un culillo inquieto pero viendo lo que estoy viendo tendré que
conformarme con mi mujer, no queda más remedio que recular. Sigue hablando y no
le oigo. Le miro, sí, pero no le oigo. Mi cabeza está en otro sitio. Proyecta
imágenes en un cine vacío. No del todo. Yo estoy escondido en la última fila y
las miro de reojo. Miro el cuerpo de la Bruta con más detalle: sus pechos duros como
piedras, su sexo como un coco sin una tajada, los rasgos bastos, lineales de su
cara, la nuez bajar y subir cuando me grita como una guillotina, y su voz,
¡Dios!, su voz de arriero. Y sin embargo me la puso dura como nadie. El ansia
es masa, carne, carne dura e inquieta, río, a la vez que pienso: el deseo nubla
la razón y el ansia la cose a puñaladas. Tenía una vida plácida, aburrida hasta
darme asco pero plácida, ¿y qué he logrado con ésta salida de madre?: picar con
la Bruta como
un pardillo y poner en duda mi sexualidad,
incuestionable hasta esa fatídica tarde para ahora rugir (sólo para mí)
: Que no debe juzgarse lo que no se sabe. ¿Y qué más?: follarme a Luisa, una
casada sin hijos, fea a reventar, cursi, tiesa como un junco, con el coño
rígido, insensible como un agujero en un tabique, ¿y la Yoni?: con toda seguridad una
drogata como su repelente marido. En mi prima pienso pero no opino. Porque no
hay nada de lo que opinar. Mejor pensar en Laura. No es una joya de mujer. Ni
yo, reconozco, un modelo de marido. Pero no se convive cuarenta años con
alguien sólo porque sí. O sí. Bueno, bueno. Basta. Es mi mujer. La madre de mis
hijos. La abuela de mis nietos. Y tiene un físico agraciado a pesar de su edad.
Un físico cuidado, esbelto, que ya quisieran algunas, su amiga Luisa, seguro,
también la Bruta,
¡joder!, ¡no, claro que no, la
Bruta por supuesto que no! Salgo de mi hipnosis y
materializo a Fernando y su verborrea. Habla y habla de no sé qué. Me parece
que se queja porque se le caen los brazos. También sonríe y se alegra porque ya
vislumbra a su mujer, aunque vuelve a cambiar el gesto ya que se detiene con
alguien, una vecina, me cuenta, que habla hasta por las orejas. Desnudo a su
mujer, Ofelia creo que se llama, y me siento afortunado. No me extraña que el pobre
vaya de putas. Yo ya no. Se acabó. Voy a regresar a Laura con los brazos bien
abiertos. Como si llevara meses sin verla. Intentaré olvidar esa ligera
desviación que aún me tiene pensando que si tal o que si cual. Lo remediaré
echándole un polvo de los de antes, cuando me apetecía brincar y esas cosas.
Vuelvo a estar contento y centrado en mi rol de persona respetuosa y
respetable. Fernando sigue hablando y yo le cuelgo sin más las bolsas en sus
brazos y me despido. Me bulle por dentro algo que sólo puedo calmar con Laura.
Me apetece. Hace semanas que no me acerco a ella si no es para mirarle la
herida y darle algún ligero masaje en el
cuello. Camino rápido y subo las escaleras de dos en dos. Tiembla mi mano al meter
la llave en la cerradura, como si ensartara una aguja. Oigo alboroto dentro y me derrumbo al pensar que
sea la pesada de Luisa. No la soporto. A esa frígida remilgada no la soporto.
Entro al salón sin ánimo. Mi mujer está sentada en su sillón, algo despeinada y
desabrochada. A su lado un señor que he visto algunas veces por la escalera se
frota las manos con nervio. Cariño, me balbucea, este es Jorge, el vecino de
arriba, el marido de Aquilina. Me ve azorado y sigue: La conoces de sobra, una
amiga del colegio, ¡uy, pareces tonto, Aquilina, Aquilina! Yo sigo mudo, con los ojos como dos ollas
vacías, y sigue con candidez: Jorge ha sido muy amable al venir a interesarse
por mí, y ya se iba, ¿no? El muy
imbécil se ha quedado mudo, como petrificado. Menuda visita de mierda, pienso,
luego fuerzo la memoria: Aquilina,
Aquilina, pues no sé, ahora no caigo.
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