juanitorisuelorente -

jueves, 9 de febrero de 2017

FRANCISCA

(Imagen de la red)














Francisca gira la muñeca y mira el reloj. Son la una y ya debería estar en la calle.
Le cuesta levantarse del sillón. Aún no ha hecho las camas y los restos del desayuno están sobre la mesa. Hace un esfuerzo y se levanta. Le crujen los huesos. Ha estado
demasiado tiempo sentada. Metida en su mundo, abstraída del mundo. Y debe ir al banco. Sin falta. Algo que al recordar vuelve a darle frío. Su marido hace rato que se fue a la plaza, a echar allí la mañana, y su hijo sabe Dios. Todos los problemas son para ella. Pero está acostumbrada. Se mira en un espejo y se le caen los brazos. “Dios, cómo arreglo esto”. Respira. Lo primero que piensa hacer es ducharse. El agua fría le punza en los sentidos, y en el ánimo que parece recobrarse. Luego empieza el ritual. “Los problemas en casa, se dice con aplomo, nadie tiene por qué saberlos”. Se dibuja la cara con maestría. Son pasos medidos. Raciona en lo que puede, ya que ve el final de algunos frascos que serán insustituibles. Aprueba el resultado aunque sus gestos sigan escribiendo un poema. En el armario tenía decidido el vestido, y se lo coloca con rapidez, los zapatos, descuelga el bolso a juego. Se mira en el espejo. Perfecta. Cuarenta y cinco años que bien podrían cifrar en treinta y cinco. Se gusta. Revisa su silueta, su escote, la rectitud y limpieza de sus piernas. Y empieza a sonreír. Le cuesta. Hoy más que otros días. Así que sonríe y sonríe hasta que supone que parece de verdad. Luego abre el bolso para meter el monedero. Lo revisa aunque sabe que solo tiene cinco euros y calderilla. “Cinco o cincuenta, si no lo abro quién lo sabe”, se consuela. Respira hondo y sale del piso apagando luces, dejando a oscuras la cama desecha y los platos sobre la mesa, sonriendo, cada vez con más soltura.




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