Caigo a
un espacio de silencio. La luz inunda su ruptura. Es una luz
distinta, más azulada y nebulosa. La luz brillante de la vida
serpentea alejándose, con ella los gritos de ánimo, las balas que
silban. Ya no me importan. Me han dado. En el pecho, cerca del
corazón. Mi sangre brinca en el aire, se escurre en mi cuerpo como
un torrente. Me tambaleo, las piernas ceden, las fuerzas me
abandonan. El sargento
José Salcillo grita mi nombre, maldice al cielo, me acerca su cara horrorizada, sus ojos desorbitados y continúa, le veo alejarse dando gritos como una sombra, a otros bultos alejarse a un destino que no es el mío. El fusil baila conmigo hacia la tierra. Me enseñaron a no soltarlo jamás, en ninguna circunstancia, y tampoco lo hago ahora aunque ya no me sirve, caemos juntos a la tierra, esta tierra que no podremos defender. Caigo hacia atrás, con los brazos abiertos, doblo las rodillas y sé que estoy muriendo, mi cuerpo no me responde, mi mente se aleja de mí. Es curioso que no siento nada, ni siquiera dolor, tampoco miedo, ese miedo terrible que me atenazaba al saltar de la trinchera, un miedo terrible a morirme, a no ver jamás a los míos. Caigo como una hoja seca, meciéndome en brazos de la muerte, en un lugar anónimo, en medio de la nada, un paisaje plano y hosco, pisoteado por la podredumbre y la miseria humana. Pienso qué ha sido de mí, ahora que casi ni existo, pienso en mi nombre en una lista de muchos nombres, pienso que muero con honor por una causa honorable aunque no le importaré a nadie, ni a los victoriosos embriagados en su victoria, ni a los derrotados en su amargura, a nadie que no sea mi mujer, mi hija, mi gente. Aprieto los dientes. Golpeo el suelo con mi espalda y una leve polvareda asciende como una nube. Sigo su baile cadente y me acurruco a una paz agradable. No puedo mover los brazos ni las piernas pero mi mente está lúcida, retroceden los días, me desnudan su reflujo, imágenes de un pasado no muy lejano. Se me acerca Rosa, mi mujer, mi hija se agacha sonriendo, me acaricia la cara, tiene sólo tres años, los más hermosos que he vivido con ella. Rosa tiene la mirada muy viva y brillante, se acerca a besarme, esos labios que no me canso de besar. Cierro los ojos.
José Salcillo grita mi nombre, maldice al cielo, me acerca su cara horrorizada, sus ojos desorbitados y continúa, le veo alejarse dando gritos como una sombra, a otros bultos alejarse a un destino que no es el mío. El fusil baila conmigo hacia la tierra. Me enseñaron a no soltarlo jamás, en ninguna circunstancia, y tampoco lo hago ahora aunque ya no me sirve, caemos juntos a la tierra, esta tierra que no podremos defender. Caigo hacia atrás, con los brazos abiertos, doblo las rodillas y sé que estoy muriendo, mi cuerpo no me responde, mi mente se aleja de mí. Es curioso que no siento nada, ni siquiera dolor, tampoco miedo, ese miedo terrible que me atenazaba al saltar de la trinchera, un miedo terrible a morirme, a no ver jamás a los míos. Caigo como una hoja seca, meciéndome en brazos de la muerte, en un lugar anónimo, en medio de la nada, un paisaje plano y hosco, pisoteado por la podredumbre y la miseria humana. Pienso qué ha sido de mí, ahora que casi ni existo, pienso en mi nombre en una lista de muchos nombres, pienso que muero con honor por una causa honorable aunque no le importaré a nadie, ni a los victoriosos embriagados en su victoria, ni a los derrotados en su amargura, a nadie que no sea mi mujer, mi hija, mi gente. Aprieto los dientes. Golpeo el suelo con mi espalda y una leve polvareda asciende como una nube. Sigo su baile cadente y me acurruco a una paz agradable. No puedo mover los brazos ni las piernas pero mi mente está lúcida, retroceden los días, me desnudan su reflujo, imágenes de un pasado no muy lejano. Se me acerca Rosa, mi mujer, mi hija se agacha sonriendo, me acaricia la cara, tiene sólo tres años, los más hermosos que he vivido con ella. Rosa tiene la mirada muy viva y brillante, se acerca a besarme, esos labios que no me canso de besar. Cierro los ojos.
A mi
mente vuelven voces, chasquidos de cargadores al ajustarse, el palmeo
nervioso en la madera de los fusiles, algún rezo apresurado. Me
codean en la cintura.
-
Vamos, muchacho
Mis
ojos ven al sargento José Salcillo, erguido como un junco, gritando
a la Compañía la orden de ataque. Nos vuelve a repetir que tenemos
doscientos metros hasta la terrera en el inicio del ascenso a la
loma. Nos desea suerte.
No
pienso nada, miro a derecha e izquierda a mis compañeros, algunos
han saltado. Respiro ametrallado, me tiemblan las piernas pero hay
que hacerlo y no pienso más en ello. Salgo de aquel infecto agujero
a un hermoso sol de primavera. Las balas silban.
la verdad es que no se que comentar en este relato. Lo he leído una sola vez y me dispongo a leerlo de nuevo...ya lo he hecho, ahora si, ahora si voy a comentar algo.
ResponderEliminarEs cierto, a la hora de la verdad solo importamos a los nuestros, a los mas cercanos a los que siempre estarán a nuestro lado, aquellos que nunca nos fallarán aun en los momentos mas difíciles. Volver de nuevo al principio de la historia para poder repetirla si da miedo. Si las balas silban y las podemos oír es porque seguimos vivos a pesar de haber muerto sin habernos percatado que la vida se nos escapa y que será imposible retroceder a no ser que sea en sueños. Me ha gustado Juan. Saludos amigo.
Refleja la sensación de fracaso ante cualquier reto, la derrota prematura...la verdad es que puesto en su pellejo la idea de la muerte estaría muy presente, y ese recuerdo de todo lo bueno que atesoramos. Gracias José.Me alegra que te guste. Un abrazo
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