Felipe tenía un
cacao mental de escándalo pero dos cosas muy claras: no quitarse
jamás su boina verde de fieltro que heredó de su difunto padre y
no depilarse un solo pelo de pecho y espalda, el último vestigio de
su hombría, de su machismo exacerbado y puesto ahora algo en duda
por las cosas de la vida.
Así se lo advirtió,
por si acaso, a la enfermera del trasero generoso y pechos dispersos
cuando se disponía, cuchilla en ristre, a rasurarle sus partes
íntimas antes de entrar en el quirófano.
- Del ombligo para abajo, mona
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Felipe decidió
operarse en menos de una hora. Síes y nones a la par, pares y
contras, en una lucha sin cuartel que ganó su parte más oscura y
desconocida, incluso para él, algo que sabía sin saberlo, que
pensaba sin querer ni pensarlo.
Después
transcurrieron meses hasta la primera operación, satisfactoria y de
resultado abundoso, y un calvario en la eterna espera hasta la
segunda, no porque dudara en ningún momento de dar un paso tan
radical sino porque, decía, no hay peor cosa que estar a medias.
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Se despabilaba de la
anestesia y notaba un regusto dulce con sabor amargo.
Pasó la mano por
una alfombra velluda hasta ascender a uno de sus pechos, por los
ribetes de la gorra hasta coronar el botón verde de fieltro, luego
bajó a un braguero de gasas y esparadrapos acariciándolo como si
fuese la calvicie de un recién nacido.
- “Está hecho, pensó pilotando todavía su mente por un cielo enmarañado de nubes blancas, ya soy una mujer”.
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- Hijo, ¿estás bien? – dijo Doña Frasquita con mucho modo, tomando la iniciativa antes que su hija Paqui o Roberta, la novia de Felipe, con ese afán de las madres en ser las primeras en la hipotética escala del cariño
- Abuelita, debería acostumbrarse a decirle hija – le matizó Roberta suavizando con silabeo su voz recia y varonil
- Todo a su tiempo, Robi – dijo Paqui como con la nariz cogida, una voz como hiposa, y que no le sale del cuerpo desde que su faringitis se hizo crónica
La cara espasmódica
de Doña Frasquita se tornó beligerante dejándole a las niñas las
cosas claras desde el principio:
- Mi Felipe siempre será mi niño, ¿está claro?
Felipe oía el
runruneo y se hizo un poco el loco para no entrar al trapo, era una
mujer, sí, pero también un hombre, un hombre muy hombre.
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Doña Frasquita fue
al servicio con su hija de Paqui de sufrido bastón y Roberta agarró
a Felipe del brazo como un buitre.
- Sé que estás despierto, mamonazo. Repite lo que me dijiste ésta mañana y te arranco un pezón de cuajo
- ¡Qué bruta! – rumió Felipe
- Sé que no eres capaz. Eres un mierda..., y no se te ocurra guarecerte tras esa fachada de mujercita que a mí no me engañas
- Roberta, por favor, un poquito de piedad para un enfermo
- ¿Piedad?, mereces lo que te ocurra, cabrón
Doña Frasquita
voceaba a quejidos su artrosis al levantarse del váter y Roberta se
acercó a cuchichearle al oído:
- Como se te ocurra acercarte a un tío te rajo la barriga en canal
- Roberta, cariño, no seas bruta, sabes que sólo fue una broma
- ¿Una broma? – repitió Doña Frasquita con la oreja como el pabellón de un gramófono
- ¿Una broma, una broma? – repitió Paqui como un loro
- ¿Ya ha descansado usted, abuelita? – preguntó Roberta con risa forzada y cambiando de tema
- He meado como una vaca, hija mía
- A chorro tieso – rió Paqui y al ver a Felipe despierto esquivó a Roberta para echarse encima a besarle
- Piano, piano, hermana – dijo Felipe – cuidadín, cuidadín
- ¡¡¡Paqui!!! – gritó Doña Frasquita al verse relegada - ¡¡hazme sitio, loca!!
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Entre carantoñas y
cucamonas pasaron los días y alentaban algo a un Felipe quejoso.
La operación había
sido un éxito pero le fallaba la paciencia, la paciencia y la mente
que jugaba a dos bandos, un bando abierto y a pecho descubierto que
ayudaba a los psicólogos a tirar de la cuerda para el lado lógico
aplastando por las bravas a una minoría simbólica que bramaba sin
voz, sin ninguna convicción ni base a la que agarrarse, y otro bando
muerto, pateado, masacrado sin piedad y que humeaba de sus cenizas
una y otra vez y para nada.
- ¿Cómo vas a llamarte ahora, capullo? – gruñía Roberta siempre dispuesta a dar la nota
- Felipe, cariño, ya sabes, Felipe como mi padre
- Si quieres te llamaremos Feli, para disimular – reía a boca abierta la puñetera
- ¡He dicho Felipe y basta!, ¡por mis güevos que me seguiré llamando Felipe! – gritaba el infeliz con las manos en sus partes intentando agarrar y recalcar lo que ya sólo estaba en su memoria
continuará...
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