Ocurrió a mis quince años. En mis inicios en la albañilería con mi maestro Miguel. En la crisis del 72. Aquello eran crisis, soportables al menos. Miguel tuvo que despedir a toda su gente, salvo a mí, que quedé como su único ayudante. Tenía Miguel mucha fe puesta en mí, y desde un principio me enseñó el
oficio, dejándome realizar labores impropias de mi experiencia.
Eso me hizo comprarme una paleta catalana, y que cuidaba como un tesoro.
Y relato su historia:
Fuimos a hacer una reforma a la casa de una familia de dudosa reputación, buena gente en el trato pero con doble fondo. Lo sabíamos, pero bueno, pagaban, y era lo que a Miguel le importaba. Eran dos casas juntas, una la habitaba la familia, y en la otra hicimos una reforma al completo.
Bien, las primeras semanas de hundimiento y retirada de escombros todo transcurrió con normalidad. Luego ya tocaba construir y con ello la necesidad de llevar la herramienta de mano, y entre ella mi paleta.
Un día desapareció una llana. Toda la familia, junto con nosotros miró por toda la obra, levantamos hasta el último ladrillo, y en fin, al final aceptamos que se hubiese tirado sin querer revuelta entre escombros. Una pena.
Pero dos días después le tocó a mi paleta.
A mi adorada paleta.
La buscamos, la busqué debajo de la tierra, por todo lo humano y divino. Incluso donde tirábamos el escombro. Allí revolví dos camiones de cascotes, y nada. Era imposible. La familia estuvo conmigo en todo momento, dándome ánimos dado mi estado de frustración. No hubo manera de encontrarla. Miguel me dijo que no pasaba nada, que me regalaría una, y yo le dije que esa sería otra y no mi paleta, ¡joder, mi paleta!
Esa noche no pude dormir. No me fiaba de esa gente, de sus buenas palabritas, de sus palmaditas de ánimo. Estaba seguro que fueron ellos quienes me la robaron, al igual que la llana de Miguel. Y eso no iba a quedar así.
Al día siguiente, miércoles, había mercadillo, y la madre solía ir a dar una vuelta. Miguel se había ido a desayunar, y el marido y los dos hijos fueron al tejar a cargar un remolque de ladrillos. Era raro, pero estaba solo. Sabía que tal vez por una media hora, quizá por unos minutos, así que guardé el bocata, y no lo pensé, fui un irresponsable, pero no lo pensé.
Por el patio puse una escalera y salté a la otra casa. Mi corazón botaba. Al mínimo ruido me asaltaba un escalofrío. Pero soy cabezón. Y mis ojos solo veían la paleta. Tenía que encontrarla. La puerta del patio era de cristales y sabía que solo la encajaban. Chirrió al empujarla. El interior estaba oscuro, silencioso, y solo acuchillaba la luz por los desajustes de la puerta de entrada. Veía lo suficiente. Tenía enfrente un pasillo y tres puertas de las habitaciones cerradas, a mi derecha una escalera para subir al piso de arriba, y bajo ésta una despensa con una cortina. No sé qué impulso obedecí para dirigirme hacia la despensa, descorrer la cortina, levantar unos paños, para asir mi paleta y la llana de Miguel, no sin proferir un grito ahogado. “¡Hijos de puta, lo sabía, panda de cabrones, de ladrones!” Todo fue rapidísimo, entrar y besar el santo.
Pero al correr la cortina sentí el ruido del tractor y se me helaron las tripas.
El tractor llegaba, y empezó a hacer la maniobra para entrar a la cochera de la obra cuando yo corría con sumo cuidado la puerta del patio. ¡Dios!, salté la tapia a toda prisa, quité la escalera y escondí la paleta y la llana bajo unas espuertas. Mi corazón tamborileaba, también de felicidad.
Entonces fui a enfrentarme a esos hijos de puta, con la mente retorcida, pero pensé, no, podrían denunciarme, decir que les robado dinero o cualquier otra cosa. Lo mejor era callarme. Decírselo a Miguel en cuanto llegase y que me dijese qué hacer.
Mientras tanto fui a sonreirles como si no pasara nada, aunque con gana de estrellar a cada uno un ladrillo en la cabeza.
Descargamos, y Miguel tardaba, y ya he dicho que soy muy cabezón, que cuando tengo razón me importan las consecuencias un pimiento.
Así que fui a por la paleta y la llana y las coloqué sobre un bidón a la vista de todos, incluso de la madre que acababa de llegar.
Vi en sus ojos la sorpresa. Las miradas huidizas, luego el cuchicheo.
Yo no les dije nada. Ni una sola palabra. Ellos también se callaron. Si me hubiesen dicho algo con la paleta le hubiese abierto los sesos, con mi paleta, con mi adorada paleta.
Delante de ellos la até al maletero de la Mobylette, y me la llevé a mi casa.
Luego volví a trabajar como si no pasara nada. Y la verdad es que ya no volvió a pasar nada relevante. Me guardaban el aire, eso sí.
Por cierto, Miguel me dijo que no estaba bien de la cabeza.
- ¿Por
una paleta, Juanito?, ¿tú sabes la que te podías haber buscado
por una paleta?
- Por
una paleta no, Miguel, por mi paleta
Hola Juan. A mí se me ha helado hasta la sangre. La verdad es que fuiste valiente y decidido. Llevabas mucha razón, no era una paleta, era tu paleta, tu apreciada paleta que una vez empuñada formó parte de tí. Es como si te hubieran arrancado algo de tu cuerpo que, sin producir dolor físico, produjo casi llanto. Una historia real que vista desde la simpleza del hecho no hubiese tenido la importancia que le diste, pero para tí si que la tenía y mucha. Cometiste un grave error y fue entrar en casa ajena con el consiguiente perjuicio que te podría haber ocasionado. Yo saco una conclusión y es la siguiente: Cuando el poder de la razón, del convencimiento y de la certeza de aquello que pensamos, nos ronda por la cabeza, es muy difícil abandonar la idea de conseguirlo al precio que fuera sin pensar en las consecuencias. Lo mío, mío es y como tal me lo quedo. Valentía inocente y arrojo desmedido. Supongo que, al menos, tu paleta seguirá contigo.
ResponderEliminarHola José...la paleta la gasté con el uso y con el tiempo desapareció, pero más que en sí fue el hecho, y la injusticia, a la que siempre me he revelado. Cuando nos veamos te diré en qué casa fue y todavía te quedarás más helado, porque le eché muchos cojones para ser todavía un niño, y más de ponérsela delante de sus narices. Un abrazo
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