juanitorisuelorente -

lunes, 5 de julio de 2010

CONFIDENCIAS

Lo de leer y escribir me viene de pequeño. Con ocho años escribía relatos cortos de aventuras (en las libretas de lengua) y les dibujaba algo relacionado junto al título en las portadas. Y en cuanto a los regalos de cumpleaños, reyes, etc.., no había que preguntarme: siempre un libro. Aún conservo un viaje al centro de la tierra, un quo vadis, o aquellos papeles póstumos del club Pickwick, con mucho cariño. De lo escrito no conservo nada, sólo el recuerdo de la inesperada visita a mi casa para hablar con mis padres de mi maestro de 5º (D. Antonio) para aconsejarles que me animaran a la escritura. Lo hice hasta los diez años. Luego vino el instituto hasta los catorce, el tener forzosamente que empezar a trabajar (soy el mayor de cinco hermanos), y el no escribir una sola línea en un lapsus de treinta y cinco años. Incluso leer durante ese tiempo lo cultivé de manera muy esporádica. Curiosamente sólo A. Machado y sus obras completas me acompañaron años y años como puntual desahogo, y alguna rara novela, en la mili sobre todo.
Un buen día, a mis 44, me regalaron un libro: Baudolino, de Eco, y tras devorarlo como vulgarmente se dice hice lo mismo con otros 30 o 40 en un espacio de tiempo impensable (soldados de salamina en 4 horas), y justo un año después, en una sala de espera de un hospital, saqué la libreta y el boli del bolsillo de la camisa, y no para calcular algún material de la obra, o para anotar algún teléfono, o hacer un esbozo rápido del entorno (otra manida costumbre) sino para anotar un poema, de tres versos; así, sin venir a cuento, y sin ser nada del otro mundo. Empecé a escribir y dejé de leer. A mi cabeza fue como quitarle la espoleta. Convulsivamente salía de todo, como presos que huían a campo abierto, como niños saliendo a un recreo, y yo anotaba, anotaba, casi sin crear nada, amontonando todo, mucho malo o regular. Escribía en cualquier parte; las ideas surgían en pleno trabajo, en mitad de una cena, conduciendo y obligándome a aparcar el coche en cualquier parte; lo más curioso que recuerdo fue en la misa de un entierro donde desvié el sermón del cura a cuatro versos de mi conveniencia y los tuve memorizados durante más de una hora entre el resto de la misa y el hacer cola hasta dar el pésame a la familia, cuatro versos que han quedado sellados a fuego en mi memoria. Fue el caos. Y no salía mucho aprovechable aunque me pareciese sublime. Pronto vino la calma, y el seleccionar, el destruir, el ir andando caminos, el darme la vuelta, el empezar otros de nuevo. Han pasado siete años y ahora le dedico no más de media hora diaria y en la que a veces no escribo nada ya que la poesía es más de venir que de ir a buscarla. A pesar de ello ya hacen sombra en un mueble 1 novela (Lola), 1 novela corta (Huida), 1 libro de relatos (En cierto sentido), y al menos 10 poemarios, conjunto del que estoy algo satisfecho. Obliga a seguir que el más feroz crítico sea uno mismo, y que mi duende ande por ahí confiado en buscar mi esencia.

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