juanitorisuelorente -

viernes, 6 de enero de 2017

OBNUBILACIÓN (Relato)

(Imagen de la red)























Javier sabía a lo que iba.
La excusa del grifo roto era genial.
Así que llegaba con su pesada caja de herramientas para nada, pero cómplice, para evitar sospechas o rumores.
Subía en el ascensor hasta la cuarta planta algo alterado, con bastante ansiedad.
Amaba a Teresa. Amaba su sonrisa triste, su mirada honda y sincera, su voz tierna, su cuerpo batallado. La amaba en silencio, en la cruel y más fría soledad. Y ella le correspondía, se lo había demostrado infinitas veces, en pequeños detalles, leves gestos. Amor de ojos y sueños, de compartir te quieros desde el fondo del alma.
Lo llamó por teléfono. Y ahí estaba, unos minutos después, yendo a su encuentro por primera vez.
Al escalofrío de imaginar el encuentro añadía el del traqueteo y roce del viejo ascensor en la paredes. Soltó la caja, y cerró los ojos. Lo imaginaba así: rozarán sus nudillos la puerta, aparecerán sus ojos flotando en al oscuridad, su cuerpo ondoso, y sin necesidad de hablarle abrazará su cuerpo con fruición, apretará la cabeza contra su pecho, le besará el pelo, los ojos, la nariz, lentamente, hasta hundirse en sus labios, sumergirse en ellos hasta que el aire sea solo una necesidad innegable, y luego, luego....
El ascensor frena en seco, y le obliga a dar un salto y a abrir los ojos.
Es el momento, se dice, el fin de los sueños, el empezar a vivir, el comienzo de la ilusión, de la esperanza. El corazón redobla ante la visión del pasillo donde ya vislumbra la puerta del 4º A.
Solo unos pasos..., una puerta, suspira.
Ase la caja. No pesa, si acaso la responsabilidad. Por un momento tiene miedo. ¿Estaré a la altura?, babea, ¿sabré hacerla feliz?, al tiempo que se afirma: “No estará su marido, no me habría llamado, ni sus hijos...claro, qué tontería, vamos Javi, que solo será un polvo, dos minutos y a correr”, “otro de tantos”, sonríe, para desdecirse: “ojalá”.
Se calma, se centra.
Enfila el pasillo, a pasos cortos, con la respiración entrecortada, hasta llegar a la altura de la puerta. Hay ruido en el interior, son los niños, le parece. Juegan, o gritan, o ambas cosas, deduce. Cierra los ojos. Suspira. Los abre. Y gira la cabeza resignado a la puerta del 4º B. Se dirige a ella con celeridad. La caja le pesa un güevo. Toca. Tardan en abrir la puerta a gritos de ya va.

-¡¡Hombre, Javi, ya era hora, coño, tengo un charco en la cocina!!

Doña Eloisa, octogenaria, clienta de toda la vida, pone en marcha su obesidad mórbida, para intentar dejarle paso.




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