juanitorisuelorente -

domingo, 28 de enero de 2018

SETENTAENTRECATORCECINCO

(Imagen de la red)











En el espejo abarca toda ruina
-siempre al borde tan vago de la suerte
lo en blanco consumido- como muerte
que va acuñando sombra muy dañina,
acaso porque insiste en la teoría
y nada en lo que al tiempo se devana:
tras dicho, la respuesta le amilana
y queda en el amago el alma fría,
como cuando alguien muere fugitivo
vagando el laberinto de estar vivo,
pidiéndole a la suerte esa moneda
que le acerca mil ojos a la cuna
como argumento de única fortuna,
si dar pena es lo próspero que queda.
Ser símbolo de cierta desventura
y cumbre que ascendió con nombre propio
no sirve a ser feliz ni como acopio
por mucho que nivele la andadura.
En el resto salpica la respuesta
entonando castillos de mudanza,
mamotreto sin código que lanza
al sueño insustancial como una gesta.
Tal aire farragoso-aventurero
es perro encadenado a la palabra,
su fuerza temporal muy poco labra
si débil, vulnerable, es como arriero
-mucho valor inútil mundo en mano
en hombre de tan ámbito aldeano-.
Aunque existan lejanos precedentes
no eximen, si se blande la tibieza,
porque tener valor es la entereza
que con fuerza libera a los dolientes.
Mantenerse en la luna que declina
convierte en piedra al beso de la rosa,
al acomodo en piel, poquita cosa
cuando solo el deseo lo culmina.
Traza la conjetura otro fragmento
y articula poemas sin aliento
tan en la explicación que vivió nunca
como en pos del planeta nebuloso
que conmina al desorden en el poso
donde tanta heredad al sol se trunca.
Desnudando el destello que persiste
ingente, cabriolea el intelecto,
la fuente incontenible, lo imperfecto,
como un destino osado que resiste
sin zozobra, sin aire prepotente,
apenas como voz que huye a un poema
y dilata el acaso a su dilema:
esa mutua fricción con lo aparente.
Pronto el caos acecha con el hambre
al verso inevitable en el alambre
y se sucede el ser que tibio avanza
entre apretados años sin historia,
fraguados horizontes a la gloria,
siendo haz de luz que el tiempo nunca afianza.
Sin horas traducibles, la dulzura
marca la cara-otoño de nosotros
penetrando en los campos que hizo a otros
padecer, sin pensarlo, la amargura.
Corazones de un modo tan vivido
que en la obstinada flor de la derrota
una pequeña lágrima les brota
ante el alma que cubre el cuerpo herido.
Busca amparo en la paz de una batalla
el cuerpo ensangrentado que avitualla
con noche la mirada y mar de besos
con tal luz incendiando hasta los huesos
para que, en esa lucha que germina,
luzca el verde la mano que camina.



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