La risa es la mayor felicidad que existe, efímera, es cierto, si no la acompaña el resto de materia que sustenta la felicidad, pero apabullante como un ciclón que arranca y arrastra sin pensar otras risas. ¿Quién no ha reído alguna vez al ver a alguien reír aún sin conocer el motivo?, yo, ahora, frente a un señor trajeado, gordo, bigotudo, que no conozco. Está solo y en un callejón solitario se desternilla frotándose una enorme barriga. La risa en soledad es absurda, a mí me lo parece, no es natural, hay que provocarla y pierde su encanto espontáneo y contagioso. Este señor no, por el contrario, y me parece raro porque ríe con unas ganas y naturalidad que no he podido hacer menos que acompañarle. Ya somos dos a la par y la cosa tiene cierto sentido aunque yo sepa que no. No soy una persona risueña, le echo toda la culpa a la vida que me ha tocado vivir y me cuesta un enorme esfuerzo reír, y nunca solo, por supuesto, y ahora quién puede pararme. Río como un condenado idiota, sin saber de qué pero río y río hasta aflojárseme la dentadura, arrojar lágrimas carrillos abajo, abriendo los brazos y las manos como un cantante de goodspeed, y mi compañero arrecia con enorme fecundidad rítmica. Una señora, con las manos descolgadas por varias bolsas atestadas de comida, nos mira con las comisuras de los labios soldadas a la barbilla. La comprendo, debe haber de todo. La tristeza también se contagia, más que nada si se vive. Es como un peso en la nuca. Esta buena señora parece tener una viga. La señalamos y nos reímos de ella, es lo normal, también que ella nos escupa una ordinariez antes de arrear con su carga, yo también la tengo, invisible como muchos, y esto la aligera, pueden creerme, ahora, si me preguntan no sabría responder adonde iba ni como me llamo, río y río y más de ver al señor gordo cómo, además, suda, llora y babea; esto es increíble, es una fuerza que arroja afuera todo y me está dejando limpio como una patena y la cara, lo noto, roja como una amapola. El señor gordo me golpea en el hombro y con la otra mano se limpia el lagrimeo que ha frenado el bigotazo, da pisotones y me descojono. Le señalo a un señor con gafas, seco como una calcomanía, que se ha parado con una niña de la mano que chupa un chupa-chups. La niña se suelta del hombre y ríe y hace palmitas sin sacarse el chupa-chups de la boca. El hombre está serio. Mira que es feo de cojones, le digo a mi pareja y se troncha. Dos señoras se paran al ver a la niña y aunque nos miran con cierto recelo la niña es como una acicate para ellas y comienzan a arrancar motores. El señor de gafas permanece serio, es un serio con mucha guasa que poco a poco le sale a borbotones de ver a la niña. La niña se acerca y el padre tras ella, y las señoras tras la niña y formamos un pequeño corro con la niña en el centro. Tengo la boca seca, la garganta irritada, los ojos saltones y sigo, sigo sin pensar, más de ver que nuevas personas se añaden, titubean y dan rienda suelta a su risa. Los recorro uno a uno y cada risa es distinta, vocalizada de distinto modo y no crean que tiene algo que ver con el carácter que aparentan, no, no, hay una mojigata que es una ordinaria y un tío cachas que cacarea como una gallina. Parecen perder el sentido del ridículo, ese que les hace envolver sus fachadas de fachadas de otros, aquí no, aquí bulle una porción integra de lo bueno o lo malo que les lleva o les trae. Veo, entre lágrimas, a un señor muy bajito que llega y que hace preguntas a personas que están lanzadas y no le hacen mucho caso. Éste será de los que no les vale el puro hecho o las chorradas y necesita un motivo convincente, a lo mejor para reírse con majestuosidad, por encima de todos, y como no lo encuentra pues nos mira con asco y se marcha. Aquí estamos doce, trece ( cuento a la niña) alrededor de una niñita con un palito en la boca que gira y gira riendo, haciendo palmitas a todas las risas, a todas esas bocas abiertas con todos sus dientes, faltas, emplastes, negros reductos de caries; a esas lenguas saltarinas, a esas bocas cerradas y hinchadas, a punto de reventarse. Por la esquina asoman dos guardias, con sincronía sepulcral, y se asoman al círculo por encima de los hombros convulsivos. ¿Qué pasa aquí?, es la bomba que arrasa todo, que hunde los géiser, cierra las presas, sentencia inocentes. Desciende la risa a hundirse en las arenas movedizas de cada uno. Nos miramos ahora con sorpresa, los ojos tejen una tela de araña, analizamos todos a cada uno de esta amalgama variopinta de personajes. Nadie se conoce, nadie se saluda ni tiene nada que decirse. La niña rompe a llorar y el señor con gafas, que la coge, es el primero en alejarse. Le siguen unos y otros hasta quedarnos solos el señor gordo y yo, además de los guardias. El señor gordo me da unos golpecitos en el hombro y no me dice nada antes de alejarse, ni yo le pregunto. Los guardias están patidifusos. Yo, en cierto modo, también y me escabullo con disimulo sin decirles una sola palabra.
...rie
ResponderEliminarrio
ria
rias
rien
ries
mi amigo
JUAN
la vida
rie
y rie
y consurisa
asi nosva
mejor...
un excelente relato , con todo mi afecto :
j.r.s.
La risa es muy necesaria, algo que echamos demasiado en falta, tanto que incluso nos sorprende ver reír a alguien, y hasta le miramos raro.
ResponderEliminarUn abrazo, Jose
Juan Risueño, yo la practico a diario y nadie me mira mal; a lo mejor tienes que mudarte de ciudad,
ResponderEliminaramigo. ( Es broma).
Y yo que creía que por allá se reía mucho...
La risa es la medicina de la vida. No podría pasar un sólo día sin reír.
=)
Un abrazo grande.
En ésta ciudad de malos humos -por las cerámicas- y ahora que el cielo está limpio como nunca -por el paro- el mal humor es nota alta -un 8- en los gestos.
ResponderEliminarPero hay de todo, y aunque sea poca es contagiosa y ayuda.
Un abrazo, Laura